Claudio Magris. Domingo Sánchez-Mesa Martínez (Ed.)
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El periódico es verdaderamente una especie de novelón que cada día carga sobre sus espaldas la historia del mundo o parte de la historia del mundo. Y luego está las aproximaciones: un artículo al lado de otro (sin relación ninguna entre ellos) como un gran poema surrealista, porque al lado de que se refiere a las tragedias que suceden en África, aparecen las declaraciones del honorable tal, acusado de vender su propio vino a la empresa que lo había comprado porque se vio favorecido por la empresa. En este sentido es una especie de novela dostoyevskiana de los terribles hechos que suceden. Es una grandísima escuela. Verdaderamente le debo mucho y debo decir que como prueba de ello son los 49 años que llevo escribiendo en Il Corriere.
Il Corriere es un periódico muy importante, que se encuentra inmerso en tensiones, maniobras, manos que lo quieren coger. Yo he vivido a fondo el período más difícil y glorioso, los tres años de Cavallari, cuando Il Corriere con la administración controlada, tras el escándalo de la P2 (Propaganda 2, una logia masónica), Calvi muerto encontrado ahorcado en el Blackfriars… En el período en el que estaba más identificado teníamos escasez de dinero; no estábamos seguros el lunes de tener dinero para tinta el viernes (aún se utilizaba la tinta). He vivido y aprendido mucho. Después ha habido momentos, no sé cómo decir, no menos agradables, pero algo menos exigentes. Y aquí debo decir una cosa: jamás ha sucedido ningún equívoco, siempre ha existido una relación (a veces dura a veces de total identificación) pero nunca equívoca. Recuerdo una vez, hace ya muchos años, que escribí un texto sobre un acto terrorista y había una cosa en la primera página que me parecía que no funcionaba. Entonces, a las 8 de la tarde, dije lo siento, quitad este artículo y arreglároslas. Sentía que debía quitarlo.
También resulta fascinante y no es solo fascinación: una vez sucedió que tuve que escribir un texto a las 11 de la noche a mano, porque yo siempre escribo a mano; después, si no está el editor, le toca al director transcribirlo si hay mucha prisa. Pues bien, a las 11 de la noche lo escribí; a las 12 ya estaba el periódico en los quioscos de Milán. Y esto es un aspecto fascinante. Pero lo más fascinante es buscar la verdad y buscarla allí donde esté: en el polvo, en la mezcolanza entre lo verdadero y lo falso, en la confusión, en suma arrojándose a la refriega, ensuciándose las manos.
Y una última cosa a propósito de mi experiencia en el periódico. Creo que he tenido la fortuna de comenzar a escribir en prensa cuando era el tiempo de la buena escuela. Por ejemplo, en Il Corriere existía la mítica Tercera página, que era una página mucho más importante que la página cultural en la que yo había comenzado a escribir. Y escribí el primer artículo para dicha sección después de cuatro años. Recuerdo una vez que el redactor jefe fue a hablar con el director, cuando llevaba ya dos años, para mostrarle un artículo mío que, según él, era digno de aparecer en la Tercera; el director me llamó y me explicó que era bueno pero que aún no había llegado el momento y me lo rechazó. Esta forma de acceder gradualmente ha sido muy útil, porque solo se llega a ser coronel si primero se es sargento, cabo…
DOMINGO SÁNCHEZ-MESA: Estamos en una Facultad de Filosofía y Letras donde no pocos departamentos comparten el interés por el estudio y una pasión por la poesía y por el teatro. La gran narrativa y el relato del siglo XX hacia el XXI ¿debe ser una narrativa de alta poesía? ¿Cuál es su experiencia de esta otra forma de «fusión» de modos discursivos, de géneros, de la poesía dentro del romanzo, así como del encuentro con y la práctica de la escritura dramática?
