El peronismo de Cristina. Diego Genoud
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Poco tiempo después, Oliveri me avisó de un plan que sonaba disparatado. “Tenelo presente, quiere ser presidente”, me dijo. No se podía contar. No porque estuviera prohibido o porque hubiera plata para callar, de la que hay tanta. La razón era más sencilla: decir que Fernández se anotaba a sí mismo en esa lista aspiracional del PJ no cumplía los requisitos mínimos de posibilidad. Como Miguel Ángel Pichetto, al otro extremo del peronismo, Fernández era un actor del poder, sabía moverse en las sombras y era ágil para tomar decisiones, pero anotarlo en una carrera por los votos resultaba inverosímil. Para el periodismo del rubro, tan acostumbrado a leer la política con los ojos de lo previsible, sonaba entre ridículo e inviable, mucho más cuando se insinuaba desde la intemperie y sin recursos de ningún tipo. Como fuente inagotable de declaraciones, Alberto había sido útil a los medios antikirchneristas durante una década, pero ya no medía. Cansaba. Había agotado todo su capital externo y, sin capacidad de generar algo nuevo, se había quedado sin crédito. Los editores de diarios y portales, que más tarde competirían por cubrir hasta el más nimio de sus movimientos, se hermanaban en la queja: “¡Otra vez Alberto Fernández! Matémoslo”. Publicar el vaticinio de Argüello era casi imposible. Pero puertas adentro, el plan tenía entidad.
Amigo de Fernández desde la Facultad de Derecho, Argüello compartía con el exjefe de Gabinete una militancia común que había crecido en la fina sintonía de los años menemistas. En busca de una alternativa al proyecto personal del riojano, los dos se movían en la extraña directriz que unía a Domingo Cavallo con Eduardo Duhalde. Ya en 1999, hace más de dos décadas, el actual embajador en los Estados Unidos había sido el primero en ver en el entonces vicepresidente del Grupo Bapro condiciones para rendir en el terreno electoral. Lo que nadie advertía, Argüello lo adivinaba detrás de algunas características singulares de su amigo. Fernández lo acompañó en su aventura como precandidato a jefe de Gobierno porteño en una interna olvidada del PJ que perdieron contra una de las dos listas menemistas, la que encabezaba Raúl Granillo Ocampo. Salieron terceros cómodos detrás de Granillo, que respondía a Carlos Corach y se quedó con doce circunscripciones, y del menemista Pacho O’Donnell, que ganó en once. La alianza Argüello-Fernández logró la victoria en cinco: su mejor resultado fue en la circunscripción 17, pleno Palermo.
Salvo por su puesto décimo primero como candidato a legislador porteño, al año siguiente, en la lista de la alianza del partido de Cavallo –Acción por la República– con Gustavo Beliz, aquel fue el único antecedente electoral en el que Fernández tuvo algún protagonismo. Ya Alejandro Dolina y Litto Nebbia hacían campaña por ese peronismo de la Capital tan acostumbrado a sufrir. Ya Argüello veía que Fernández podía ser candidato a algo, ya convocaban al periodismo en Puerto Madero, ya empezaban a ejercitarse en la gimnasia de la derrota.
