El peronismo de Cristina. Diego Genoud
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Con la certeza de que Macri jamás se desprendería de Peña, Frigerio le recomendó al jefe de Gabinete que mostrara su capacidad de cambiar y convocara a todos los que se llevaban mal con él. Por un momento, el lifting estuvo a punto de concretarse. Alfonso Prat Gay iría feliz a la Cancillería, Martín Lousteau aterrizaría con dudas en Educación y Ernesto Sanz –que no quería volver al fuego de la gestión– accedería si le daban el sillón de Frigerio, que gustoso accedió a presentar su renuncia. Era el desembarco de los radicales en el gabinete, lo más parecido a la reivindicación de la política dentro de los estrechos marcos que la máscara nuevista del PRO podía tolerar. Desde la residencia presidencial, las múltiples facciones de un proyecto a la deriva traficaban nombres –que finalmente se quedarían en su casa– y el único maquillaje para un Macri avejentado consistiría en reducir a la mitad la cantidad de ministerios, en un intento de darle mayor entidad a un grupo que tampoco pesaría demasiado. En un involuntario homenaje a ese día en el que la crisis obligó a poner todo en cuestión, más de dos años después, Infobae mantenía colgada en su sitio web la nota de Román Lejtman que aseguraba: “Prat Gay será canciller”.
La mayor transformación posible, la que deseaban los peronistas del oficialismo, se había visto frustrada bastante antes, devorada por la inestabilidad permanente. El anhelo de un gabinete de envergadura, con ministros de peso político y entidad propia, fue fagocitado en el incendio de todas las promesas. La idea de Frigerio, Monzó y también Larreta de sumar al peronismo prolijo al elenco de gobierno no tuvo chances siquiera de ser considerada. El sueño de incorporar caras amables del PJ como Juan Manuel Urtubey, Miguel Ángel Pichetto y Omar Perotti para mezclarlos en un gabinete con Sanz, Lousteau y Melconian era inviable mientras Macri y Peña siguieran con vida, aferrados a su respirador artificial: los dólares del Fondo que ordenaba Trump, aunque –claro– sin poner de la suya para un experimento tan osado. A esa altura, ningún gobernador quería abandonar su provincia para ir a probar suerte en la ruleta rusa del macrismo. Tampoco nadie que tuviera chances propias de crecer en política.
Las diferencias quedarían explicitadas dos años después, con un regreso de Macri a los primeros planos, que presentaría como principal “autocrítica” el haber confiado la política a los “filoperonistas” de su gobierno. No solo el ingeniero lo pensaba. Todo el antiperonismo militante de Cambiemos tenía la misma convicción: detrás de la quimera de la gobernabilidad, el experimento amarillo le había entregado demasiado a las distintas variantes del PJ.
El cerebro
Más acorde con la hora que corría, él tenía un argumento propio, capaz de tentar al peronismo del medio con la consigna de preservarse y no arriesgar hasta que asomaran tiempos mejores. Con una prédica sostenida a favor de la no intervención, buscaba arrimar el PJ no kirchnerista a una posición que se vistiera de neutral y sirviera, de manera decisiva, a la reelección de Macri. Experimentado, de regreso de todo y obligado a permanecer en la sombra, Carlos Grosso tenía una doble función en la antesala de las presidenciales de 2019. Por un lado, su diálogo privilegiado con el presidente, con su jefe de Gabinete y con Jaime Durán Barba, que le pedían un aporte puntual en temas y momentos específicos. Por el otro, tal vez entonces más importante, su predicamento entre los sectores del peronismo que aborrecían al cristinismo del final y compartían con Cambiemos la ilusión modernizadora. Aun cuando la fantasía del gradualismo se había desvanecido y el gigante del macrismo se caía desde sus pies de barro, el lejano antecesor de Macri en la ciudad dedicaba buena parte de sus días a horadar la ambición de un PJ que veía tambalear al presidente y creía que los plazos se habían acortado. Grosso lo hablaba con Pichetto, el vértice pejotista de la gobernabilidad amarilla, pero lo hacía con todo un arco de diletantes que, después de huir del espacio kirchnerista, navegaba y especulaba en un mar de dudas en el que terminaría ahogado.
