El peronismo de Cristina. Diego Genoud
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El jefe del bloque de senadores del PJ no logró digerir la derrota. No está claro si se asomó a la autocrítica pero lo que trascendió fue otra cosa: Miguel se sintió traicionado por un acto en Mendoza en el que la senadora Cristina Fernández –compañera de fórmula del radical Julio Cobos– apareció con una gorra roja y blanca que llamaba a votar por Saiz. Pichetto no pudo soportarlo. Con el resultado puesto, fue a ver a Kirchner a la Casa Rosada con su renuncia a la jefatura del bloque redactada. Artero, el entonces presidente esperó a que terminara de hablar, tomó el papel y lo rompió delante de él.
Cerca del senador, afirman que el kirchnerismo nacional estuvo siempre identificado con el radicalismo K en Río Negro y no quería un candidato peronista. Perdedor una vez más en la interna de 2011 con Soria padre, el sueño de nuestro Underwood de cabotaje debería esperar ocho años más para tener su revancha. Sin embargo, en 2012, Pichetto quedó ante una disyuntiva inesperada: la bala calibre 38 que acabó con la vida del flamante gobernador abrió un vacío de poder. La Constitución provincial y –según dicen, también– el dedo de Cristina ordenaban la asunción del vicegobernador Alberto Weretilneck, pero la correlación de fuerzas le otorgaba un lugar preponderante al senador con asiento en Buenos Aires, jefe por descarte del peronismo provincial. Sus colaboradores le decían que impulsara un nuevo llamado a elecciones. Reunidos en la casa de Costanzo con Sodero Nievas, sus aliados le reclamaban que no aflojara.
“Le faltaron huevos”, dice un dirigente que nunca lo quiso. Pichetto acordó con Weretilneck y pidió el Ministerio de Agricultura para su hijo, Juan Manuel. El entendimiento duró poco y se distanciaron. Más tarde, volverían a juntarse y a enfrentarse hasta que en 2015 Pichetto intentaría reincidir con Cristina de su lado.
Agradecida por la lealtad imperturbable del entonces jefe del bloque de senadores del PJ, la presidenta viajó a General Roca para el cierre de campaña y no ahorró elogios. Sin embargo, Miguel volvería a atribuir su derrota estrepitosa –perdió por veinte puntos– a la mezquindad de CFK, por la decisión de su ministro de Economía, Axel Kicillof, de negarles los subsidios a los productores frutícolas que cortaron las rutas y los puentes del Alto Valle durante diez días. El fin del cristinismo puro sería también un punto de quiebre para Pichetto. Pese a la notoriedad que ganaría con Macri en el poder, el abogado de Banfield ya no volvería a tener nuevas oportunidades en su provincia, menos aún desde el sitio de jefe en el Senado. Su trayectoria ingresaba en un pasillo angosto que lo llevaría a un territorio desconocido.
El liberado
Desde que Pichetto apareció en Cariló, el 15 de enero de 2019, posando junto a las sandalias con medias de Lavagna, hasta que terminó como compañero de fórmula de Macri, pasaron ciento cuarenta y siete días. La mayor parte de ese tiempo el senador se dedicó a abonar la tierra seca de un peronismo moderado y racional que –resultados a la vista– no era ni una cosa ni la otra. Su objetivo principal era educar al exministro de Economía de Duhalde y Kirchner en la necesidad de cerrar un acuerdo con los buitres de la pasarela del medio: hacerle entender que la desembocadura de distintos egos y grupos de interés en la instancia de las PASO no podía herir el orgullo de nadie. No hubo caso. Por soberbia o por inseguridad, Lavagna no quiso enfrentar a su exaliado Massa en una interna y la unidad naufragó en la laguna de un PJ prolijo que nunca pudo lanzarse a las aguas abiertas de la gran disputa.
