Enfoques teóricos de políticas públicas: desarrollos contemporáneos para América Latina. Gisela Zaremberg

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Enfoques teóricos de políticas públicas: desarrollos contemporáneos para América Latina - Gisela Zaremberg

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y diseño de soluciones políticas en manos de los expertos? ¿Privilegiamos un esquema democrático en el que damos voz a los ciudadanos, o nos apoyamos en el juicio de los tecnócratas?

      Este dilema político buscó resolverse históricamente a través de las instituciones representativas. La representación supone que el pueblo —depositario de la soberanía— delega en personajes con mejores credenciales —más información y mayor capacidad de procesarla— la representación de sus intereses (Mansbridge, 2009; Manin, 1998; Pitkin, 1985). Sin embargo, los agentes en el ámbito gubernamental también asumen conductas maximizadoras y pueden defraudar a quienes brindaron su voto de confianza. En este formato, los ciudadanos deben invertir recursos y tiempo en vigilar de cerca a sus mandantes, amenazando con sancionar las conductas oportunistas y premiando las políticas efectivas. El elevado costo y la baja rentabilidad que supone esta concepción del gobierno representativo[26] generan incentivos para construir instituciones deliberativas que garanticen mayores dosis de racionalidad y debate público de las políticas. Y sin embargo, esto no es la regla en nuestros regímenes democráticos.

      El fundamento de las decisiones basadas en procesos deliberativos es que todos los actores tengan la capacidad de exponer las razones que sustentan sus propuestas de política. De tal manera, en una democracia deliberativa, la decisión es resultado del consenso en torno a la propuesta mejor fundamentada dados ciertos criterios acordados previamente por los actores participantes (Mansbridge, 2010; Fishkin, 2003). Si bien las negociaciones políticas suponen un diálogo entre los actores, en el proceso de deliberación se busca alcanzar un acuerdo orientado, exclusivamente, por la fortaleza de los mejores argumentos, mientras que una negociación tradicional funciona como un intercambio en el que los actores ceden y obtienen algo en función de intereses fijados previamente, y en función del poder con el que cuentan. En la deliberación, los criterios son fijos, pero los intereses y objetivos pueden variar cuando los argumentos basados en la razón y en la buena fe contribuyen a alcanzar de mejor manera los objetivos compartidos. Aquí, las ideas de lo adecuado no solo son argumentos para legitimar intereses, sino que pueden modificarse a la luz de los argumentos basados en evidencia (Fisher y Ury, 1981).

      Desde una aproximación de política pública que busca reconciliar el criterio tecnocrático con el pluralismo democrático, hay dos razones que justifican la creación de estos espacios deliberativos. La primera es que el diálogo con otros actores puede corregir los (inevitables) sesgos cognitivos propios de un proceso cerrado de identificación y enmarque (framing) de problemas públicos. Ello da lugar a nuevas interpretaciones y alternativas de solución que no estaban previamente sobre la mesa, y que pudieran producir mayor valor, y generar beneficios superiores a los esperados al inicio de la negociación (Ury y Fisher, 1991; Parkinson y Mansbridge, 2012). La segunda razón es que involucra a los actores políticos en procesos de debate plural, generando espacios donde todos pueden expresarse, y a la vez sentirse escuchados. Estas metodologías limitan la importancia del poder como criterio de decisión, aumentan la empatía y el reconocimiento de los puntos de vista alternativos y favorecen así la moderación de los conflictos, disminuyendo la polarización reinante. Se crean de este modo verdaderas escuelas de democracia (Ball, Caldwell y Pranis, 2010; Del Tronco, 2018).

      Conclusiones

      Si bien las ideas son un recorte parcial de la realidad, en el marco del debate político reclaman validez universal. Al institucionalizarse, como resultado de un proceso de formulación de políticas públicas, las ideas se vuelven dominantes y pretenden imponerse como la manera más adecuada —si no la única válida— de concebir el orden político y social.

