Los reinos en llamas. Sally Green

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Los reinos en llamas - Sally  Green Los ladrones de humo

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combatir contra ellos —recordó que la gente decía que parecía malvado cuando hablaba abasco, así que continuó en su antiguo idioma—: Y yo cometí un error y debo hacer lo que pueda para remediarlo, incluso si es en vano, incluso si muero.

      Marcio miró en dirección de Abasca, las colinas oscuras contra el cielo. Podría haber tenido un hogar en esas colinas y vivido una vida pacífica, si no hubiera sido por el rey Aloysius y los hombres que luchaban para él. Y si no hubiera sido por el príncipe Thelonius y su traición. Ambos hermanos se odiaban, pero juntos habían causado la muerte de la familia de Marcio, de todo su pueblo. Habían destrozado por completo su vida y apenas conseguía imaginar lo que habría podido ser. Nunca recuperaría eso. Lo único que podía hacer era vivir cada día e intentar hacer lo que era correcto. Haría lo que pudiera para ayudar a Edyon. Él era la única persona leal con la que contaba ahora.

      Mientras miraba hacia las colinas, Marcio vio un tenue punto de luz. Se puso en pie, al tiempo que observaba cómo aparecían otras dos luces. ¿Fogatas?

      Sam se irguió junto a Marcio.

      —¿Crees que son ellos?

      —No lo sé, pero si nosotros podemos verlos, ellos pueden vernos —Marcio pisoteó su propio fuego para apagarlo—. Iremos allá cuando amanezca. No creo que sea buena idea deambular por un campamento ajeno en medio de la oscuridad.

      Sam sonreía de la emoción.

      —Mañana a esta hora ya nos habremos enlistado en su ejército.

      —Esperemos que acepten nuevos reclutas.

      —Todo ejército los busca.

      Esperemos que me acepten a mí.

      Partieron al alba. A media mañana encontraron los restos de las fogatas que habían visto en la noche, pero todos los chicos —si es que eran ellos— ya habían partido.

      Sam caminó alrededor, mirando el suelo.

      —Estoy seguro de que son ellos. Había mucha gente aquí y, mira, han dejado huellas en esa dirección.

      —Sí, es curioso que lo hayan hecho. Y la forma en que encendieron fogatas para que nosotros las viéramos. Casi como si quisieran que los encontráramos.

      Pero Sam ya estaba siguiendo el rastro. Marcio se apresuró tras él, revisando todo el tiempo a su alrededor. Pronto entraron en un estrecho y boscoso valle tranquilo y silencioso. Continuaron caminando junto a una corriente, avanzando a un ritmo lento pero constante, hasta que Sam se detuvo de manera abrupta y señaló a su izquierda.

      La silueta de un jovencito se recortó contra el horizonte. Apuntaba con su lanza a través del valle, y pronto apareció otra silueta sosteniendo una lanza. Ambos soltaron gritos cortos y rápidos y descendieron a toda prisa por las laderas del valle. Era algo peligroso y estúpido. Tropezarán y se romperán el cuello, pensó Marcio.

      Pero no sucedió. En lugar de ello, el chico de la derecha saltó desde una roca, girando en el aire y colgando boca abajo, dando la impresión de que aterrizaría sobre la cabeza.

      Sam jadeó.

      En el último segundo, la silueta se enderezó, aterrizó sobre sus pies y aceleró hasta el extremo opuesto del valle. El otro chico saltó hacia abajo, haciendo una voltereta en el aire, y luego también salió corriendo. Un momento después, ambos se habían desvanecido a lo lejos.

      —¿Viste a ese joven a la derecha? ¡Era casi como si estuviera volando! ¡Cuánto daría por hacer lo mismo!

      —Nos uniremos al ejército, no al circo, Sam.

      —Lo sé. Lo sé, pero de igual forma, se veían geniales —Sam partió tras los chicos—. Creo que nos están mostrando el camino a seguir.

      Marcio miró hacia atrás y vio a otro chico en lo alto, a un costado del valle. Tenía la sensación de que ahora no habría vuelta atrás. Pero casi de inmediato Sam se detuvo.

      —Maldición. El rastro se dirige a aquel acantilado.

      —Tendremos que encontrar otra forma —Marcio miró a su alrededor y recordó algo. El silencio y la quietud: era como si estuvieran siendo observados. No, no era solamente que estuvieran siendo observados. Era la misma sensación que cuando los hombres del alguacil los habían estado siguiendo a él, a Edyon y a Holywell. Justo como cuando mataron a Holy­well con una lanza. Nada pasaba. Ni una hoja se movía, ni una sola ave cantaba.

      Nada.

      Tal vez, Marcio sólo estaba imaginando todo.

      Pero entonces escuchó un ave.

      No, no era un ave: era un sonido de aleteo.

      Sam gritó y sujetó a Marcio, lo jaló hacia un costado mientras una lanza perforaba el suelo a un paso de distancia. En la punta de la lanza había un trozo de tela. Aleteando mientras la lanza volaba por el aire había producido aquel peculiar sonido. En la tela estaba la figura con la cabeza de un toro.

      Desde la izquierda de Marcio llegaron más sonidos de aleteo.

      Marcio jaló a Sam hacia atrás en el instante en que otra lanza con una bandera se clavaba en el suelo donde éste había estado.

      Luego llegó desde atrás otro sonido de aleteo. Ahora fue Sam quien empujó a Marcio a un costado mientras una lanza aterrizaba a los pies del primero.

      Avanzaron hacia el acantilado. Más lanzas siguieron cayendo durante todo su trayecto. Los estaban obligando a trepar la pared rocosa.

      —Necesitamos llegar arriba. Eso es lo que quieren que hagamos —Marcio encontró un asidero en el acantilado y comenzó a subir. Sam lo siguió.

      Los asideros se hacían cada más difíciles de alcanzar a medida que Marcio trepaba. Y entonces se sintió totalmente expuesto. En cualquier momento, los chicos podrían arrojarle una lanza a la espalda. Su vida estaba en manos de ellos.

      Marcio maldijo, aunque siguió subiendo hasta que sus dedos alcanzaron la cima del acantilado. Las piernas le temblaron por el esfuerzo al extender la mano. Palpó a su alrededor, encontró un pequeño asidero y con un esfuerzo desesperado se impulsó hacia arriba.

      Parado frente a él, en la cima del acantilado, había un jovencito, no mayor que él mismo e igual de delgado, aunque sus brazos desnudos eran musculosos y nervudos. Llevaba un chaleco de cuero con una insignia roja y negra, representando la cabeza de un toro, cosida a la altura del corazón. Y pegado a su cinturón encurtido, había una botella envuelta en piel, con una hendidura que revelaba una astilla de un brillo púrpura. Lo más importante era que el chico sostenía una lanza, que ahora bajó para que su afilada punta quedara a un palmo del ojo derecho de Marcio.

      —Ojos plateados. ¡Lindos! Pensé que ustedes, los abascos, estaban todos muertos o eran esclavos.

      —Pensaste mal.

      —No es la primera vez —y el chico bajó su lanza y extendió la mano—. Déjame ayudarte.

      Marcio ignoró el gesto, no confiaba en el chico, y tomó impulso para trepar por su cuenta.

      —Hermoso día para escalar un poco. Por cierto, mi nombre es Rashford.

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