El peronismo de Cristina. Diego Genoud
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La senadora y el último líder de la Revolución cubana, Raúl Castro, tenían un largo vínculo que alcanzó su punto más alto cuando CFK viajó a la isla, en septiembre de 2015, para asistir a la visita del papa Francisco. Ese triángulo de relaciones todavía está vigente, en el doble plano de lo personal y lo geopolítico, pese a los años, la distancia y el segundo plano que eligieron los dos mandatarios cuando les tocó dejar el poder. El gobierno de Miguel Díaz-Canel paladeaba como una inmejorable noticia la derrota de Macri en las elecciones y el triunfo de una fórmula integrada por la madre de una de sus huéspedes destacadas. Diferencias al margen, lo mismo hacía desde el Vaticano el argentino Jorge Bergoglio.
Cristinismo de la conciliación
Fue en Cuba, durante la segunda quincena de marzo de 2019, cuando la senadora apuró las páginas de un libro que se constituiría en el otro hecho político importante del año. Sinceramente se trabajó en el más cerrado hermetismo durante más de un año y Cristina eligió a Sudamericana por sobre otras editoriales que le habían hecho ofrecimientos similares, incluso antes de las elecciones que perdió en 2017. Igual que sucedería después con el anuncio de Fernández como candidato, afuera casi nadie sabía lo que tramaba la senadora. Conté la novedad del libro que venía en El Canciller, el 7 de abril de 2019, dos semanas antes de que se conociera la noticia de un trabajo que CFK había iniciado por sugerencia del renacido Fernández. En La Habana, mientras el país se encaminaba hacia el primer pico de inflación del año (4,7%), Cristina corregía las páginas impresas de un best seller que animaría una industria editorial que vivía su propia crisis, lejos de la recuperación anunciada. Era la forma de ingresar en una campaña en la que ocuparía un lugar secundario y a la vez destacado, con un tono comprensivo, en busca de dejar atrás la polarización que –para ella– era sinónimo de derrota. Las 594 páginas de anécdotas, vivencias personales y lecturas autocomplacientes le servirían para transitar el año electoral en escenarios amables, rodeada de fieles que la aclamaban mientras el país de Macri –que no dejaba de venirse abajo– le servía de insumo fundamental para plantear la necesidad del regreso.
Con Sinceramente primero y con Fernández como compañero de fórmula después, Cristina completaba una operación exitosa que tomaría por sorpresa a todos sus enemigos. Víctima de escuchas judiciales ilegales de manera recurrente, con los tribunales de Comodoro Py en su contra, los servicios de inteligencia en clave de venganza y los grandes medios de comunicación aliados al macrismo, la expresidenta burlaba una vez más el cerco que se desplegaba a su alrededor. Horas infinitas de actores pendientes de sus movimientos, una energía digna de mejor causa y un despliegue formidable de recursos se confirmaban, una vez más, inservibles. Habituales demandantes de un ejercicio que jamás practicaron, alguien en ese triángulo debería esbozar alguna autocrítica.
Cuatro años de gobierno de Macri no solo no habían alcanzado para borrar a la expresidenta de la política: habían logrado todo lo contrario. Tanto por mérito propio como por fracasos ajenos, el poskirchnerismo no había nacido en la forma en la que había sido, tantas veces, anunciado. Su lugar iba a ser ocupado por el experimento del Frente de Todos, una variante surgida de las entrañas de Unidad Ciudadana, que mutaba para convertirse en una oferta electoral mucho más amplia de lo previsto. Ubicada en el margen extremo de la política, a las puertas imaginarias de un chavismo expropiador, Cristina alumbraba una alquimia impensada. Subestimada por demás, la dueña de los votos se había convertido, también, en la dueña de la estrategia. Nacía el cristinismo de la conciliación con los brazos abiertos para reencontrarse con el PJ antikirchnerista y redundar en el intento de plantar un peronismo de centro. Con los gobernadores del PJ, con el Frente Renovador de Sergio Massa, con los movimientos sociales de la CTEP que se habían sentado a la mesa del macrismo, con apoyo de la Iglesia y con el sindicalismo que se había enemistado con Cristina entre 2011 y 2015. Un peronismo más pragmático que consignista, más dispuesto a contener la heterogeneidad sin señalar traidores, más atento a una economía atrapada en la restricción externa que al reino de lo simbólico, donde el kirchnerismo había sido taquillero sin poder ganar. Un neocristinismo capaz, incluso, de contemplar los intereses de las almas rabiosas del Grupo Clarín. Duele confirmarlo. Todo surgió de la expresidenta. Tuvo que ser ella la encargada de darles la llave del triunfo a los machos alfa del PJ que se debatían en la impotencia.