      Gobernar por políticas públicas, no obstante, implica hacerlo en el marco de sociedades y sistemas políticos plurales (Aguilar, 2007). Sistemas políticos cuyas instituciones permitan y promuevan la expresión de ideas diferentes —e incluso rivales— de lo que es una buena sociedad. En términos concretos, lo público de las políticas supone que la racionalidad técnica de las intervenciones se enmarca en procesos deliberativos en los cuales diversas ideas de justicia puedan discutirse y ponerse a prueba (Rawls, 1999; Elster, 2001).

      A partir de la definición seminal de Robert Dahl (1989), sabemos que la existencia de regímenes democráticos supone condiciones para el ejercicio de la oposición. Esto es, condiciones favorables a la expresión de “ideas” diferentes (a veces más radicales, a veces más moderadas) a las que se manifiestan en las políticas del gobierno. Así, el pluralismo es una de las condiciones necesarias de la existencia de regímenes democráticos, y, por tanto, de las políticas públicas. En este punto, las ideas pueden jugar un papel central, tanto para establecer con claridad los fines políticos perseguidos por cada una de las propuestas, como para definir el grado de coherencia entre estos últimos y las metas e instrumentos diseñados para alcanzarlos (Cejudo y Michel, 2016). Sin embargo, las ideas como fundamento de lo político, y lo político como dimensión de las políticas, implican siempre un riesgo: la captura de los procesos de formulación por parte de ciertos actores, cuyos intereses se imponen por sobre los de otros con menor capacidad de organización, incluso en contra de lo que sugieren la evidencia científica y el conocimiento técnico. Por esa razón, este trabajo sostiene que los espacios deliberativos representan una oportunidad para aumentar la racionalidad de las intervenciones, en el marco de procesos de diálogo abiertos y organizados. Tanto al inicio de la formulación como durante la implementación, la posibilidad de ajustar las metas, calibrar los instrumentos y redefinir objetivos está en función de la posibilidad de debatir y evaluar en qué medida las ideas que guían el proceso están permitiendo satisfacer los intereses de los actores, y, específicamente, resolver el problema público en cuestión. Más allá de la importancia del marco institucional, las rutinas organizacionales, el conocimiento técnico y los intereses de los actores, las cosmovisiones de los formuladores tanto como los significados que les otorgan a las distintas alternativas de política, juegan un papel difícil de soslayar.

      José Luis Méndez[*]

      Uno ve que, en las cosas que conducen al fin al que todos aspiran, esto es, gloria y riquezas, los hombres proceden en formas diferentes: unos cautelosamente, otros impetuosamente; unos fuertemente, otros suavemente; unos pacientemente, otros impacientemente; y cada una de estas maneras de actuar puede ser efectiva…De dos hombres cautelosos, uno puede alcanzar sus objetivos y el otro fracasar…Concluyo entonces que…los hombres… son exitosos si sus métodos se adaptan a las circunstancias y fracasan cuando no lo hacen.

      Nicolás Maquiavelo, El príncipe

      Introducción

      En este capítulo presentaré diversos enfoques teóricos “centrados en el actor”,[1] con el fin de resaltar la importancia de un factor para el estudio de las políticas públicas y sus resultados que considero ha sido subestimado en la ciencia política contemporánea: el agente y su acción estratégica. Para hacerlo, es inevitable referirse al debate teórico que se ha dado en la ciencia social en torno a la estructura y la agencia como factores explicativos. Se trata de un debate presente en la filosofía y la teoría política desde sus orígenes, ya que una primera versión del mismo se dio entre las posiciones de Platón (2010) y Aristóteles (1985): mientras que el primero en cierta medida destacó la relevancia de la naturaleza y comportamiento del agente —en su caso, el Rey-Filósofo—, el segundo se concentró en el estudio de las constituciones de las polis griegas —que para él eran las “estructuras” que daban orden a esas ciudades.

      El debate continuará posteriormente en la medida en que distintos autores subrayarán uno u otro de estos factores. A partir del modelo establecido por Jenofonte (2001), en la edad media se elaboraron varios textos dentro del género de los “espejos de príncipes”, que pusieron el acento en la naturaleza del actor en la medida en que describían los valores que los reyes debían seguir para gobernar adecuadamente. Un ejemplo fue Policraticus (1990) (El estadista), escrito en 1159, en el cual

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