El peronismo de Cristina. Diego Genoud
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Lo que Fernández buscaba, así lo decía, era el “eslabón perdido” que unía al kirchnerismo con el peronismo. No era apenas una suma de dirigentes desperdigados, ni de corrientes de opinión, ni una mera repetición: era también una nueva resultante para salir del estancamiento. Después de haber vivido las etapas intensas del menemismo y el kirchnerismo como ciclos en los que el peronismo se adaptó –tal vez, con sabia mansedumbre– a una época global, los epígonos de Perón debían alumbrar una nueva era. Esta vez, sin embargo, las coordenadas del ensayo por venir aparecían mucho más difusas, un límite elocuente que debería padecer en el poder el elegido para la nueva etapa.
En más de una entrevista de esas que dio y nadie recuerda, el profesor de Derecho Penal de la UBA llegó a decir que el nombre de esa síntesis podía ser Scioli. Corría el lejano 2012, Fernández ya no tenía nada que ver con CFK y el rencor entre los dos parecía eterno. Mientras el exjefe de Gabinete era un invitado repetido hasta el hartazgo en los programas de TN y se mostraba cerca del entonces gobernador bonaerense, Horacio Verbitsky lo fulminaba en Página/12 como un “Sancho sin Quijote” que operaba desde el Hotel Faena con los empresarios Héctor Magnetto y Mario Montoto para posicionar al exmotonauta como candidato a presidente. Justo lo que finalmente hizo Cristina a puro dedazo, cuando ya Fernández estaba afincado en el comando de campaña de Massa.
Después de 2015, Alberto decidió tomar distancia del exintendente de Tigre y cruzó un límite que el líder del Frente Renovador consideraba una herejía: fue a visitar a Milagro Sala en la cárcel de Alto Comedero, en la víspera del Año Nuevo de 2016. Más tarde, se acercó al renegado Randazzo, aunque seguía en realidad buscando lo mismo de manera equivocada: esa ventana para abrir a la unidad perdida. En 2018, después de una nueva derrota que igualó en la impotencia a las distintas facciones del peronismo opositor, Fernández empezó a decir con una convicción escasa que Felipe Solá podía ser la piedra movediza que abriera a la confluencia de la victoria. Le duró poco. “Mi tesis era que Felipe, en la hipótesis de que Cristina no fuera, podía ser lo que yo llamo el eslabón perdido entre el peronismo y el kirchnerismo. Pero eso exige gestos que él no hace con respecto al kirchnerismo, sobre todo en el tema de la corrupción. El viejo problema de Felipe, siempre solo, nunca construyendo, siempre esperando a que le toquen el timbre, vení vos que te toca. Toda su carrera la hizo así”, le dijo Fernández a un hombre de su máxima confianza, un mes antes de que la expresidenta lo eligiera a él como candidato.
En septiembre de 2018, Alberto había sido testigo de un encuentro en el Instituto Patria entre Solá y Cristina del que el exgobernador no había logrado salir airoso. La expresidenta había sorprendido al actual canciller con una pregunta letal, que no cualquiera habría podido responder: “¿Y vos para qué querés ser presidente con este quilombo?”. En un gesto que no era fácil de descifrar, Alberto les contaba la escena a sus íntimos. O pensaba que Cristina exhibía las mejores credenciales para volver a pelear por el sillón principal de la Casa Rosada o jugaba con la idea de que otro nombre pudiera irrumpir, sin que nadie lo imaginara. En su razonamiento permanente, Fernández dejaba abierta esa posibilidad para cualquiera. “Si ella no va, todos tienen chances. Sin el semidiós, estamos en una discusión entre mortales”, decía. Esa tabla rasa de pretendientes del poder, en la que nadie se destacaba como para considerarse número puesto, podía darle una chance incluso a un peronista porteño que jamás había ganado nada y tenía un puñado de antecedentes grises como candidato.
