El peronismo de Cristina. Diego Genoud

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El peronismo de Cristina - Diego Genoud Singular

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menor de los Moyano habían abandonado el Frente Renovador. También los massistas bonaerenses, como el manodurista Jorge D’Onofrio, que habían virado del antikirchnerismo visceral al pragmatismo puro. Asesorado por el catalán Antoni Gutiérrez-Rubí, Massa no tenía otra opción más que sumarse al Frente de Todos, pero se esforzaba por conseguir una rendición digna y exhibía una prioridad: presentar el acuerdo de manera tal que no se tratara de un regreso al kirchnerismo. Vital para asimilar la nueva etapa, la idea de una nueva mayoría en un armado más amplio para vestir el tránsito de regreso al peronismo cristinista fue respetada por Fernández y aceptada por el espacio.

      Massista de la primera hora, después de poner todo durante seis años para construir la avenida del medio, el bonaerense Juan José Amondarain no compró la operación unidad. Con un mensaje en Twitter, entre la decepción y la ironía, el exsenador bonaerense que ya militaba junto a Lavagna destripó el movimiento de su exjefe: “Hoy me quedó claro que el massismo fue el camino más largo para ir del kirchnerismo al kirchnerismo”, escribió. Primero en responder con otra metáfora impiadosa, desde Twitter, el Coronel Gonorrea agregó: “La ancha rotonda del medio”.

      Como sea, el peronismo había logrado una reunificación de lo más trabajosa después de seis años y se encaminaba a recuperar el poder en una alianza heterogénea. Extremos de una polarización que se vendía como inmutable, Macri y Cristina habían desencadenado el proceso de convergencia que las encuestas de la Casa Rosada y los analistas del establishment ignoraban o minimizaban. El presidente, con un gobierno que hermanaba en el espanto a una legión de perdedores y presionaba sobre la dirigencia del PJ. Su antecesora, con una decisión fulminante que ofrecía un puente hacia la unidad y preservaba para ella una cuota de poder esencial. Fernández, el vértice de la coalición que comenzaba a edificarse, estaba destinado a ver cumplida gran parte de sus profecías. Por un lado, la preeminencia de CFK en cualquier armado opositor que tuviera chances de ganarle las elecciones a Cambiemos. Por el otro, la unidad que, según decía el futuro presidente, se iba a dar de manera irremediable. ¿Cuándo? “Cuando el último caprichoso deje de lado el enojo y se resigne a que no tiene destino”. Finalmente, el aspecto menos pensado: el “quilombo” que Cristina le había presentado a Felipe como objeción, la crisis que Macri había incubado de manera irresponsable, le iba a estallar al profesor de Derecho Penal y lo iba a poner ante la prueba más difícil de su vida.

      3. El liberado

      El presidente Macri en una reunión de Gabinete ampliado, con el senador Miguel Ángel Pichetto y la gobernadora María Eugenia Vidal, el 4 de noviembre de 2019.

      Ramón Hernández miró a Miguel Ángel Pichetto y le dio una noticia de esas que duelen en el alma. “Miguel, el presidente es peronista. No te va a acompañar”, le dijo. El jefe del bloque de senadores del PJ había ido a visitar al secretario privado de Carlos Menem para convencerlo de la necesidad de dar el salto hacia las filas de Cambiemos. Pero la respuesta no fue la esperada.

      Más de dos décadas después del eclipse menemista, Hernández era el operador todoterreno que acompañaba al expresidente a sol y sombra. No solo se movía con sigilo en el edificio del Congreso y les encargaba a los senadores del PJ que cuidaran al expresidente en el recinto: además, negociaba y tomaba las decisiones en línea con los deseos de su jefe.

      Pichetto venía de consumar un golpe que sería, por algunos días, el sueño húmedo del Círculo Rojo. A pocas horas del cierre de listas para las elecciones en las que Mauricio Macri se jugaba su sobrevida, la incorporación de un peronista de larguísima trayectoria a las filas de un oficialismo en declive abría paso a la ilusión de una remontada histórica. Con Pichetto, se decía, el peronismo se partía en dos y el competitivo Macri era aún más poderoso. Con él, los operadores del mercado recuperaban la ilusión.

