La guerra improvisada. Tony Payan
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La base de datos llamada “Candado” era responsable de alimentar los datos que, como su propio título lo dice, se relacionaban con las muertes ocasionadas por enfrentamientos de la delincuencia organizada: Base de Datos de Fallecimientos Ocurridos por Presunta Rivalidad Delincuencial. Éste era un grupo de contacto de alto nivel que incluía a la Sedena, a la Semar, al Cisen, a la pgr, y se coordinaba a través del Cenapi. Parecía sencillo. Pero llega lo bizantino, dice Hope, en un enfrentamiento entre los Aztecas y los Mexicles, en Ciudad Juárez, un enfrentamiento con armas blancas, “algunos decían que no era delincuencia organizada, otros que sí”.
Otro caso que apunta a la necesidad de clasificar correctamente es el de una persona que se encontró ejecutada y amarrada con cinta canela, y con un tiro de gracia en la cabeza. Al principio se consideraba que el modus operandi de ese caso era el de la delincuencia organizada y se le clasificó como tal. Pero la víctima resultó ser la esposa de un político de Sinaloa, que la había mandado matar, haciendo al asesinato parecer como del crimen organizado. Así, el caso tuvo que reclasificarse.
Sigrid Arzt, quien se desempeñó como secretaria técnica del Consejo Nacional de Seguridad de 2006 a 2009, confirma la confusión sobre este caso y lo utiliza para ilustrar lo que cuenta como una consecuencia de la estrategia y lo que no cuenta. El caso de la esposa del político sinaloense, según Arzt, había recibido atención particularmente porque la occisa era miembro de una familia amiga del presidente. Y, aunque inicialmente se pensó que era víctima de la delincuencia organizada, resultó que el motivo del asesinato había tenido que ver con una relación que la víctima había sostenido con un policía judicial. Hubo otros casos confusos también, pero el incidente de esta mujer es ilustrativo porque muestra que la construcción de los datos siempre fue un problema serio y que no es sencillo llegar a consensos claros y directos sobre los datos que son consecuencia directa de una política pública. En realidad, cada caso es único y merece ser estudiado cuidadosamente antes de ser clasificado. El problema de la construcción de los datos tampoco ha sido resuelto en México hasta el día de hoy.
Los datos fueron también objeto de otras dos controversias entre los entrevistados. Una tiene que ver con la obsesión con los homicidios dolosos: la eterna tentación de resumir un problema complejo a un punto sencillo, quizá no muy diferente de la manera en que el presidente Donald Trump enfoca todo el tema de la seguridad fronteriza sobre la construcción de un muro. Evidentemente, los números de homicidios dolosos fueron altos y poco a poco se extendieron por más municipios del país (Calderón, Rodríguez Ferreira y Shirk, 2018). La obsesión por los datos sobre homicidios dolosos se convirtió incluso en el pivote sobre el cual giraban muchas de las decisiones del equipo de seguridad y del propio presidente Calderón.
En este sentido, Óscar Aguilar, profesor universitario cercano a la administración calderonista, dijo que “muchas decisiones se tomaban con base en las mediciones de los muertos… Se compilaban en la mesa los datos [sobre los muertos]… que era un trabajo de todas las agencias… se tomaban decisiones”. La obsesión llegó a los medios y al público. “Varios medios de comunicación comenzaron sus propias bases de datos: Milenio, Reforma (Aguilar). Esto lo confirma Sarukhán, quien expresa en una frase ya citada que “el debate se centra en los homicidios, pero la realidad es que el cáncer era institucional”. Lo cierto es que el gobierno estaba perdiendo el debate público precisamente porque la medición de la estrategia de seguridad se enfocó de manera singular en el número de homicidios.
