El peronismo de Cristina. Diego Genoud
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Así como la Renovación de Antonio Cafiero, José Luis Manzano y el propio Grosso había entendido que debía reivindicar la bandera de la democracia que se consagró con Raúl Alfonsín, el PJ poskirchnerista tenía la misión de desdramatizar la necesidad del ajuste. Entre el entusiasmo y la euforia, los dueños de la Argentina estarían dispuestos a firmar al pie, sin ningún tipo de objeciones, ese programa para resetear al peronismo. La duda no resuelta –ni siquiera enunciada– era si había resto social para abrazar ese ideario en un país que había convertido a Macri en jefe de Estado y cruzaba el largo desierto de la recesión, la caída del poder adquisitivo y el endeudamiento atroz. Aunque Grosso decía que sí, agosto y octubre de 2019 dirían que no.
Aun errado, el esfuerzo intelectual del exintendente tenía su mérito. A contramano de un mundillo casi siempre preso del corto plazo y las encuestas, su dibujo no se dejaba gobernar por el puro presente y remontaba una línea directriz que unía en su cabeza los lejanos años ochenta con el tiempo excepcional de Macri en la presidencia. Siempre propenso a la venta de un futuro a medida de sus pretensiones, decía que el ortodoxo sindicalista petrolero y jefe del bloque de diputados del PJ Diego Ibáñez había sido para Raúl Alfonsín lo que en la antesala de ese 2019 electoral CFK representaba en relación con el egresado del Cardenal Newman.
Pero, el propio Grosso lo admitía, la entonces senadora no era tan fácil de subsumir en el pasado. Mientras que en aquella primavera democrática el último líder del PJ era Perón y estaba muerto, en los años del macrismo la persona que había ejercido el liderazgo más reciente no solo estaba viva sino que tenía una “considerable” intención de voto. Por no decir inigualable. “Sin menospreciar, muy por el contrario, la fortaleza de sus ovarios y el carácter épico del accionar de CFK, la Renovación tuvo un gran desafío que fue construir una alternativa al sindicalismo que para ese entonces tenía la estructura y los fierros”, explicaba.
Entre cuatro paredes, el pensamiento de quien era considerado uno de los cuadros más lúcidos que había dado el PJ envolvía a la dirigencia del peronismo del medio. Afuera, sin embargo, no tenía más eco que el de los analistas del Círculo Rojo, un grupo de empresarios obstinados y algunas viudas envenenadas en el rencor que remaban todavía en las aguas de la política. A contramano de su baja consideración pública, Grosso era un mito viviente, venerado en la trastienda de la política y en la residencia de Olivos. Su larga trayectoria se había truncado antes de tiempo por el fuego de la primera corrupción, pero su predicamento todavía era alto entre desorientados y perdedores. Fue Pichetto, precisamente, el encargado de vocear en la superficie las hipótesis que Grosso elaboró en su gabinete a las sombras.
El asesor no militaba en absoluta soledad. Nacido en la provincia de Chaco, tenía como operador a otro peronista de frontera, que iba y venía entre el macrismo y el PJ: el exjefe de la SIDE durante los años de Duhalde, Miguel Ángel Toma. Ambos formados por los jesuitas, Toma y Grosso habían arrancado juntos en 1983, en tiempos en que Patricia Bullrich era secretaria del partido, y nunca habían desactivado su lazo. Una vida después, ese triángulo volvía a conectarse. Ya en 2018, antes de que Pichetto diera el salto, Toma fingía tomar distancia de Macri, visitaba al senador en su despacho y le vendía al periodismo los planes del peronismo raquítico para imponer un candidato en la ciudad como Marco, el hijo disponible para la política menor que presentaba Lavagna grande.
Entre huérfana y devastada después del estallido de 2001, esa subjetividad encontró una nueva oportunidad en Macri y en la identidad nuevista del PRO que Gabriel Vommaro describió como nadie en su libro La larga marcha de Cambiemos. Tantos años después, las hipótesis de Grosso podían ser leídas como admisión de su propia derrota doctrinaria. Víctima temprana de Menem en los años noventa, tres décadas más tarde asumía sus consignas para adornar el proyecto que más se le parecía. Al final de un extenso recorrido en el peronismo, la estación final de Pichetto actualizaba la traza que unía los ideales del abogado riojano con los del ingeniero nacido en Tandil.