Con dolor, el propio Solá reconocía en sus conversaciones privadas el cortocircuito persistente que lo alejaba de su mayor ambición. Algo le faltaba para llegar a la expresidenta. Algo que también le había faltado con Kirchner. O algo que quizá no faltaba, sino que sobraba. Hace más de diez años yo mismo fui testigo de cómo Kirchner le hacía a Magdalena Solá, la hermana de Felipe que vive en Mar del Plata, otra pregunta retórica de esas que no tienen respuesta favorable. Mientras la tomaba del brazo, en la recorrida por un hotel que acababa de inaugurar Hugo Moyano en La Feliz, el todavía presidente le preguntaba por qué “malcriaban” tanto los Solá al entonces gobernador. Así lo veía Kirchner a Felipe. El trato con Fernández, en cambio, era muy distinto: Alberto había entrado al corazón del matrimonio Kirchner y su rol se había convertido en esencial para la toma de decisiones. Según recuerda Rafael Bielsa, al santacruceño le había dolido la partida de Fernández, no tanto por su volumen político, que lo tenía, sino por la confianza que habían depositado en él. A Cristina, en cambio, la pérdida le pegaba doble. Lamentaba más la renuncia del jefe de Gabinete que había exigido como condición para asumir el desafío de ser candidata a presidente y que se había ido, en un escenario impensado, apenas ocho meses después de que iniciara su mandato. Mientras le facturaba la deserción, sentía su ausencia en la gestión.
Más allá de la chicana, la pregunta de CFK a Solá era crucial. No solo valía para quienes se le acercaban en busca de una carambola que les abriera la puerta de la Historia. Corría para ella misma, después de ser dos veces presidenta, de perder las últimas tres elecciones con su espacio y de conservar un caudal de votos que, aunque resistía hasta el ácido nítrico, resultaba insuficiente. Administrar la carencia con la soja a mitad de precio, la deuda como guillotina y una oposición encarnizada podía resultar tan ingrato como el futuro entre rejas que le deseaban sus obsesivos detractores. Más fácil era ceder su capital a un delegado de confianza que garantizara un pacto de convivencia y se hiciera cargo de las enormes dificultades que se advertían en el horizonte.
“Tenelo presente, quiere ser presidente”
Más allá de las diferencias, Fernández y Solá eran dos políticos con características similares en el mosaico de un peronismo en el que la renovación no emergía con la fuerza de los años ochenta. Los dos eran dueños de una larga experiencia, con una ambición de poder indisimulable, una pretensión de trascender y un techo político asfixiante, producto de una coyuntura que los desbordaba. En el subibaja de la historia, sus trayectorias se cruzaban.
Felipe tenía el plus de haber gobernado una provincia inviable y solo se había quedado sin reelección por decisión de un Kirchner que eligió hacerle pagar los platos rotos de una derrota ajena. El exsecretario de Agricultura de Menem pensó en ser candidato a presidente por primera vez en 2008, cuando el conflicto con el campo lo puso en la cima de su carrera y se convirtió en uno de los mejores expositores contra la Resolución 125. Cuando Solá estaba en la cúspide, Fernández saltaba por los aires como el fusible más expuesto de la crisis intestina en el gobierno. Los años que siguieron los mantuvieron en la vereda de los críticos, lejos del poder, y también cometiendo errores, como el que reconoce el exgobernador: haber sido socio de Macri en 2009 en una alianza sin perspectivas que, sin embargo, le sirvió al egresado del Cardenal Newman para derrotar a Kirchner de la mano de Francisco de Narváez. A partir de 2015, los caminos de uno y otro volverían a cruzarse. Mientras Felipe comenzó a alejarse de Massa y acercar posiciones con el kirchnerismo, Fernández reincidió en un proyecto de lo más verde con Randazzo. Mientras Solá hizo un esfuerzo extraordinario para volcar su historia política en un libro, Peronismo, pampa y peligro, Fernández volvió a charlar con su amiga Cristina. Pese a sus diferencias, había algo fuerte que los unía. Fernández tenía a Solá como uno de los candidatos que exhibía el Grupo UMET, en el que se codeaba con Agustín Rossi, Daniel Arroyo, Fernando “Chino” Navarro, Daniel Filmus y Víctor Santa María. En esa alfombra, que tenía el récord de presidenciables sin chances por metro cuadrado, estaba el propio Alberto, el único que lo pensaba pero no podía ni decirlo. El hombre de la convergencia hacía falta, pero no aparecía. En ese viaje interminable por los hoteles y restaurantes donde opera el PJ, quizá sin saberlo plenamente, Fernández hablaba del eslabón perdido y se buscaba a sí mismo. Otra vez, al lado de Cristina.
La expresidenta lo descubrió.