      Menemista irreductible, kirchnerista sufriente, garante esencial de la gobernabilidad amarilla y constructor sin insumos de un peronismo republicano, el senador rionegrino había terminado su vía crucis de moderación en las puertas de la Casa Rosada. Rogelio Frigerio, Ernesto Sanz y hasta Carlos Grosso habían tomado parte en los preparativos de un acto consagratorio que no era más que una consecuencia lógica, producto de la convicción. Convencido de que el PJ debía pararse en las antípodas de Cristina Fernández de Kirchner, Pichetto entró solo, finalmente, al frío edificio del macrismo. La promesa que le había hecho a Frigerio de sumar un bloque de cuatro o cinco senadores a las filas de Cambiemos se desvaneció a poco de andar. A pesar de sus amagues, ni el senador por Corrientes Carlos “Camau” Espínola, ni los sobrevivientes Juan Carlos Romero y Carlos Reutemann se plegarían al viaje de Miguel. Al final de una carrera en la que perdió su poder y quedó arrumbado en el folclore de la política, solo el zigzagueante Adolfo Rodríguez Saá estaba dispuesto a ser parte de un teatro que duraría apenas dos o tres meses.

      Dolía. En boca de Ramón Hernández, el pronunciamiento discreto de Menem era un síntoma lapidario de un movimiento que no tenía plafón dentro de las filas del peronismo. Poco después de amargarle la jornada a Pichetto, el secretario privado del expresidente se encargó de comunicar la decisión a cada uno de los miembros del bloque astillado del PJ en el Senado. Si el límite del viejo Menem era el desgastado Macri o si su vara era la política, es materia de interpretación. Pero no estaba dispuesto a tanto en un momento en que las distintas corrientes del peronismo volvían a confluir detrás de la fórmula de los Fernández. Para el interlocutor principal de Macri en el Congreso, era un golpe al corazón. Un año antes, cuando Pichetto lanzaba una candidatura a presidente que solo tenía como fin explicitar sus ganas de ser parte de una fórmula, el riojano había escoltado a su discípulo en el Salón Arturo Illia del Senado. “Lo aliento al querido amigo y hermano, senador Pichetto, a que no afloje, siga y continúe, porque va a seguir triunfando. Y si él se lo mete en el alma, en el cuerpo, va a llegar a la presidencia de la nación. No tengo ninguna duda”, había dicho Menem. El político nacido en Banfield y criado en Río Negro le había correspondido con un elogio sincero, producto de un amor que no se extinguía. “Un hombre que luchó con sus convicciones, su visión, y, fundamentalmente, un político. Él inventó todo”, había afirmado el jefe de los senadores del PJ. En el umbral de los comicios que se suponían los más reñidos desde el regreso de la democracia, tanta camaradería resultaría inútil.

      Con un cuarto de siglo en el parlamento, Pichetto era un oficialista permanente a las puertas de una transformación inédita. La derrota del peronismo kirchnerista, a fines de 2015, lo había elevado a la cúspide de su carrera política y, a poco de andar, el macrismo lo había consagrado en un rol esencial y distinguido que superaba todos sus antecedentes. Mientras los perdedores del ex Frente para la Victoria sufrían y maldecían la inclemencia del despoder, Pichetto se destacaba como emblema de un peronismo del orden que podía acordar con Macri las líneas directrices del país por venir. Con prescindencia de sus cuatro décadas de militancia en el peronismo, resultaba una consecuencia natural que terminara como compañero de fórmula del presidente. Durante cuatro largos años, el jefe del bloque de senadores del PJ fue la cara más pura del colaboracionismo y encarnó sin culpa un tipo de oposición que encantaba al Círculo Rojo y provocaba arcadas en el kirchnerismo. No fue el único, pero sí el más destacado de los exponentes de un nuevo germen de peronismo. Lo que Sergio Massa representaba con sus contradicciones junto a Diego Bossio y el bloque sobrevendido de los gobernadores del PJ en Diputados, Pichetto lo multiplicaba en eficacia y repercusión desde el Senado. Alcanzaba con él para garantizar el quorum, el tratamiento y la aprobación de las leyes más importantes que craneaban los amarillos detrás de la quimera de volver al mundo. Su discusión pública con el PRO se reducía a matices y podía advertirse cada vez que Marcos Peña visitaba el reino de Pichetto para brindar con puntualidad sus habituales informes, en esos primeros tiempos en que las encuestas le sonreían. Pichetto pedía desde afuera lo mismo que censurados como Emilio Monzó reclamaban desde adentro. Su punto de

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