La vida de los Maestros. Baird T. Spalding
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A una señal dada, se hizo descender la canasta y fuimos izados uno por uno hasta el desplome, a unos ciento treinta metros de altura. Una vez allí buscamos un sendero para poder subir hasta el templo situado a ciento setenta y cinco metros más arriba, y cuyos muros seguían a la pared rocosa. Se nos informó que haríamos la segunda ascensión igual que la primera. En efecto, vimos emerger del templo una viga similar a la del desplome. Se nos envió una cuerda que fue atada a la misma canasta y fuimos de nuevo izados uno por uno hasta la terraza del templo.
Tuve una vez más la impresión de encontrarme sobre el techo del mundo. La cima rocosa que sostenía el templo dominaba en trescientos metros a todas las montañas de los alrededores. El pueblo de donde habíamos partido se encontraba trescientos metros más abajo en la cima de un puerto por donde se pasaba para atravesar los Himalayas. El nivel del templo era inferior en trescientos cincuenta metros a aquel que yo había visitado con Emilio y Jast, pero desde aquí la vista se extendía más. Nos parecía que podíamos ver en el espacio infinito.
Se nos instaló confortablemente para la noche. Nuestros tres amigos nos informaron que irían a visitar a algunos de sus compañeros y que estaban dispuestos a llevar nuestros mensajes. Escribimos entonces a nuestros compañeros, indicándoles cuidadosamente nuestra posición, fecha, hora y localidad. Guardamos copias de nuestros mensajes y tuvimos la oportunidad de comprobar más tarde que habían sido remitidos a los destinatarios en menos de veinte segundos después de haber dejado nuestras manos. Cuando les dimos los mensajes a nuestros amigos nos estrecharon la mano diciendo «hasta luego», hasta mañana y luego desaparecieron uno después de otro.
Después de una buena comida servida por los guardianes, nos retiramos, pero sin dormir, ya que nuestras experiencias comenzaban a impresionarnos profundamente. Estábamos a tres mil metros de altitud, sin un alma cerca, excepto los sacerdotes, y sin otro ruido que el sonido de nuestras propias voces. El aire estaba completamente inmóvil. Uno de nuestros compañeros dijo: «No hay nada de sorprendente en que se haya elegido el emplazamiento de estos templos como lugar de meditación. El silencio es de tal modo intenso, que parece tangible. Este templo es ciertamente un buen lugar de retiro. Voy a salir a echar un vistazo por los alrededores».
Salió, pero volvió para entrar diciendo que había una espesa niebla y no se veía nada. Mis dos compañeros se durmieron pronto, pero yo tenía insomnio. Entonces me levanté, me vestí y subí al techo del templo y me senté con las piernas colgadas fuera de la muralla. Había suficiente claro de luna filtrándose a través de la niebla cuyas ondulaciones se extendían en la proximidad. Esto me recordaba que uno no estaba suspendido en el espacio, que había algo más abajo, que el suelo existía, que el lugar en el que yo estaba sentado permanecía ligado a la tierra.
De repente tuve una visión. Vi un gran haz luminoso cuyos rayos se extendían en abanico. El rayo central era el más brillante. Cada rayo continuaba su trayectoria hasta que iluminaba una parte bien determinada de la tierra. Después todos los rayos se fundían en un gran rayo blanco. Convergían en un gran rayo central de luz blanca, tan intensa que parecía transparente como cristal. Tuve entonces la impresión de planear en el espacio sobre el espectáculo. Mirando hacia la lejana fuente del rayo blanco, percibí espectros de un pasado inmensamente remoto. Avanzaban en un número creciente y en filas estrechas hasta un lugar en donde se separaban. Se alejaban más y más los unos de los otros hasta llenar el rayo luminoso y cubrir la tierra. Parecían emanar todos del punto blanco central, después cuatro pares, después dieciséis pares, y así hasta el punto de divergencia, donde llegaron a ser más de cien, uno junto a otro y desplegados en forma de abanico apretado. En el punto de divergencia, se desparramaban y ocupaban todos los rayos, marchando sin orden cada uno a su gusto. El momento en que los espectros cubrieron toda la tierra coincidía con el máximo de divergencia de los rayos. Después las formas espectrales se aproximaron progresivamente las unas a las otras. Los rayos convergieron hacia su punto de partida, donde las formas entraron una a una, habiendo así completado su ciclo. Antes de entrar se habían reagrupado, lado con lado, en una fila cerrada de una centena de almas. A medida que avanzaban su número disminuía hasta que todas se unieron en una sola, y esta entró en la luz.
