El peronismo de Cristina. Diego Genoud
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Sodero Nievas y Pichetto hicieron derecho del trabajo durante quince años y, según coinciden en la provincia, ganaron mucha plata. Pichetto se ocupaba del derecho previsional y podía llevar hasta doscientos expedientes al mismo tiempo. 1982 fue un año bisagra. Después de la guerra de Malvinas, el exfuncionario de Franco le sugirió al futuro senador que había llegado el momento de volcarse a la actividad política. “Afiliate al peronismo, no te queda otra”, le dijo. Sodero Nievas era secretario general del PJ rionegrino y confiaba en la capacidad de Pichetto para adaptarse a la nueva etapa.
El abogado nacido en Banfield no dudó y comenzó con una militancia activa que incluiría actos, recorridas y viajes. En poco tiempo, se ganó un lugar en el partido, sin pensar que muy pronto vendrían nuevos desafíos. Corría 1985 y le propusieron ser candidato a presidente del Concejo Deliberante de Sierra Grande, el equivalente al intendente. Los memoriosos afirman que no quería saber nada: prefería no asumir funciones políticas y no se sentía preparado. Pero le insistieron hasta que aceptó. Era un domingo a la noche en la unidad básica del sector que respondía a Sodero Nievas, anotado para ser candidato a diputado nacional. Pichetto solo pidió ampliar el espacio con sectores independientes sin imaginar que estaba a las puertas de ganar la primera y única elección de la que sería su extensa carrera política.
Desde entonces, Pichetto y su socio se alternarían en los cargos partidarios y compartirían todo: la vida, la abogacía, la política y hasta el fútbol. Sodero Nievas era delantero y el señor gobernabilidad era un excelente arquero. Más tarde, en 1991, ganaría otros comicios, esta vez internos, y se convertiría en el presidente del PJ provincial en una elección frente a la corriente ortodoxa de Jorge Franco, el hijo del exgobernador. El año 1993 abriría las puertas del Pichetto que hoy conocemos: sería electo diputado nacional y llegaría al Congreso para iniciar su ciclo de mayor notoriedad, a caballo del menemismo.
Un ejemplar único
En algún momento, se convirtió en peronista. A su manera, con el uso de la licencia que solo el movimiento puede brindar. Visto desde su entorno más cercano, a lo largo de una carrera que atravesó todos los fuegos, hubo en Pichetto más continuidad que cambio. Desde sus inicios, el político que llegaría a ser candidato a vicepresidente de Macri exhibió una serie de características que lo hacían especial. Lo cautivaba el acceso al poder que facilitaba el PJ de una manera única, pero le disgustaban algunos rasgos del folclore partidario. Recuerdan los militantes del peronismo rionegrino que no le gustaba participar de los actos que se organizaban en Sierra Grande para las fechas emblemáticas del 1º de Mayo y el 17 de Octubre. Tampoco se entusiasmaba demasiado con el baile popular de fin de año. La fiesta y el baño de inmersión entre el pueblo peronista no eran lo suyo. Aunque llevaba adelante en la justicia las causas de trabajadores en conflicto, prefería evitar el contacto con la muchedumbre y ahorrarse el esfuerzo de mezclarse con obreros y militantes. En el raro peronismo de Pichetto, se podía advertir un rechazo a los de abajo que, según quienes más lo conocían, era en realidad la voluntad de alejarse para siempre de su propio origen. Su padre había sido pescador primero y después carnicero, su familia era humilde y él mismo había trabajado como vendedor ambulante luego de terminar la escuela secundaria. De acuerdo con ese relato, sus declaraciones de campaña, treinta y cinco años después, en línea con la prédica policial de Jair Bolsonaro y Patricia Bullrich, no serían producto del mero oportunismo sino de una convicción que recién entonces podía expresar con libertad y que la base electoral de su nuevo espacio podía reivindicar como uno de sus méritos. Antipático, antimigratorio, anticlerical, por momentos racista, discriminador y selectivo, con especial énfasis en cuidar las fronteras y con un marcado rechazo a las grandes periferias urbanas, Pichetto encontró en la era Cambiemos la posibilidad de decir sus verdades a una