La Corte Suprema Argentina. José Miguel Onaindia
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La Argentina siguió el modelo la Constitución de Filadelfia de 1776, de los Estados Unidos de América, y adoptó como forma de gobierno el presidencialismo. Este régimen se caracteriza por establecer entre sus órganos relaciones de interdependencia por coordinación y una función esencial que es la de ejercer el control de constitucionalidad de leyes y actos, tanto públicos como privados, por la que supervisa la actividad de los restantes órganos de gobierno y su armonía con las normas y principios constitucionales. Esta función es otorgada al Poder Judicial de la Nación, cuya órgano máximo es la Corte Suprema.
La forma federal de Estado que los constituyentes adoptaron le otorga una especial configuración a la función jurisdiccional antes aludida. El federalismo impone la existencia de un doble orden judicial, dado que las provincias retienen un porcentaje importante de la resolución de conflictos y están obligadas por imperio de lo dispuesto en el art. 5 de la Constitución Nacional, a asegurar la administración de justicia en sus territorios. Por consiguiente, hay en el sistema judicial argentino una justicia federal cuya cabeza es la Corte Suprema de Justicia de la Nación y una justicia local de las provincias y, desde la reforma de 1994, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que conforman una unidad de función cuyas competencias están distribuidas de acuerdo con las pautas establecidas en el texto constitucional. Ambas cumplen la función jurisdiccional, pero en casos disímiles, de acuerdo con la competencia acordada. Debe entenderse por competencia “material” la naturaleza de los asuntos que el tribunal está autorizado a resolver (civil, comercial, penal, laboral, etc.) y territorial, de acuerdo con el distrito geográfico donde pueda desempeñar el órgano sus funciones.
Cómo se designa a los jueces
La independencia con que ha sido concebido el Poder Judicial en nuestro ordenamiento se manifiesta a través de su alejamiento de la política partidaria y porque las designaciones de sus miembros no provienen del mandato electivo. Para tornar eficaces estas características de nuestro órgano judicial, el constituyente diseñó un sistema de designación que no tiene como sustento la elección popular y resulta ajena a la intermediación de los partidos políticos, al menos en su concepción teórica. También estableció una diferencia sustancial mediante el otorgamiento de la garantía de inamovilidad de los jueces, que impiden que el órgano judicial tenga renovaciones coincidentes con los cambios de mayorías políticas. El ejercicio de la función sin mandato determinado intenta garantizar al ciudadano el alejamiento de los jueces de intereses políticos que puedan generar dudas sobre la imparcialidad de sus decisiones y permitir un desarrollo coherente de la atribución de interpretar la ley.
Los constituyentes originarios concibieron al órgano judicial como un verdadero poder del Estado, que comparte con los restantes órganos el gobierno de la Nación. “Si el Poder Judicial gobierna la nación en el ámbito de su competencia al igual que los Poderes Legislativo y Ejecutivo en el marco de las que tienen respectivamente asignadas, ejerce un poder de naturaleza esencialmente política, cuyas manifestaciones son múltiples”, opina acertadamente Eduardo Graña y subraya que este poder político se expresa con claridad cuando los tribunales realizan en nuestro sistema el control de constitucionalidad de las normas, haciendo operativo el principio de supremacía de la Constitución y declaran la invalidez de una ley o un acto dictado o ejecutado por los restantes órganos de gobierno.3
La concepción de la independencia del Poder Judicial que heredamos del pensamiento de Alexander Hamilton no implica dotar de una superioridad jerárquica al Poder Judicial sobre el Legislativo o Ejecutivo, sino crear un órgano de control que restablezca la soberanía del pueblo expresada en la Constitución, cuando la voluntad del Parlamento se ha alejado de ella o cuando el Ejecutivo la viole por decisiones arbitrarias. Esta función del órgano judicial resulta trascendente para la salud del sistema político porque consiste en preservar el sistema democrático frente a desviaciones de los restantes órganos de gobierno. La circunstancia de que los miembros de la Corte y los jueces inferiores carezcan de mandato popular para ejercer sus funciones no altera la legitimidad de sus acciones, ni los coloca en desigualdad frente a los otros órganos. No podemos soslayar que los mecanismos previstos en nuestra Constitución hacen que el cuerpo electoral intervenga en la decisión a través de sus representantes, pues la responsabilidad de la designación recae en el presidente de la Nación (art. 99 inc. 4 de la Constitución Nacional), con el acuerdo previo del Senado, requisito indispensable para que el Ejecutivo pueda ejercer su potestad de designación. Por consiguiente, en este mecanismo complejo de nombramiento intervienen quienes ejercen sus mandatos a través del derecho de sufragio.
