Claudio Magris. Domingo Sánchez-Mesa Martínez (Ed.)
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Volviendo ahora a la pregunta de la relación de la filología con el comparatismo. Yo creo que esta relación no es igual. Naturalmente cada uno de nosotros tiene una autobiografía, una maduración especial, diferente. Pensemos en algunos ejemplos: Arthur Rimbaud había terminado su creación a los 20 años; Theodor Fontane la comienza en realidad a los 65 y escribe sus mejores cosas casi a los 80. Pero, más allá de eso, yo creo que es siempre el objeto el que impone automáticamente sus formas. No es que uno decida, elija. Yo amo mucho este género mixto porque genera nuestra vida. Nosotros, a lo largo de nuestra jornada, somos todo: somos líricos en el momento en que contemplamos una puesta de sol que nos produce melancolía o cualquier otro recuerdo; somos épicos si narramos cualquier historia que ha sucedido a nuestro amigo o amiga; somos ensayistas si discutimos de política o sobre un libro que nosotros o algún otro ha leído; somos ambas cosas porque, si yo cuento la historia de un amigo y si este amigo ha sido (me lo invento) un comunista desilusionado, su historia política forma parte de su vida tanto como la historia de su enamoramiento; por lo tanto existen automáticamente. Por tanto la relación está impuesta siempre por aquello que en aquel momento nos golpea, nos llama la atención. Si es un problema, se convierte en un ensayo; si es un destino individual se convierte en una historia; si una contraposición, el resultado es un teatro. En realidad, yo creo que un escritor no elige nunca su forma por muy modesto que sea, no hace lo que quiere, sino lo que puede, bien o mal…
DOMINGO SÁNCHEZ-MESA: Usted siempre gustó de las historias «basadas en hechos reales», personajes históricos, protagonistas de grandes o bien anónimas vidas que luego se entrelazan en el discurso novelesco y la ficción. Su primer relato, Conjeturas sobre un sable (1984) confirma la cita de Melville: «La verdad es más extraña que la ficción» ¿Podría recordar la génesis de aquel relato, cuya anécdota histórica usted llegó a ofrecer al mismo Borges…? Y, saltando en el tiempo tres décadas, hasta esa odisea delirante que es A ciegas (2005), por momentos épica, por momentos grotesca y trágica, ¿cómo surgió y se desarrolló ese encuentro entre dos siglos de historia de revoluciones, sufrimiento y sangre, y la historia entrelazada de Salvatore Cippico y Jorgen Jorgensen?
CLAUDIO MAGRIS: Sí, en efecto, yo creo que «truth is stranger than fiction». Cada uno de nosotros sabe que en su historia, en la de su familia, en la de aquellos que conocemos, incluso en nuestras pequeñas historias y en las grandes y terribles historias existen tantos episodios bellos, feos, nobles, generosos, tramposos… que verdaderamente constituyen una materia mucho más rica que cualquier invención. Mientras comento estas cosas, se me vienen a la mente rostros, historias realmente acaecidas y extremadamente ricas que siempre me han conmovido. También porque creo que el narrar es esencialmente un modo de actuar contra el olvido, construir una pequeña Arca de Noé de papel, para salvar destinos posibles. Y también nuestra pequeña Arca de Noé cuando se trata de gente que está con nosotros… siempre existe algo… y yo siento la necesidad de narrar, de contar historias. Hace un año y medio he perdido a un querido amigo, quizás mi mejor amigo, y me entran ganas de contar qué cosas hicimos, cómo bromeábamos, que construimos, en qué nos equivocamos, etc. Y esto, naturalmente es una experiencia muy fuerte.
