El peronismo de Cristina. Diego Genoud

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El peronismo de Cristina - Diego Genoud Singular

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contra el kirchnerismo, en primer lugar, y contra las distintas variantes del peronismo, en segundo. Pero una vez aterrizado en la Casa Rosada se mostraba dispuesto a gobernar con un tipo específico de peronismo, el que huía despechado de la sombra del populismo.

      Obligado por la Corte Suprema que lideraba Ricardo Lorenzetti, el presidente se vio forzado de entrada a ceder recursos de coparticipación a los gobernadores y comenzó con un proceso de devolución de fondos que le garantizaba el voto del PJ para las leyes más dudosas en el Congreso. A ojos de la Rosada, el rezagado Massa se había alzado con la jefatura del peronismo y no era prematuro sino pertinente presentarlo como tal en el Foro de Davos. Hasta Joe Biden, entonces vicepresidente de Barack Obama, era capaz de prestarse para la farsa. Refundacional como se creía, el macrismo proyectaba una película taquillera en una avant-première restringida a los entusiastas del Círculo Rojo.

      Puertas adentro, sin embargo, la nueva alianza estaba dividida y resolvía sus discrepancias en la práctica. Mientras la base social de Cambiemos se parecía a Peña y a Carrió, era irreductible en su antiperonismo y se proponía arrasar con toda forma de oposición, la dirigencia política buscaba negociar una transición con el PJ que se ofrecía en disponibilidad. En eso coincidían, dentro de la coalición gobernante, no solo Frigerio y Monzó. También Rodríguez Larreta, Vidal, Sanz y los gobernadores radicales. A un lado y al otro de la polarización, había un lenguaje común en el arte de la negociación y pesaba la ilusión de regresar al bipartidismo de los grandes acuerdos. Formateado en las tesis de Durán Barba, Peña hablaba en cambio de un “animal nuevo” en la política, dispuesto a romper con todo lo anterior. Para el dúo que flanqueaba al ingeniero, decían los políticos de Cambiemos, el macrismo era el siglo XXI, el peronismo permanecía anclado en el siglo XX y el radicalismo iba de regreso a sus orígenes, en el siglo XIX. Las formas antagónicas de razonamiento rápidamente entrarían en colisión, con vencedores y vencidos.

      El año 2017 fue excepcional. Después de un 2016 de devaluación, tarifazo, cierre de empresas y caída de la actividad, Macri tuvo el único año de crecimiento de los cuatro en que gobernó y los indicadores oficiales daban argumentos al optimismo amarillo. Asomaba una recuperación a la que no se pedía credencial de solidez. Aun con una oposición importante en las calles, el oficialismo se confirmaría en las urnas con una vitalidad envidiable. Cambiemos ganaría en catorce provincias y dejaría por primera vez a Cristina Kirchner asociada en forma personal con la derrota, y en el territorio madre de todas las batallas. El gobierno no solo venció a su archienemiga en las elecciones generales. Además, ganó en la Córdoba de Schiaretti, en la Salta de Urtubey, en la Santa Cruz de Alicia Kirchner y perdió –de milagro– en la San Luis de los Rodríguez Saá después de un triunfo apabullante en las primarias. La celestial María Eugenia Vidal no se conformó con someter a la expresidenta en su fortaleza inexpugnable; además ganó en ciento un municipios de la provincia de Buenos Aires y se perfiló como una amenaza para todos los intendentes en el histórico bastión del peronismo. Subestimado por sus rivales y juzgado con desconfianza por el poder permanente, Cambiemos se revelaba como un actor preponderante del sistema de partidos y se preparaba para quedarse por un largo tiempo como parte del paisaje de la política argentina. Eso parecía, eso se pedía. Hasta el escéptico Monzó reconocía por entonces que Peña y su círculo de obsecuentes se habían “recibido de políticos” y pensaba –como más tarde admitiría– que el cristinismo quedaría reducido a las cenizas de un testimonio.

      Las réplicas de la victoria nacional de Macri impactarían en todas las zonas del PJ. De íntima relación con Frigerio, la mayor parte de los gobernadores que pasaban por su despacho, en la planta baja de Balcarce 50, lo reconocían sin reservas: el problema ya no era Cristina, ahora veían peligrar la estructura de su propio poder territorial. Lo que se había iniciado con el juego de la polarización y con el kirchnerismo convertido en el demonio al que era mejor no acercarse había derivado en un torbellino que amenazaba con llevarse puestas todas las tribus del justicialismo, se llamaran como se llamaran y habitaran donde habitaran.

