La guerra improvisada. Tony Payan
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El propio Calderón, en una entrevista concedida al diario El País en Madrid, dice: “Cuando llegué a la presidencia, su alcance era ya insostenible. Llegué al quirófano sabiendo que el paciente tenía una dolencia muy grave; pero al abrirlo nos dimos cuenta de que estaba invadido por muchas partes y había que sanarlo a como diera lugar” (Moreno, 2008).
Eduardo Guerrero, consultor y experto en temas de seguridad, señala lo siguiente: “No sé cómo [definieron el problema] pero sí lo vieron como una cuestión de fuerza, de control territorial. Entonces la estrategia… fue expandir su presencia en las zonas controladas por el crimen… Y esa idea está presente en el principal asesor de seguridad de Calderón, que es este salvadoreño que trabajó con Medina Mora, Joaquín Villalobos*1”. Calderón, sin embargo, no hace distinciones territoriales. Habla tanto de problemas específicos como de la propia viabilidad del Estado mexicano, insinuando que el problema era realmente nacional y no de unas cuantas regiones. En esa misma entrevista al diario El País, por ejemplo, Calderón considera que el Estado mismo estaba ya en peligro: “Si el Estado se define, entre otras cosas, como quien tiene el monopolio de la fuerza, de la ley, incluso la capacidad de recaudación, el crimen organizado empezó a oponer su propia fuerza a la fuerza del Estado, a oponer su propia ley a la ley del Estado e incluso a recaudar contra la recaudación [oficial]” (Moreno, 2008).
Sin embargo, hay quienes argumentan que el diagnóstico debió haber sido más preciso. De acuerdo con el profesor investigador Raúl Benítez, “Es cierto que la situación era difícil, pero no en todos lados, no con todo el mundo, no en todos los lugares”. De forma similar, Fernando Escalante argumenta que la realidad social también se construye: “Hay una construcción imaginaria del crimen organizado. Era una fantasía alimentada con información. Hay mala información por un lado y brotes de violencia por otro”.
Incluso hay quienes contradicen el diagnóstico del presidente Calderón: “Había partes que sí tenían problemas, pero no estaba el ‘Estado’ penetrado. A ver, ¿qué es el Estado? Sí, la policía estaba penetrada, pero ¿son ellos el Estado? En ciertos lugares sí se había perdido el monopolio de la fuerza. El crimen sí había crecido. Sí había una debilidad institucional para enfrentar el delito. Pero el gobierno no puede tomar los riesgos de enfrentar al crimen organizado de esa manera” (Carrillo Olea). Y Escalante, reitera que, aunque la violencia y la delincuencia eran un problema, “no era todo el país”. Escalante, como otros entrevistados, hubieran preferido un diagnóstico más matizado, enfocado en aquellas zonas del país que realmente tenían un problema serio, una estrategia de “focos rojos” en vez de una guerra generalizada.
Así pues, compiten entre los entrevistados dos hipótesis: la del país ensangrentado y el Estado asediado por la delincuencia, con su viabilidad amenazada por el crimen organizado, lo cual implicaba que se requería que el Estado se impusiese ante la delincuencia y rescatase su monopolio sobre el uso de la fuerza de las garras del crimen; y la hipótesis de los focos rojos, la cual implica que la estrategia debió haber sido una de objetivos más precisos, mediciones más exactas y objetivos más claros. Aun cuando los números sean algo supuestamente evidente, ambas hipótesis son sostenidas por distintos entrevistados y es difícil descartar la legitimidad de una sobre la otra. De nuevo, se impone la percepción sobre los datos duros.
