El peronismo de Cristina. Diego Genoud
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El actual presidente estaba convencido de que el techo de la entonces senadora se había derrumbado gracias a la obra de Macri y que la polarización iba a beneficiar, como en 2015, al opositor de turno. Era un mérito que no le asignaba a CFK sino al fracaso económico del esposo de Juliana Awada. La crisis social, un índice de inflación que duplicaba al de los años kirchneristas, un ajuste interminable que no hacía más que profundizar la recesión, el derrumbe del poder adquisitivo, el aumento de la pobreza hacia el 40%, la cifra del desempleo otra vez por encima de los dos dígitos, el cierre de pequeñas y medianas empresas; la lista de perdedores era inagotable. De acuerdo con su cálculo electoral, Macri iba camino a una derrota inapelable ante cualquier opositor que terminara como candidato. “Cualquiera que lo enfrente le gana”, repetía. Su razonamiento estaba en las antípodas del que traficaban, desde el corazón del poder, las usinas de Marcos Peña y Jaime Durán Barba. Para Fernández, Macri y su círculo de incondicionales no lograban advertir que, después de cuatro años, el candidato-presidente estaba exactamente en el lugar opuesto al que había ocupado cuando le ganó a Daniel Scioli. El escenario había girado ciento ochenta grados y el papel del villano ya no le tocaba a Cristina sino al propio Macri. Por eso, Alberto lo repetía, lo mejor que le podía pasar a la doctora era enfrentar al ingeniero en un mano a mano. Su confianza en el triunfo opositor era altísima y ni siquiera le preocupaba la candidatura de María Eugenia Vidal, el “Plan V” que el Círculo Rojo y la mitad de Cambiemos impulsaban para jubilar a Macri. “Me imagino un debate Vidal-Cristina –decía Fernández–. La primera pregunta de Cristina debería ser: ‘Perdóneme Vidal, ¿por qué está hoy usted acá? ¿Por qué no reelige Macri?’. Si el presidente no renueva pudiendo renovar, quiere decir que fracasó. Y cualquiera que lo reemplace está ahí para explicar el fracaso”, decía. De acuerdo con su interpretación, la gobernadora bonaerense estaba destinada a ocupar el sitio que le tocó a Eduardo Angeloz en 1989, después del final traumático de Alfonsín, y no tenía chance de salir airosa. Distinta le parecía la propuesta de su amigo Martín Lousteau para ir a un esquema más amplio del espacio antikirchnerista, que reuniera en una gran interna a la dirigencia de Cambiemos con Roberto Lavagna, Juan Manuel Urtubey y el peronismo anticristinista. Esa variante, que el exministro de Duhalde y Kirchner solo contemplaba si Macri salía de escena, estuvo lejos de prosperar. Sin embargo, Lousteau lo habló en más de una oportunidad, por separado, con el propio Macri y con Lavagna. Los dos se mostraron dispuestos a una competencia que no coincidía en sus términos. Mientras Macri insistía con su obsesión de competir, Lavagna pretendía enfrentar a Vidal. Para Fernández, un político cuyos contactos no reconocían fronteras partidarias, una candidatura de Lavagna al margen de una gran PASO solo podía robarle votos al presidente y hacerle un “enorme favor” a Cristina.