La mente brillante que, según sus compañeros, había asomado a la política grande demasiado joven siempre precedía sus palabras con una aclaración, producto de una deserción que llamaba honestidad intelectual: “Hablaré con mis últimos resabios de Peronia”, decía, antes de desarrollar su argumento. Ese componente cada vez más bajo de peronismo en sangre no le impedía pararse como miembro de la gran familia de un PJ en estado deliberativo, que discutía hacia dónde mutar. “Cualquiera de nuestros muchachos en octubre de 2019, más tarde o más temprano, es un pasaje a Caracas”, afirmaba. Como si las circunstancias estuvieran diseñadas de manera tal que los epígonos de Perón estuvieran destinados a asumir el poder sin margen de acción y solo pudieran terminar en una cruzada expropiadora.
De acuerdo con la maqueta que Grosso presentaba en las mesas de la dirigencia que se decía lejos de Macri y de Cristina, había un error en la manera habitual de analizar el experimento de Cambiemos. Se reducía el gobierno de los CEO a una burda copia del menemismo y se negaba que en los últimos veinte años se había consolidado un camino de acuerdos sobre temas que ya no se discutían, como el déficit cero que ordenaba el Fondo y la baja de la inflación, que el presidente había prometido resolver en cuestión de horas. No era Macri sino la corriente lo que llevaba al sacrificio permanente. Visto desde el futuro, Chile, el ejemplo de transición virtuosa entre Michelle Bachelet y Sebastián Piñera que a Grosso le gustaba ensalzar, no era de lo más feliz. Se trataba, claro, de una serie de lugares comunes de la ortodoxia que el ingeniero Macri ayudaría a derrumbar de este lado de la cordillera, con su fracaso económico en todas las líneas. Hijo del pragmatismo más descarnado, el jesuita que había gobernado la Capital Federal durante los primeros años de Menem afirmaba que había un deterioro muy grande del pensamiento legado por Perón: “De producir y redistribuir el ingreso pasamos a la cartelización de la obra pública y el subsidio al desempleo”, decía, con un lenguaje por entero compatible con la prédica del PRO puro y la cadena nacional de los grandes formadores de opinión. Así pensaba también parte de la dirigencia que se movía entre Sergio Massa, Juan Schiaretti, Juan Manuel Urtubey y Roberto Lavagna.
Grosso se lo planteó a Pichetto, casi un año antes de que el senador diera su salto olímpico hacia el macrismo: “Lo mejor para el peronismo –le dijo– es hacer mutis por el foro”. Y agregó: “Esta no es una coyuntura para políticas públicas peronistas. Se requiere terminar el ciclo: consumirlo y consumarlo”. La charla trascendía en sectores del ex Frente para la Victoria que entonces se decían cerca del señor gobernabilidad y, un tiempo después, se convertirían en funcionarios de Alberto Fernández. El exgerente de Socma no solo guardaba un agradecimiento especial al clan Macri, por una relación que había nacido en tiempos del Franco todopoderoso, sino que aludía a Mauricio como si todavía fuera un chico. “Dejen que el pibe haga el trabajo sucio que hay que hacer. Es el único que está dispuesto”, solía promoverlo. Para inmolarse en el ajuste, sugería, no había nadie como Macri. Lo ataba a la familia de origen calabrés la deuda que sentía por la protección que el patriarca le había dado durante la última dictadura militar, a él y a otros peronistas como Schiaretti y José Octavio Bordón. Cuarenta años después, el pasado que a Macri tanto le gustaba negar le daba réditos concretos en su aventura de gobierno.
De acuerdo con el razonamiento de Grosso, al PJ moderado no le convenía disputar el poder en 2019 y lo único que podía ganar en las presidenciales era la puerta de acceso a un problema de dimensiones mayúsculas. El asesor discreto del primer presidente empresario predicaba por un PJ que adscribiera a un pensamiento de modernidad