Entre los especialistas en comunicación que trabajaron en la campaña del Frente de Todos circulaba la tesis de que el armado opositor edificado de manera vertiginosa en apenas dos meses había logrado cambios significativos, capaces de reconciliar al peronismo unido con la victoria. El primero había sido cambiar la pregunta impuesta por las usinas del oficialismo. Acicateado por una crisis aguda, que acumulaba diecisiete meses de recesión a la hora de ir a las PASO, el interrogante fundamental para el votante había dejado de ser si quería o no que volviera Cristina para pasar a ser si estaba dispuesto o no a que siguiera Macri, el culpable de una agonía prolongada para la mayor parte de la población. El segundo cambio tenía que ver con la composición del espacio opositor. Gracias al egresado del Cardenal Newman y a la prédica de su círculo de acero, toda la dirigencia que se había enemistado con la expresidenta había regresado a un PJ esclerótico que fenecía atrincherado en la sede de la calle Matheu. En torno al presidente del partido, José Luis Gioja, y a la mesa de acción política que recuperaba al veterano Rubén Marín, el peronismo volvía a abrirse a todos los emigrados. Me lo dijo el cuatro veces gobernador de La Pampa, con una lucidez envidiable, el 28 de octubre de 2018, casi un año antes del triunfo en las generales. En una entrevista para Letra P, Marín –que había sido amigo de Kirchner y había acompañado a Menem durante sus años en el poder– soltó una frase que resumía el espíritu de quienes veían gobernar a Macri con el peronismo en la banquina y no podían más que avergonzarse. La frase del pampeano fue breve y contundente: “Todos sabemos que, si no vamos unidos, nos van a cagar”. Sentada sola en su departamento de Recoleta, Cristina ya pensaba lo mismo.
2. El eslabón perdido
El 21 de marzo de 2020, el presidente Alberto Fernández sobrevuela en helicóptero el área metropolitana de Buenos Aires para verificar el cumplimiento de la cuarentena. Foto: María Eugenia Cerutti.
Lo estuvo buscando durante más de diez años entre los escombros del primer kirchnerismo. Lo vio primero en Daniel Scioli, lo advirtió después en Sergio Massa y lo intentó finalmente con Florencio Randazzo. En los tres casos, invirtió energía, perdió tiempo y se dejó llevar por el rencor. Operador astuto y sin votos, con un notorio ejercicio del poder incluso desde el margen, Alberto Fernández buceaba entre los resentidos con Cristina Fernández de Kirchner con la misión de encontrar un candidato que la convirtiera en pasado, definitivamente. Lo hizo durante demasiado tiempo con una dedicación indudable hasta que, a fines de 2017, el triunfo legislativo de Mauricio Macri en todo el país lo obligó a cambiar. El exjefe de Gabinete se hartó de ser uno más en la vidriera de los políticos testimoniales, diluido en los marcos de un pejotismo estéril, y comenzó a desandar un camino que lo llevó de regreso al origen.
Entre pragmático y poco idealista, se resignó a las evidencias de un mapa astillado en el cual, sin embargo, distinguía una isla de legitimidad en torno a la expresidenta. Decidió insistir a su manera en que el peronismo del futuro no tenía mucho para inventar y solo podía nacer de una reconstrucción de sus pedazos. Visto desde el presente, la larga década perdida de Fernández alrededor de proyectos más o menos ambiciosos y frustrados no fue en vano. Se trató de un largo tiempo de maduración en el error que al exjefe de Gabinete le sirvió: solo después de completar la vuelta al pequeño mundo de los candidateables pudo ver con mayor perspectiva. El nombre