CLAUDIO MAGRIS: Esta pregunta es dificilísima, porque, como decía antes, la mezcla de géneros (que yo siento, practico mucho) es una característica en general, en definitiva una tendencia de toda una cultura. Obviamente esto no autoriza a hacer una ensalada de forma arbitraria: poner dentro un poco de carne, un poco de pescado y un poco de fruta. Todo texto debe tener, si verdaderamente existe, su propia ley, su propio rigor, que debe ser absolutamente respetado.
A veces una de las experiencias más interesantes que se tiene al escribir, es que en un determinado momento el texto rechaza algunas cosas que «a posteriori» queremos insertar en él. Por ejemplo en Danubio, cuando lo terminé (era el libro que yo sentía como expresión de mi propia vida) vi que faltaba algo y quise insertarlo; lo hice y no funcionaba; fue una auténtica operación de rechazo. Por eso a veces se tiene la necesidad de que alguien te lo haga ver. Yo debo tanto a algunas —poquísimas— personas, en primer lugar a Marisa que era mi primera severa editora, que tenía una capacidad extraordinaria de síntesis, mucho más que yo, y que ha cortado, cortado, cortado muchas cosas mías. A veces tenemos la necesidad de que alguien en quien confiamos nos diga alguna cosa, que ya sabemos, pero que fingimos no saber. Recuerdo esta cosa que yo había incorporado, que tenía en mi corazón, pero que fue una equivocación; algo así como ponerse un smoking sobre un traje de baño, pero yo fingía no verlo. O como cuando se tiene una mancha; uno puede fingir que no la ha visto, pero si llega otro y te dice: «mira, hay una mancha, quítate la chaqueta», entonces no se puede fingir. Y esto es algo relevante.
Esta mezcla de géneros, creo y he intentado decirlo en la conferencia anterior, permite que la novela se convierta en poema épico (epos), contaminándose con todo el desorden, como ocurre en Grass, por citar un gran escritor que faltó mencionar esta mañana. En El Tambor de hojalata se sumerge en este desorden, que es también una mezcla, porque tiene en su interior la narración como aislada a modo de un mascarón de proa y junto a ello la liricidad, el dramatismo… En algunas novelas hay páginas de otros… Yo creo en esto perfectamente.
Por lo que se refiere al teatro —curiosamente y no sé por qué— he aprendido mucho de Ernesto Sábato y ciertamente la distinción que él hace entre escritura diurna, en la que un escritor, incluso cuando inventa expresa un mundo en el que se reconoce, que expresa sus valores, su sentido de la vida, del amor, de la naturaleza… La escritura nocturna es aquella que se da cuanto los escritores se sorprenden a sí mismos. Sábato habla de algunas verdades detestables —sus verdades— que lo han traicionado, que han contradicho los valores por los que él ha luchado.
Existe una bellísima narración de Hoffmann en la que se imagina a un poeta que escribe una poesía sobre una pesadilla, la corrige con mucha calma y luego la lee en voz alta para ver como suena. En seguida grita aterrorizado «¿de quién es esta voz horrible?». Es esta escritura nocturna la que se enfrenta a cosas que no sabemos que tenemos dentro de nosotros o quizás que no queremos tener dentro de nosotros o que hemos fingido no ver. Incluso ciertos pensamientos horribles que a veces nos suelen pasar por la mente, forman parte de nuestra realidad. En resumen, es como si de improviso uno estuviese delante de la medusa de la vida y no pudiésemos mandarla al peluquero para que ordene sus cabellos de serpientes. Por lo tanto, el escritor, si es honesto, aunque prefiera que su extraño Sosias le dijese otras cosas, debe dejarle el micrófono.
Entonces, esta expresión —digámoslo así— casi incontrolada de respeto a la visión del mundo, yo no sé por qué, pero lo siento incluso en la narrativa (también en A ciegas existe y en otras novelas) pero sobre todo en el teatro y especialmente en un texto que es el más violento, el más valiente, por tantas razones mías personales: La exposición, en el que aparecen cosas por las que me dejaría ahorcar antes de decirlas. Cuando el protagonista de La mostra, que es un genial pintor triestino (tomado también de la realidad), que murió loco y alcoholizado en un manicomio, dice: «hacer es inocente, ser es culpable»,