Me levanté bruscamente con la sensación de que el lugar era poco seguro para soñar y me retiré a mi lecho, donde no tardé en dormirme.
XVIII
Habíamos pedido a uno de los guardias que nos despertara con las primeras luces del alba. Golpeó nuestra puerta cuando me parecía que apenas había tenido tiempo de dormir. Saltamos todos fuera de nuestros lechos, ansiosos como estábamos de ver la salida del sol desde lo alto de nuestro mirador. Nos vestimos con rapidez, y fuimos a la terraza como tres escolares impacientes. Hicimos tanto ruido que los guardianes, asustados, vinieron apresuradamente a ver si habíamos perdido la cordura. Pienso que algazara similar no había turbado la paz de aquel viejo templo desde su construcción, es decir desde hacía mil años. En efecto, el templo era tan antiguo que formaba parte la roca sobre la que descansaba.
Ya en la terraza, las recomendaciones se volvieron inútiles. Desde el primer vistazo, mis dos compañeros quedaron boquiabiertos, y con los ojos desorbitados. Supongo que hice otro tanto. Esperaba sus comentarios cuando gritaron casi al unísono: «¡Pero estamos ciertamente suspendidos en el aire!». Su impresión, era exactamente la misma que tuve yo en el otro templo. Todos habían olvidado por un momento que sus pies reposaban sobre el suelo y tenían la sensación de flotar en la atmósfera. Uno de ellos remarcó: «No me sorprende que los Maestros puedan volar después de haber tenido esta sensación». Una breve explosión de risa nos sacó de nuestros pensamientos. Nos giramos y vimos inmediatamente detrás de nosotros a Emilio, Jast y nuestro amigo de los documentos. Uno de mis compañeros quiso estrechar la mano a todos y a la vez exclamó: «¡Es maravilloso! No hay nada sorprendente en que podáis volar después de haber estado aquí». Sonrieron y uno de ellos dijo: «Sois libres de volar como nosotros. Es suficiente saber que vosotros tenéis el poder interior de hacerlo, y después utilizad ese poder».
Observamos el paisaje. La niebla había bajado y flotaba en grandes ondulaciones. Pero estaba todavía bastante alta, como para dejar ver algún metro cuadrado de tierra. El movimiento de los bancos de niebla nos daba la impresión de estar transportados sobre olas silenciosas. Mirando a lo lejos, se perdía todo sentido de gravitación y era difícil imaginarse que no se estaba planeando en el espacio. Personalmente había perdido de tal modo el sentido de la gravedad que flotaba sobre el techo. Al sonido de una voz, caí rudamente; sentí un choque cuyos efectos tardaron muchos días en disiparse.
Como el templo nos pareció muy interesante, esa misma mañana decidimos permanecer en él tres días más, puesto que no había más que un solo lugar interesante antes de reencontrar a las otras secciones. Emilio había traído mensajes. Uno de ellos nos informó que la sección de nuestro jefe había visitado este templo tres días antes. Después del desayuno, salimos para ver la niebla disiparse gradualmente. La observamos hasta su completa desaparición y la aparición del sol. Vimos el pequeño pueblo anidado bajo el acantilado y el valle extendiéndose a lo lejos.
Nuestros amigos habían decidido visitar el pueblo y nosotros les pedimos permiso para acompañarlos. Ellos respondieron afirmativamente, riendo, y nos aconsejaron servirnos de la canasta, diciendo que así tendríamos un aspecto más agradable que si tratábamos de usar su modo de locomoción. Descendimos uno a uno sobre el desplome, y de allí a la pequeña meseta que dominaba el pueblo. Apenas