El peronismo de Cristina. Diego Genoud
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El peronismo de Cristina - Diego Genoud страница 12
Vamos Menem
A los 87 años, Remo Costanzo todavía se acuerda. El 21 de diciembre de 1985, Carlos Grosso, Carlos Menem y Antonio Cafiero viajaron a Viedma para lanzar la Renovación Peronista, en reconocimiento a su Corriente de Opinión Interna. Enfrentado a la lista celeste del peronismo ortodoxo que comandaba Franco –de quien había sido secretario de Planeamiento–, Costanzo logró seducir a Pichetto a mediados del gobierno de Raúl Alfonsín, después de una visita a Sierra Grande que hizo con Grosso, el político brillante del que hablaban todos en los años ochenta y que fue devorado por el fuego de la corrupción durante la saga del menemismo. Aunque lo había enfrentado en el amanecer de la democracia, Costanzo comenzó poco a poco a ser una referencia para Pichetto a nivel provincial y le abrió un camino nacional a partir de 1989. Ya entonces, el futuro senador buscaba un norte propio desde la Patagonia más hostil y sentía una devoción profunda por Menem. Los testigos coinciden: se trataba de una especie de enamoramiento que nació en el instante mismo en que el riojano de las patillas lo visitó en Sierra Grande, en 1987, y que lo llevó a apoyarlo en la interna contra Cafiero en la que todo el peronismo de Río Negro se paraba del lado del bonaerense. Por presión del riojano y con una intervención clave de Eduardo Duhalde, en 1991 Pichetto se alzó con la conducción del PJ provincial y Sodero Nievas fue designado candidato a gobernador en lo que terminó siendo la peor elección del peronismo que se recuerde en Río Negro.
A Pichetto lo cautivaron de entrada el liderazgo naciente, el carisma inigualable y la posibilidad de ligarse a un dirigente con una ambición única de poder. Su arribo a Buenos Aires, en 1993, se daría en pleno auge del menemismo y le permitiría enrolarse como parte de una línea fundadora leal al presidente que emergía desde el sur. En el Congreso, el señor gobernabilidad iniciaría su carrera más destacada, aprendería las reglas y los trucos del oficio parlamentario y trabaría relaciones intensas como la que todavía hoy conserva con Alberto Pierri, presidente en ese entonces de la Cámara de Diputados que se reciclaría, más tarde, como cableoperador y dueño de medios.
En 1998, Pichetto comprobó que su devoción por Menem era correspondida. Lo cuenta el periodista Gabriel Sued en su libro Los secretos del Congreso.
Cuando abrió los ojos, en una cama del Hospital Italiano, a Pichetto le dolía todo el cuerpo. Eran las 21:30 del 24 de diciembre de 1998. Dos días antes, el entonces vicepresidente del bloque de diputados del PJ había quedado al borde de la muerte, por un accidente en la ruta 3, a la altura de Mayor Buratovich, una localidad del sur de la provincia de Buenos Aires. El auto que manejaba, desde Río Negro, chocó de frente contra un tractor, que se cruzó de carril, después de esquivar una zanja. Viajaban con él su esposa y su hija, que también salvaron sus vidas de milagro. Los bomberos los rescataron entre los hierros retorcidos y los llevaron al hospital Penna, de Bahía Blanca. Al día siguiente, los trasladaron a Buenos Aires. Todavía medio dormido por efecto de los calmantes, Pichetto parpadeó varias veces cuando vio quién estaba sentado, en silencio, a un costado de la cama: el presidente Carlos Menem. Había llegado una hora antes, pero frenó a la enfermera cuando ella quiso despertar al paciente. Le pidió que lo dejara dormir.
–Presidente, ¿qué hace acá? Hoy es Navidad.
–Tranquilo, chango, ahora me voy a comer con Zulema.
Unos años después, cuando el menemismo entró en declive y el expresidente quedó detenido en la quinta de su amigo Armando Gostanian, Pichetto fue uno de los incondicionales que no cedió al fin de ciclo y jamás dejó de visitarlo.