      El ministro del Interior tenía un mapa en el que clasificaba a los gobernadores. Era una taxonomía que no solo establecía preferencias y trazaba perfiles más o menos dialoguistas: mostraba que la nueva generación de dirigentes empatizaba fuerte con el evangelio del macrismo y que los más rebeldes y menos dispuestos a adaptarse a la era Cambiemos eran los viejos. Visto así, la maduración de un seleccionado del PJ nacional abierto a la transformación que proponía Macri era cuestión de tiempo y lucía inevitable. Si el proyecto de los CEO era validado desde la gestión, lo viejo iba a terminar de morir. No eran solo Urtubey y Schiaretti. Gustavo Bordet, de Entre Ríos; Domingo Peppo, de Chaco; Sergio Uñac, de San Juan, y Rosana Bertone, de Tierra del Fuego, figuraban en la lista de los racionales con los que era posible utilizar el mismo diccionario.

      En el otro extremo, los veteranos eran los más díscolos. Con ellos no se podía contar: la hermana de Kirchner desde la cuna del Frente para la Victoria; Alberto Rodríguez Saá desde la República de San Luis; Gildo Insfrán desde el feudo de Formosa y Carlos Verna desde la impenetrable La Pampa conformaban un bloque heterogéneo que se unía en el espanto ante la soberbia del macrismo. Entre un grupo y otro, se mantenía a flote, equidistante, un archipiélago de saltimbanquis entre los que asomaba con fuerza el poderío de Juan Manzur. El gobernador de Tucumán estaba apalancado por un grupo de empresarios poderosos, exhibía una conexión envidiable con la comunidad internacional de negocios –que incluía el lobby judío en Nueva York– y era asesorado por el inoxidable Carlos Corach. Mientras Pichetto y Massa querían sentarlo a la mesa del peronismo moderado, Schiaretti y Urtubey lo rechazaban con recelo (véase el capítulo 6, “El peronismo sin medio”).

      Macri pisaba en ese mosaico de bordes irregulares a través de Frigerio y Monzó. Como reverso del sermón público del presidente que se quejaba de los setenta años de atraso y aludía a la extorsión de sectores del PJ, el mensaje reservado del ala política era de pura apertura: “Vengan, no se queden afuera”, les decían. La reactivación económica y la consagración electoral permitían alimentar el sueño de un espacio amplio, capaz de combinar su base de antiperonismo rabioso con una puerta de servicio que se abriera para el ingreso discreto del peronismo en las provincias. Ese PJ moderado ya formaba parte de Cambiemos de manera individual, vivía en la historia personal de sobrevivientes como Rodríguez Larreta, Diego Santilli, Federico Salvai o Cristian Ritondo; estaba diluido en los bloques de la alianza en el Congreso o se presentaba de manera vergonzante en colaboradores de Macri que hacían autocrítica por haberse dejado llevar, allá lejos, por la tentación peronista. Sin embargo, ahora Frigerio les ofrecía ser la cara del oficialismo en las provincias y encabezar las boletas de candidatos a intendentes y gobernadores.

      La lista circulaba, discreta, con la venia de Peña y Macri, pero no se reconocía ni por un instante como parte de una política más amplia que incluyera al peronismo como socio pleno de Cambiemos. Gustavo Sáenz en Salta, Domingo Amaya en Tucumán, Claudio Poggi en San Luis, Alberto Paredes Urquiza en La Rioja, Marcelo Orrego en San Juan, Raúl Jalil en Catamarca y Adrián Bogado en Formosa eran parte de la quinta columna que el ministro del Interior presentaba, un año antes de las elecciones, para pelear contra el peronismo desde adentro. Sus nombres eran desconocidos para el Círculo Rojo y estaban ausentes de la discusión pública, pero pesaban en las provincias y generaban un malestar fuerte en los socios radicales del presidente. Macri los adoptaba, pero con una coartada: eran peronistas con gestión y sin prontuario.

      Toda esa fantasía, que activaba las endorfinas de los más ambiciosos en la nueva alianza, duró apenas unos meses. El auge y la decadencia sobrevendrían casi sin escalas. Impulsado por el contundente triunfo en los comicios y la presión de grupos de poder que nunca participan en las elecciones, a fines de 2017 el presidente inauguró la consigna del reformismo permanente y se lanzó a conquistar un paquete de leyes que pecó tanto de ambicioso como de improvisado, la peor combinación.

      Con una nueva fórmula que tenía como

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