platea de lo más afín. Entre la xenofobia y el desprecio por los que percibían subsidios del Estado, el repertorio del senador llenó páginas de diarios y minutos de televisión, pero tal vez ninguna frase fue tan gráfica como cuando tuvo la oportunidad de hablar, en el coloquio de IDEA, ante los dueños de las empresas más grandes de la Argentina. Ese día de octubre de 2017, con la atmósfera envolvente del triunfo legislativo de Macri en todo el país y los hombres de negocios en el clímax del optimismo, el jefe del peronismo opositor en el Senado afirmó: “El conurbano profundo es muy parecido a Sinaloa”. Pichetto elegía el estado mexicano donde reina un cartel narco para referirse al lugar en el que él mismo había crecido, a la geografía que había evitado en un camino inverso al que hace la mayoría de los migrantes internos y, también, al reino de ese peronismo que gobernaba Cristina Fernández. Era ese mundo inabarcable en el que el PJ republicano –que promovía sin éxito– nunca pudo hacer pie. Ahí, el abogado nacido en Banfield se sentía en peligro. Por entonces a punto de cumplir 67 años, Pichetto dibujaba el final de una larga trayectoria política que lo había transformado por completo. Se sentía a salvo con los dueños de las empresas, pero era un extranjero en el Gran Buenos Aires. Aclamado por el establishment, pero inseguro como nunca en el territorio que lo había parido.
En el ancho mapa del peronismo, la personalidad de Pichetto siempre llamó la atención. Para algunos, era una especie de ermitaño que venía del centro del país.
De carácter fuerte, capaz de discutir a los gritos y hacerse respetar, el futuro senador usaba sus ratos libres para entregarse a la pasión por la lectura y la literatura. Sus amigos más íntimos miraban con algún asombro su fanatismo por el género policial y la novela negra y eran pocos los que sabían de su vocación secreta por escribir cuentos. Las inclinaciones privadas de Pichetto no conspiraban contra su militancia cotidiana, pero había otros rasgos públicos, indisimulables, que les ponían un techo a sus aspiraciones. En los actos partidarios del PJ de Río Negro, sus compañeros lo detectaron rápido como una de sus conductas inconcebibles: a Miguel no le gustaba cantar la marcha peronista. Algo le fallaba.
Contradictorio y singular, Pichetto exhibía sin embargo algunas de las condiciones de un político de raza. Era dueño de un ego extraordinario, muy disciplinado, con capacidad ejecutiva y decisión para avanzar en una dirección sin preocuparse por los costos.
Con el correr de los años, la política y el poder se convertirían en su única prioridad y su mayor interés. A eso dedicaba todas sus energías y eso explicaba su permanencia en los primeros planos, más allá de los cambios de ciclo. Pichetto vivió con comodidad desde la retaguardia la era de un menemismo modernizador que también explotaba las banderas de la xenofobia y atravesó con enorme sufrimiento el largo ciclo de un progresismo kirchnerista que lo llevó a lo más alto. A ese Frente para la Victoria saturado de políticos que habían virado desde el Partido Comunista hacia el populismo palermitano le descubría coincidencias con el “modelo soviético” que le provocaban úlceras. Ese padecimiento íntimo, que las cámaras solo registraban en momentos dramáticos como el de la sesión del voto no positivo de Julio Cobos, no le impidió mantenerse siempre alineado y en el centro, inalterable, pese a todas las adversidades. En palabras de un dirigente del PJ que lo conoció cuando aterrizó en el Congreso: “La cabeza la tiene puesta en la política. Lo único que le interesa es el poder, el poder y el poder. No le importa otra cosa”. El reverso de esa plasticidad para adaptarse a todo era una serie de constantes que, cuando el cristinismo puro expiró, le impidieron ser líder y encolumnar detrás suyo a la dirigencia vacante de un peronismo que vivió demasiados años desorientado. Al parlamentario que podía lucirse en el Congreso, en un auditorio cerrado o en un set de televisión, lo invalidaban su falta de empatía y su ausencia de carisma para hablar ante una multitud. Su radio de influencia tenía un impacto acotado.
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