La aritmética impiadosa que Fernández dibujaba en el pizarrón del PJ apuntaba, sobre todo, a los caballeros sin votos de la mesa rectangular que habían hecho su lanzamiento desde el piso 21, en las oficinas del empresario Guillermo Seita. Para él, Massa, Urtubey, Schiaretti y Pichetto contaban con cero chance de prosperar de manera individual o colectiva en la confrontación con Macri y con CFK. “No tienen destino”, llegó a pronosticar. De acuerdo con un pensamiento que finalmente se confirmaría, la gran coartada del jefe de senadores del PJ, el supuesto respaldo de los gobernadores a su espacio, era una gran impostura que solo podía ser digerida en los almuerzos de un establishment que no quería volver atrás. Ese Fernández que había recuperado la confianza de su amiga apenas coincidía en un punto con los analistas del Círculo Rojo que militaban por la consigna de un macrismo competitivo: en la provincia de Buenos Aires estaba la mayor fortaleza de la senadora. Ahí, CFK medía como candidata a presidenta nada menos que cuarenta puntos y duplicaba a Macri, que apenas cosechaba veinte. Quedaban diez puntos que las encuestas de Roberto Bacman y Hugo Haime le marcaban en rojo: los que reunía el zigzagueante Massa, aun debilitado y sin salida. El exintendente de Tigre era la obsesión del profesor de Derecho Penal, el único al que consideraba valioso de cara a una hipotética construcción en torno a la expresidenta. Sin embargo, Fernández iba a una negociación asimétrica con el ambicioso dirigente, que había sido su jefe en el Frente Renovador pero ahora padecía un éxodo permanente dentro de sus propias filas. Veía a Massa desorientado, en busca de consolidarse en un “no lugar”, a la espera de dar el salto que la mayor parte de sus partidarios ya había dado en la provincia de Buenos Aires. En sus conversaciones, el mensaje del enviado de CFK era siempre el mismo: “Ya hay una definición social. A mí me excede por completo. Es lo que ocurre, simplemente”, le decía. A esa constatación, Fernández le sumaba una ventaja que un intendente del PJ me graficó en la antesala de la incorporación de Massa al Frente de Todos: “Sergio está debilitado y le toca negociar con alguien que lo conoce como nadie y que sabe qué precio ponerle. No tiene chance de salir del esquema que le ofrecen. Lo va a tener que aceptar”.
El grado de locura necesario
Acostumbrado a darle forma a su rol de operador en el terreno de los medios, Alberto había alumbrado una fórmula para explicar la disyuntiva de la gran oposición: “Con Cristina no alcanza, sin Cristina no se puede”. Su planteo era sencillo. La tarea del peronismo que tenía como prioridad la derrota de Macri pasaba por ver de qué modo era posible acercarse a la expresidenta, pero a partir de un diagnóstico claro, que admitía su centralidad. Había que reconocer que, a tres años largos del inicio del gobierno amarillo, CFK estaba en la posición más cómoda y tenía el tablero de control en sus manos. “Si decide ser, tenemos que ver cómo la acompañamos y, si decide no ser, tenemos que encontrar la mejor forma para competir con el candidato de ella”, afirmaba Fernández, sin imaginar todavía que ese candidato iba a ser él y que la ilusión de una interna se iba a venir abajo en el instante mismo en que su amiga lo eligiera a dedo, con un movimiento que iba a alterar las coordenadas de la polarización y dejar sin reacción al oficialismo.
A la vuelta de sus frustraciones, Alberto exhibía un mérito que en el Instituto Patria se valoraba. Nunca había renunciado a la política para dirimir las diferencias y, en contraste con otros –que también se reciclarían en el Frente de Todos–, no había apostado a la mafia de Comodoro Py para condicionar la negociación con Cristina. En el albertismo, destacaban otra cualidad que terminaba de armar el cuadro de la unidad, confirmaba su vocación de poder y lo ponía a tono con la época. Me lo dijo en pocas palabras uno de sus amigos íntimos, de los que lo iniciaron en la política y que ahora es funcionario: “Tiene el grado de locura que hace falta para ponerse al frente de lo que viene”.
La confluencia del ancho peronismo se iba a dar finalmente sobre el filo de la inscripción de listas. La designación de Fernández, un golpe de una audacia solo comparable a las mejores jugadas de Kirchner, era el primer paso y desataría una avalancha de reacomodamientos. Primero, en el mundo de los gobernadores, que saltaron en masa hacia el nuevo polo de poder. Después, en los inquilinos de la Casa Rosada, que aceptaron la propuesta de Rogelio Frigerio y Ernesto Sanz para abrirle el juego al voluntarista Miguel Ángel Pichetto, siempre dispuesto a actuar el rol de oficialista. Y, finalmente, en el pretencioso Massa y los sobrevivientes del massismo residual. Larguísimas conversaciones de Fernández, Máximo Kirchner y Eduardo “Wado” de Pedro con el exintendente de Tigre y su mano derecha, el bonaerense Raúl Pérez, terminaron de cerrar el pase. Massa había llegado al final de una travesía interminable en la que no le quedó puerto