Por parte del gobierno, el caos llevó a tomar la decisión de que Alejandro Poiré recogiera todos los datos de todas las agencias gubernamentales y consolidara una sola base de datos. La base “era buena, pero insostenible” porque no había una definición universal para clasificar los datos (Aguilar). Los ajustes a la base de datos “se daban sobre la marcha, pero eran improvisados… la estrategia parece haber sido improvisada, al igual que los operativos” (Aguilar). Claramente, la administración de Calderón llegó también sin los instrumentos de medición de la delincuencia organizada o formas consensuadas de medir los resultados de su asalto al crimen organizado.
Esto ocasionaría muchos dolores de cabeza a la administración, y no es algo de lo cual la administración del presidente Peña Nieto estuvo exenta. Evidentemente, si no hay consenso sobre los métodos de medición, no se pueden evaluar de manera certera y no se pueden hacer ajustes a una política pública. Esto no deja de ser importante hoy, porque tampoco hay señales de que la administración del presidente López Obrador haya llegado con una visión mucho más clara sobre cómo medir su estrategia de seguridad y sus resultados, lo cual necesariamente impedirá calibrar y corregir la política.
La otra controversia tiene que ver con los demás números resultantes de la estrategia calderonista. Para finales del sexenio se tenía ya una impresión de que hubo muchos otros datos a los cuales no se les prestó la misma atención, incluyendo el grave problema de los desaparecidos. William Booth, del Washington Post, escribió el 29 de noviembre de 2012 que la pgr tenía una lista de más de 25,000 desaparecidos, pero que el gobierno había fallado en mantener esta lista de manera transparente y confiable (Booth, 2012).
Finalmente, hubo también una controversia importante sobre la naturaleza de los muertos. Sin abundar mucho en este tema —fundamentalmente porque en este capítulo hablamos del contexto— el presidente Calderón afirmó en abril de 2010 que noventa por ciento de las muertes atribuidas al crimen organizado correspondía a sicarios, cinco por ciento a policías y cinco por ciento a la población civil. Esta aseveración levantó una importante serie de críticas en su contra por su conteo de los muertos, de tal manera que tuvo que recular. Quizás el presidente no se equivocaba en los números brutos o en las características de los fallecidos, pero su aseveración mostró un alto grado de insensibilidad que tuvo un gran costo político. Muchos lo criticaron por considerarlos prácticamente daños colaterales o, peor aún, gente cuya vida poseía un valor menor por ser delincuentes.
Todo esto indica que el diagnóstico mismo tuvo cortes de objetividad —el problema de seguridad con todas las controversias alrededor de las cifras delictivas—, pero también de percepción —el problema de qué tan extendida estaba la inseguridad en el territorio nacional y la naturaleza cambiante del crimen organizado—, y finalmente de política —la lealtad al presidente durante sus momentos más difíciles. Este último tema se aborda a profundidad más adelante.
A todas estas aproximaciones se enfrentó el presidente Calderón desde un principio y nunca pudo deshacerse de ninguna de ellas. Lo que es cierto, al final de esto, es que la construcción de los datos siempre fue polémica —de principio a fin— y Calderón nunca pudo resolver este problema. Además de que, como dijo Hope, no sabemos “qué llega primero, el problema o la solución”, insinuando que a veces el problema se construye a partir de una solución preferida y a veces la solución se improvisa con base en un problema del cual apenas se cobra conciencia. Jorge G. Castañeda lo reitera: “Nunca se sabrá si la violencia fue causada por la guerra o la guerra por la violencia”.
Esta lección es clave para el México de hoy y para su futuro porque aquí sigue habiendo una visión momentánea, llámese sexenal, en la política pública, con una profunda falta de entendimiento sobre la diferencia entre responder a un problema en el corto plazo y los propios intereses de Estado que trascienden o deben trascender un sexenio. Entre los entrevistados, por ejemplo, hay la sensación de que en Estados Unidos los intereses de Estado se sostienen a lo largo de los periodos presidenciales, independientemente del partido que ocupe la Casa Blanca. No así en México. Un presidente puede llegar y desechar instituciones simplemente por resentimiento, o dar virajes en la política pública cuyo ritmo de cambio sólo puede debilitar a las instituciones o crear mayor incertidumbre, todo mientras un problema público crece.