De hecho, la primera historia (Conjeturas sobre un sable) constituye una clave de lo antes dicho que ha recordado Domingo. Brevemente; en el último invierno de La Guerra (44-45), cuando contaba 5 o 6 años nos encontrábamos en Udine, cerca de Trieste, porque mi padre estaba gravemente enfermo, internado en un hospital —afortunadamente luego sanó— y mi madre y yo queríamos estar cerca. Udine estaba ocupada por los alemanes y aquellos extraños aliados cosacos que los alemanes habían reclutado y hecho prisioneros en Rusia durante sus primeros avances victoriosos en la Unión Soviética y a los que habían prometido un estado cosaco, privados como estaban aquellos por Stalin de cualquier tipo de identidad. Yo veía a esta gente, la verdad es que no entendía mucho, pero sí que era un ejército diferente del italiano, del alemán temido y odiado, del americano que vería poco después, etc. Era una gente siempre con caballos, también vi dos camellos, carros, familias… Todo esto me fascinó, me impresionó tanto que más tarde traté de saber más sobre ellos, sobre quiénes eran y cuál era el sentido de aquel hecho, auténtico, real, pero muy grotesco, de una grey trágica a la que los alemanes habían prometido una patria y que en los proyectos iniciales debería haberse establecido en la Unión Soviética.
Después, a medida que avanzaba la guerra (gracias a dios transcurría mal para el III Reich) en pocos meses se diseñó sobre un mapa, como en un juego de niños (pero un trágico juego), un territorio entre Trieste, Udine y Carnia con pueblos, tres o cuatro, que tenían impropiamente nombres cosacos; algo grotesco insisto que, sin duda, me impresionó. De una parte existía ese deseo auténtico de tener una patria, raíces, un lugar donde permanecer y vivir, pero ese deseo había sido pervertido tanto por la alianza con el mal por excelencia, que era el nazismo, como porque no hay nada más falso que una patria cosaca entre Trieste y Udine. Y además había algo que me impresionaba sobre todo y ahí descansa la historia: estos cosacos, al final de la contienda, estaban dirigidos por el atamán Krasnov, personaje que me fascinaba, que ya había luchado y perdido en su batalla contra los rojos en la Guerra civil de 1918-19, que había vivido la vida de cosaco en París y Berlín en el período entre las dos guerras, escribiendo, y no mal, novelones con cierto talento y que los alemanes habían rescatado del olvido y colocado a la cabeza de esta armada cosaca. Él en un pequeño hotel de un pequeño pueblo había vuelto a instaurar un pequeño ceremonial cosaco… Naturalmente él soñaba con la campaña militar, sin embargo se veía abocado a pequeñas y odiosas operaciones de quemar aldeas y poco más. Y lo que me fascinaba era esta historia borgesiana de un hombre que repite su vida, una batalla ya combatida y perdida.
Al final de la guerra, en los últimos años, estos cosacos que dirigía Krasnov lograron rechazar el acoso partisano durante el último enfrentamiento y alcanzaron a unirse a los ingleses en Austria. Los ingleses les prometieron no entregarlos a los soviéticos, cosa que finalmente hicieron. Muchos se suicidaron arrojándose al río Drava y otros fueron ajusticiados en Moscú. Tengo que decir que en este caso muchos eran desertores.
Pero, con el tiempo se identificó a este Krasnov con un viejo cosaco abatido en el último encuentro con los partisanos cerca de un pequeño río, el San Michele, que exhibía no un gran uniforme como se ve en las películas de cosacos de Hollywood, sino un uniforme de simple soldado. Ante una comisión militar mixta fue exhumado su cadáver y se identificó con Krasnov. Más tarde, al abrirse los archivos supimos con certeza que Krasnov fue ahorcado en Moscú, entregado a los soviéticos y ahorcado en Moscú en 1947. Sin embargo, a pesar de la certeza documentada de su muerte en Moscú, todavía se creía que Krasnov era aquel muerto desconocido.
También yo, y lo he escrito en un artículo en Il Corriere della Sera, he narrado esta historia (debía narrar una historia verdadera, si no Il Corriere me habría despedido…). Pero, cuando he leído el artículo, me he dado cuenta de que estaba lleno de «se fosse», «sebbene», frases condicionales, concesivas, como si yo quisiera decir al lector «Yo debo de decir esto, que Krasnov murió en Moscú, pero no creerlo al 100%». Y me he preguntado por qué también yo habría querido que Krasnov hubiese muerto aquí y no en Moscú. ¿Qué verdad