Era el final de un recorrido en el que los pronósticos de Pichetto se iban a cumplir a medias. Tal como el rionegrino decía off the record desde hacía meses, el exintendente de Tigre terminaría otra vez de regreso en el útero materno del cristinismo. Sin embargo, Urtubey desmentiría sus vaticinios y no terminaría con el macrismo: ese era el destino de un político acabado, no de una joven promesa que prefería autoexiliarse en España. Un enroque en apariencia imprevisto convertiría al señor gobernabilidad en el vice de Macri y al salteño en el compañero de fórmula de Lavagna.
El senador estaba disponible: tenía un local en Belgrano y Chacabuco con la consigna “Pichetto 2019”, un pequeño grupo de colaboradores dispuestos a acompañarlo en su extravío y la posibilidad supuesta de partir el bloque del PJ en una dirección incierta. Como casi todas sus iniciativas en el terreno electoral, su plan A, ser candidato a vicepresidente de Lavagna, había fracasado. La frustración era elocuente. El rey del Senado se había pasado gran parte de 2018 y los primeros meses de 2019 sosteniendo la tesis de que el peronismo no kirchnerista podría desplazar a Cambiemos del segundo puesto y colarse en un balotaje frente a Cristina. En esa maqueta imaginaria, dos peronismos estaban en condiciones de dirimir el nombre del futuro presidente y, si Macri quedaba afuera de la segunda vuelta, la huérfana rabia antikirchnerista tenía como cauce natural el apoyo al PJ soft. No pudo ser.
En la vereda del medio, todavía habitan los que dicen que el gran responsable del fracaso de Pichetto fue Schiaretti, ese socio vital para la aventura de Macri en el poder. Queriéndolo o no, el gobernador de Córdoba llegó al umbral de su reelección con la promesa de ser el macho alfa del peronismo rubio. Pero a las cuarenta y ocho horas de haber arrasado en su provincia, se declaró prescindente en la batalla nacional y mandó al pejotismo prolijo al basurero de la historia. Mientras los leales a Pichetto y Urtubey quedaron desahuciados, el presidente apareció como el ganador indirecto del triunfo peronista en Macrilandia. Seis días después, llegaría la jugada maestra de CFK con Fernández como candidato. Mientras los gobernadores, supuestos aliados principales del señor gobernabilidad, daban el salto hacia el Frente de Todos, Pichetto quedaba a contramano del mundo. Al peronismo realmente existente, no tenía retorno.
Plebiscitado por un Círculo Rojo de alto predicamento y nulos resultados, Miguel ya se había desplazado hacia la orilla del macrismo de manera voluntaria y se había alejado del peronismo más de lo que podía admitir. El macrismo le había permitido afianzar relaciones con hombres de poder, acceder al séquito de los empresarios de IDEA y viajar a Wall Street para jurarles a buitres como VR Capital y grandes fondos de inversión como BlackRock y Templeton que el PJ tenía ánimo de continuar el rumbo edificado por Cambiemos y estaba decidido a asumir las altísimas obligaciones de deuda que había generado Macri. Esa visita a Manhattan, el 24 de abril, lo había elevado a lo más alto en el firmamento de la residencia de Olivos y lo había alejado incluso del heterodoxo Lavagna.
La quimera de un peronismo del orden, que adoptara el punto de vista de los acreedores, vivía en la probeta de Pichetto. Promesa eterna de un PJ adaptable a la Argentina de Macri, el político fundamental del poskirchnerismo se había quedado sin libreto y sin papel. Solo faltaban algunos movimientos, algunos llamados y un acto público para coronar su deriva.
El lunes 10 de junio, a las 22:00, el jefe del bloque de senadores iría a Odisea Argentina, el programa de Carlos Pagni, a declararse en oferta. Hablaría a favor de “mantener” un “rumbo capitalista e inteligente”, pediría no volver a “las plazas” ni al modelo de “intervención del pasado”, daría muestras de una fe que, a esa altura, ningún macrista era capaz de igualar y se ofrecería a precio de remate. Apenas siete minutos de charla alcanzarían para que el columnista estrella de La Nación especulara:
–Supongamos que Macri te estuviera mirando, además, dado el papel que vos cumpliste en términos de gobernabilidad en el Senado para el gobierno, por ahí se le