Para el superviviente Grosso, todo formaba parte de una cruel paradoja. Había pasado la mitad de su vida convencido de que su desgracia había comenzado en el fatídico y lejano julio de 1992, cuando en un encuentro partidario en Cosquín había asegurado que el tiempo del ajuste había quedado atrás y que era necesario salir de la etapa monetarista para poner el acento en lo productivo. Ese día, el gran privatizador Roberto Dromi –que figuraba como orador después del entonces intendente– había sorprendido al auditorio con una pregunta: “Después de este, ¿quién es capaz de hablar?”. Poco después, como parte de una historia circular, Grosso empezaría a tener dificultades en los recién creados tribunales federales y su carrera entraría en zona de turbulencia. Primer emblema de la inagotable saga de la corrupción, el futuro asesor de Macri no tenía dudas: era Menem el que se había dedicado a perseguirlo en forma despiadada. Y, sin embargo, a la vuelta de los años, el exintendente presentaba un programa político afín al que su verdugo había llevado a lo más alto. Crítico de la corporación política, del peso de una estructura sindical intolerable y de un conurbano que las migraciones internas y la pobreza habían constituido, de forma paradójica, en dueño de las elecciones presidenciales, su prédica calzaba perfecto con la ambición de los ganadores del modelo, pero no redundaba en beneficio propio. Eso juraban sus amigos: pese a su fama de reciclado y al lobby que le atribuían para empresas importantes, la de Grosso era un alma destrozada. Había tenido que abandonar demasiado rápido su departamento de trescientos metros cuadrados en el Palacio Estrugamou y, según decía la leyenda, se veía obligado a moverse en un Fiat Duna. Ni siquiera el heredero del clan Macri lo había rescatado de una situación en la que no podía hacer frente a sus deudas y debía recibir la ayuda de viejos incondicionales, por supuesto peronistas.
El peronismo deseado
De aquel Macri fascinado con Carlos Menem, del que el misionero Ramón Puerta había reclutado para la política y del que Eduardo Duhalde había soñado como candidato del PJ en algún momento de 2002, no quedaban rastros públicos. Los archivos arrancaban con datos posteriores, que partían de la aventura de Compromiso para el Cambio y el nuevo camino del empresario generoso que se comprometía para “cambiar las cosas”. Ensamblado en la factoría de Cambiemos, el candidato de la antipolítica había ganado las presidenciales con la bandera del antiperonismo y había logrado darle vigor electoral a un ejército de náufragos que se había debatido en la impotencia durante los largos años del kirchnerismo. Raro producto del hastío que las clases medias y los sectores altos experimentaron tras el estallido de 2001, Macri había constituido una ajustada mayoría social y se decía predestinado a reparar setenta años de atraso y frustraciones. Además, había encontrado rápido a disposición el acompañamiento acrítico de los grandes medios, un sindicalismo abierto al colaboracionismo y un nivel de interlocución envidiable con los movimientos sociales, algo que Cristina Fernández no había tenido, ni se había preocupado por tener.
Al gigantesco clamor externo por un proyecto que le ofrecía todo al sector privado y a la euforia de los mercados que se preparaban para una oportunidad única, se sumaba la propuesta de una sociedad virtuosa con el peronismo antikirchnerista, que pretendía inaugurar un cambio de época. Entre el sacrificio y el rencor, el PJ institucional estaba dispuesto a acompañarlo en sus líneas directrices, incluso en detrimento de sus propias aspiraciones. La mayor parte de los gobernadores peronistas, el Senado que lideraba Pichetto, el Frente Renovador de Massa, un bloque valioso de diputados resentidos, la conducción de la CGT y las almas justas de Comodoro Py se abrazaban detrás de la consigna fundamental de sepultar a Cristina en el pasado. Al lado del presidente, veían una foto que los beneficiaba: el peronismo reducido a una confederación de partidos provinciales y los leales a CFK arrinconados en dos territorios principales, la provincia de Buenos Aires y la Cámara de Diputados. Como reverso, en zonas a priori inflamables, el tránsito del ingeniero era