Esto es más evidente si se considera lo que dijo el general Tomás Ángeles Dauahare, quien se desempeñó como subsecretario de la Defensa Nacional de 2006 a 2008: que la naturaleza misma de la contienda fue definida no por los datos duros, sino por la decisión de confrontar al crimen con el Ejército: “Sí había un problema, pero si utilizas las fuerzas armadas para confrontarlo, le estás dando al grupo [de la delincuencia organizada] un carácter de grupo beligerante… cuando nunca lo fueron”. En este sentido, la guerra no es necesariamente un producto de las cifras, sino de una decisión enfocada en el instrumento para lidiar con un problema emergente. Aplica entonces el viejo adagio que reza que el instrumento define al problema: para un martillo todo es un clavo.
La narrativa de la situación de la delincuencia en México es también importante a manera de contexto porque influyó mucho en la manera en que Calderón y su administración percibieron el problema y decidieron su gravedad. En la entrevista con el exgobernador de Michoacán Lázaro Cárdenas Batel, éste expuso de manera muy clara lo que él veía, lo que le preocupaba y lo que le explicó al presidente Calderón al pedir ayuda de las fuerzas federales. Un grupo en particular fue esencial en esta discusión: los Zetas. Este grupo, una vez que se desprende del Cártel del Golfo, tenía un modus operandi que influyó sin duda en la estrategia calderonista.
De acuerdo con Cárdenas Batel, los Zetas llegaban a una comunidad y buscaban exterminar al grupo criminal local —como lo hicieron con los Valencia en Michoacán—; una vez eliminado el grupo delictivo local, reclutaban a individuos o células que operaban en el territorio; luego cooptaban a la policía; y finalmente procuraban la cooptación de las autoridades locales para operar con total impunidad. Esto les permitía controlar no sólo los giros negros a los que se dedicaban, sino todo el territorio y, por supuesto, las estructuras políticas. Una vez logrado este tipo de control, comenzaban a cobrar derecho de piso a los giros negros —o negocios ilegales—, y luego, una vez afianzado su control territorial, buscaban cobrar derecho de piso a los negocios legítimos.
Esta secuencia se dio en muchos contextos: Michoacán, Guerrero, Coahuila, entre otros. Y ésta es la razón que llevó a Calderón a considerar que ya no era sencillamente una cuestión de delincuencia organizada, sino de la misma viabilidad del Estado. Los eventos como las cabezas rodando en la pista de baile en Uruapan “eran un signo de que el crimen organizado estaba transformándose”, mucho más allá de algo meramente delictivo, según afirma Guillermo Valdés Castellanos, exdirector del Cisen. Este importante contexto alrededor de la transformación del crimen organizado lo confirman observadores como Eduardo Guerrero, quien dice que “comenzaron a suceder cosas inéditas… de alto impacto… De agosto a diciembre de 2005 pasaron cosas muy delicadas, como el asesinato del jefe de la policía de Morelia frente a su familia o el asesinato de otros jefes de policías municipales”.
Es entonces cuando Cárdenas Batel pide el auxilio del gobierno federal y Calderón lanza el Operativo Michoacán, el cual resultó exitoso hasta el punto de que la administración decidió repetirlo en otras partes del país más adelante, con resultados desastrosos por lo que se refiere a violencia y violaciones de derechos humanos.
La construcción de los datos
El debate no se detiene con las tendencias delictivas o el estado de las instituciones o de la viabilidad del país como origen de la decisión del presidente Calderón de enfrentar a la delincuencia organizada con las fuerzas armadas. En el debate sobre el diagnóstico de seguridad de Calderón tampoco puede ignorarse la discusión sobre la construcción de los datos mismos.
Repetimos: pareciera que los datos son sencillos de entender, pero continúan siendo sujetos de una serie de interpretaciones importantes. Esto sorprende porque es casi como decir que un dos no es un dos; que un dos es lo que es, de acuerdo con quien lo observe. Jorge G. Castañeda, como se indicó, argumenta que los asesinatos fueron a la baja durante los años de la administración Fox.
Otros sostienen que el problema era menos serio de lo que Calderón lo había hecho parecer. Otros más aseveraron que el problema era de definición. Alejandro Hope, por ejemplo, dice que, en un momento