Costanzo, el senador que sería procesado en la causa de las coimas en el Senado durante el gobierno de Fernando de la Rúa, aterrizó en la Cámara Alta durante el primer mandato de Carlos Menem y fue reelecto de manera ininterrumpida hasta 2001. Así como la gobernación se le negó en tres oportunidades –la última, en 1995, cuando perdió por quinientos votos–, el Congreso se convirtió en su zona de confort: solo el escándalo por la reforma laboral que intentó aprobar el proyecto extinto de la Alianza le puso final a su carrera política. Que justo en ese momento haya asomado la estrella del Frank Underwood argentino es lo que habilita a algunos devotos del rencor a decir en Río Negro que Pichetto “es hijo de la Banelco”. Lo mismo sucede con Soria padre, el otro dirigente importante de la provincia que surge en la escena nacional a partir del gobierno de Duhalde. Por ese expediente, que finalmente quedaría en la nada, una generación de políticos fue eyectada del poder de manera prematura. Defensor irreductible de la clase política ante la guillotina espuria de Comodoro Py, el senador rionegrino sería, sin embargo, uno de los grandes beneficiados de aquella depuración forzosa.
La maldición
Hubo solo un gobernador del PJ que accedió al poder en Río Negro desde que la provincia fue creada en 1955. El mendocino Mario Franco estuvo a cargo de ese territorio esquivo entre 1973 y 1976, y dejó una herencia que todavía hoy es materia de discusión. En el haber, algunos destacan un Plan de Salud considerado modelo y, en el debe, otros recuerdan la persecución a los militantes de la Juventud Peronista. Aunque el mandatario había designado como jefe de la Policía a Benigno Ardanaz, un comandante de Gendarmería acusado de ser miembro de la Triple A, el golpe militar lo incluyó en la lista de peronistas desplazados del poder y lo mantuvo detenido primero en Viedma, durante un año, y después en un hospital provincial, durante dos años más. Fue el comienzo del fin para los epígonos de Perón. A partir de 1983, el radicalismo ganó casi todas las elecciones en el distrito de Pichetto y el único que logró romper el maleficio a medias fue Carlos Soria. En 2011, el exjefe de la SIDE de Eduardo Duhalde gobernó menos de un mes, hasta que fue asesinado por su esposa, Susana Freydoz. Dicen en el partido que el peronismo vence siempre las elecciones para presidente pero pierde de manera irremediable para gobernador. Le pasó a Martín Soria en 2019, cuando obtuvo más de cien mil votos menos que la fórmula de los Fernández, y a la lista de senadores y diputados provinciales, que quedaron catorce puntos abajo del 58% que obtuvo la boleta de Alberto y Cristina. Por razones buenas o malas, los rionegrinos prefieren a los dirigentes del PJ que no tienen actuación en la provincia.
Esos antecedentes le permitieron al senador Pichetto argumentar que existía una maldición que lo precedía y licuar así sus culpas por haber desperdiciado el largo ciclo del kirchnerismo en el poder. O descargar, como hace todavía hoy, frustrado en su máxima aspiración, todo su resentimiento en la figura despótica de Cristina Fernández. En el origen de tantas amarguras está la histórica división del peronismo, que cambia de nombres pero se mantiene hasta hoy: por un lado, los hijos del exgobernador Soria, Martín y María Emilia; por el otro, La Cámpora, con el actual senador nacional Martín Doñate, y finalmente, la corriente que responde a Pichetto. La diáspora rionegrina lleva tantos años y está tan arraigada que radicales astutos como Raúl Baglini soñaban con que Macri lograra nacionalizar en su beneficio el modelo en las elecciones de 2019, con un PJ astillado en dos o tres facciones. No solo no sucedió, sino que, al revés, fue el expresidente quien forzó la confluencia más amplia de los unidos por el espanto.
El reincidente
Por lo menos dos veces Pichetto tuvo la posibilidad de ser gobernador, pero no pudo. La primera fue en 2007 cuando, según cuentan en la provincia, tenía todo para ganar y cometió el error de no cerrar un acuerdo con el Partido Provincial Rionegrino (PPR), un pequeño sello con capacidad de inclinar la balanza en votaciones reñidas. La (mala) suerte quiso que la negociación fuera en Viedma en horas de la mañana, el momento más difícil del