Tales argumentos fueron soslayados cuando se atacó al Poder Judicial durante la última presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. Llamativamente, tanto la primera mandataria como su marido y ex presidente y parte del elenco gubernamental habían sido miembros de la Convención Constituyente de 1994 y ninguna objeción manifestaron sobre este mecanismo de designación ni sobre la organización del Poder Judicial. La justicia argentina es democrática porque se organiza de acuerdo con las pautas de la Constitución Nacional, conforme sucede en todos los países que han adoptado la democracia como forma de Estado.
La función de interpretación judicial es absolutamente esencial en todo ordenamiento jurídico. Hans Kelsen sostenía que el derecho vigente era la norma y la interpretación que de ella realizaban los jueces en cada momento histórico. La interpretación judicial diseña la forma y el contenido de los derechos e instituciones consagrados en la Constitución escrita y permite que sus textos se adapten a la dinámica social, dando respuestas a los conflictos que toda sociedad desarrolla en su evolución. Si bien la actividad está subordinada a la ley, la función interpretativa va dando contenido concreto a las cláusulas generales de la Constitución o de la ley, y construyendo su dramaturgia a través del tiempo.
El constituyente dedica dos capítulos de la Sección Tercera a la regulación constitucional del Poder Judicial y de su función. Desarrolla en estos artículos los principios básicos que hemos expuesto y enfatiza la independencia de este órgano, especialmente con respecto al presidente. La prohibición contundente al presidente de la Nación para que ejerza funciones judiciales, contenida en el art. 19 de la Constitución Nacional, es una derivación razonada de la forma de gobierno adoptada por el constituyente y del claro objetivo de evitar la concentración de funciones en el órgano ejecutivo, aunque en la Constitución de los Estados Unidos no tiene cláusula equivalente.
La separación de funciones que impide al presidente cumplir actividad jurisdiccional, aun en los supuestos de emergencia institucional, como el estado de sitio, demuestra la vocación constitucional de impedir cualquier tipo de intromisión del titular del Ejecutivo en el ejercicio de las atribuciones que con exclusividad se otorga a este poder. Nótese que la división entre las otras funciones del Estado (legislativa y ejecutiva) no tiene la misma fuerza, puesto que se le han reconocido –primero por vía de interpretación y luego por su inclusión en el texto constitucional– numerosas facultades de legislación al presidente. También desde el inicio de nuestra organización constitucional hubo una más estrecha colaboración entre estos dos órganos, al reconocérsele al presidente la facultad de iniciativa legislativa y de promulgación de leyes, observación (comúnmente llamado “veto”) y reglamentación de la ley. Solo en casos excepcionales se reconoce a órganos de la administración la capacidad de desarrollar actividad jurisdiccional –tribunales administrativos–, pero exclusivamente en el caso de que sus decisiones sean revisadas por órganos judiciales. Sin esta posibilidad de revisión, la existencia de ese tipo de actividad es reputada inconstitucional y así lo ha expresado la Corte Suprema de Justicia en numerosos fallos a lo largo de su historia.
Mediante las garantías de inamovilidad e intangibilidad de la remuneración de los magistrados se ha pretendido asegurar que la separación de funciones impuesta tenga vigencia real. Ambas garantías de los jueces intentan impedir que por vías indirectas