“Ponelo a Alberto”
En mayo de 2018, Juan Manuel Olmos fue a visitar a un encuestador de los que trabajan de manera permanente para el peronismo. La corrida al dólar comenzaba a mostrar con claridad los límites del ensayo de poder de Macri, los mercados dejaban de financiar el gradualismo amarillo y el Círculo Rojo entraba en pánico. Se activaron de repente los bordes irregulares del PJ, que hasta unos meses antes preveían un Macri reelecto y aplazaban la gran disputa interna hacia 2023. Cristina seguía siendo la única candidata con capacidad para ir a pelear contra el egresado del Cardenal Newman, pero venía de morder el polvo con el vidalismo en la provincia de Buenos Aires y permanecía en un segundo plano. A la oposición de origen pejotista le sobraban postulantes que no superaban el 5% de la intención de votos. Sin embargo, Olmos no era cualquier peronista. Peso pesado del PJ porteño, exlegislador, exdirector de la Corporación Antiguo Puerto Madero y expresidente del Consejo de la Magistratura, Olmos asentaba su poder en cuatro patas: una base territorial en un distrito esquivo, un bloque en la legislatura, influencia decisiva en la justicia y relación intensa con el mundo de los negocios. Con esos pergaminos, un nivel de vida envidiable y un vínculo de lo más estrecho con el macrismo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), el dirigente que hacía muy poco se había reconciliado con Fernández en un restaurante de Puerto Madero le pidió al encuestador que midiera en distintos escenarios a un amplio abanico de dirigentes que corrían en busca de posicionarse hacia 2019. En un mapa opositor que Cristina gobernaba a manera de eclipse sobre cualquier pretendiente, todos partirían en el estudio de opinión de un supuesto fundamental: cada uno de ellos tendría el imaginario aval de la expresidenta, la dueña del mayor capital electoral que, de manera milagrosa, se retiraría de la contienda y donaría sus acciones, en forma desinteresada.
La lista era de lo más chata y previsible. Figuraban Agustín Rossi, Felipe Solá, Sergio Massa, Juan Manuel Urtubey, Juan Schiaretti, Alberto Rodríguez Saá y alguno más. Era un trabajo de rutina más, de los tantos que se encargan para matar la ansiedad mientras la pelota está en el aire y la escena no termina de configurarse. Hasta que Olmos sorprendió al encuestador amigo con cuatro palabras que sonaron a chiste.
–Ponelo a Alberto Fernández –pidió el peso pesado del PJ.
–¿A Alberto? ¿Para qué? –respondió el consultor, entre enojado y sorprendido.
–Ponelo, que es amigo.
–Ok –le dijo el contratado a su interlocutor habitual, con la resignación de un profesional.
Se entendía. No había lógica política en el pedido. Apenas la amistad entre un cliente y un político sin votos que podía pasar inadvertido en una lista de dirigentes pretenciosos y con recursos propios. El peronismo de la ciudad, eterna fuerza vapuleada en la zona franca que había criado a Macri como político, era su principal promotor. Señalado como mariscal de la derrota por miembros del viejo gabinete de Kirchner como Julio de Vido, Fernández se había cansado de perder elecciones ante el PRO como jefe de campaña de Rafael Bielsa y Daniel Filmus. Para la carrera electoral que estaba empezando, no tenía ninguna ventaja. Salvo lo más importante: su cercanía, renovada y decisiva, con Cristina.
“Cristina se caga de risa”
Con un razonamiento difícil de discutir, en busca de reconciliarse con el poder, Fernández era el nuevo visitante que tocaba timbre en el Instituto Patria. El exjefe de Gabinete reconocía el liderazgo de la expresidenta como el único fuerte dentro del peronismo y en la oposición. Repetía que la polarización planteaba un escenario inicial de paridad en el que Cristina sola era capaz de reunir un piso de adhesiones del 35% y se enfrentaba a un continente similar, el de los treinta y cinco puntos que para Fernández “siempre tuvo” el antiperonismo. De acuerdo con las matemáticas que ensayaba en su departamento alquilado de Puerto Madero, fuera de los convencidos, quedaban poco más de veinte puntos para dividir entre los dos polos dominantes. “Lo que estamos discutiendo es quién tiene esos veinte puntos y ocho son de Massa”, repetía.
Después de años de vapulear al deplorable cristinismo final, el exjefe de Gabinete había hecho un viraje sorprendente, a fuerza de frustraciones y convencido de que Macri representaba un daño enorme para el peronismo y para la sociedad. En julio de 2018, un año antes de ser candidato a presidente, Fernández le decía a cada dirigente que visitaba: “Hagan cualquier alquimia, pero ella está en treinta y cinco o cuarenta puntos y sacando mucha ventaja sobre el segundo. Después, no sé si ella querrá”.
El propio Fernández me lo dijo en alguna de las charlas que tuvimos, en un ejercicio que desafiaba a díscolos e indecisos dentro del peronismo: “Si vos admitís