La vida de los Maestros. Baird T. Spalding
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Ellos respondieron: «Somos hombres similares a vosotros. ¿Por qué os obstináis en considerarnos como seres diferentes? No nos diferenciamos de vosotros en nada. Hemos desarrollado simplemente más los poderes que Dios nos da a todos».
Preguntamos entonces: «¿Por qué somos incapaces de realizar las mismas obras que vosotros?». La respuesta fue: «Y todos aquellos con quien entramos en contacto, ¿por qué no nos siguen y cumplen las obras? No podemos, ni deseamos imponer nuestros métodos. Cada cual es libre de vivir y hacer su camino como le parezca. No buscamos más que mostrar el camino fácil y simple que hemos probado y encontrado satisfactorio».
Nos sentamos a la mesa y la conversación giró sobre los acontecimientos de la vida corriente. Yo estaba lleno de admiración, ante los cuatro hombres que estaban sentados frente a nosotros. Uno de ellos había acabado casi después de dos mil años la perfección de su cuerpo y podía llevarlo donde quisiera. Había vivido un millar de años en la tierra y conservaba la actividad y la juventud de un hombre de treinta y cinco años.
Al lado de él estaba un hombre de la misma familia, pero más joven en cinco generaciones. A pesar de haber vivido setecientos años sobre la tierra, no parecía haber alcanzado los cuarenta. Su ancestro y él podían pasar por dos hombres ordinarios y no se privaban de ello.
Después venía Emilio, que había vivido ya más de quinientos años y parecía tener sesenta. Y al final Jast, que tenía cuarenta años y lo parecía. Los cuatro conversaban como hermanos, sin el menor sentimiento de superioridad. A pesar de su amable simplicidad, cada una de sus palabras denotaba una lógica perfecta y mostraba que conocían el tema a fondo. No presentaban traza ni de mito ni de misterio. Se presentaban como hombres ordinarios en asuntos corrientes. Me costaba creer que no se trataba de un sueño.
Después de la comida, uno de mis compañeros se levantó para pagar la cuenta. Emilio dijo: «Vosotros sois aquí mis huéspedes». Y le tendió a la posadera una mano que nosotros creíamos vacía. Al mirarla vimos que contenía el importe exacto de la cuenta. Los Maestros no llevan consigo dinero, y no tienen necesidad de que nadie se los suministre. En caso de necesidad, el dinero aparece en sus manos sacado directamente de la Sustancia Universal.
Al salir del albergue, el Maestro que acompañaba a la quinta sección nos estrechó la mano diciendo que era necesario que volviera a su grupo, después de lo cual desapareció. Anotamos la hora exacta de su desaparición y pudimos comprobar más tarde que se había reunido con su sección unos diez minutos después de habernos dejado.
Pasamos el día con Emilio, Jast y nuestro «amigo de los archivos», como lo llamábamos, y paseamos por el pueblo y los alrededores. Nuestro amigo contó con verismo detalles de la estancia de doce años de Juan Bautista en el pueblo. En efecto, esas historias nos fueron presentadas de una manera tan nítida que tuvimos la impresión de revivir un oscuro pasado, hablando y marchando con Juan. Hasta entonces nosotros habíamos considerado siempre a esta gran alma como un carácter mítico evocado mágicamente por los mistificadores. A partir de ese día, Juan se volvió para mí un verdadero carácter viviente. Lo imagino como si pudiera verlo, paseándose como nosotros en el pueblo y sus alrededores y recibiendo de esas grandes almas una enseñanza tal que lo llevó a captar completamente las verdades fundamentales.
Durante toda la jornada, anduvimos de acá para allá, escuchando interesantes relatos históricos, oímos la lectura y traducción de documentos sobre el mismo lugar donde los hechos relatados habían pasado hace miles de años. Después volvimos al pueblo, antes de la caída del sol, muy fatigados.
Nuestros tres amigos no habían dado un paso menos que nosotros, pero no mostraban el menor signo de lasitud. En tanto que nosotros estábamos cubiertos de barro, de polvo, de sudor, ellos estaban frescos y dispuestos, y sus vestimentas blancas estaban inmaculadas como a la partida. Ya habíamos notado que las vestimentas de los Maestros no se ensuciaban jamás, y les habíamos preguntado sobre ello, pero sin obtener respuesta.
Esa noche la pregunta fue renovada y nuestro amigo de los archivos replicó: «Esto os sorprende, pero nosotros nos sorprendemos más todavía del hecho de que un grano de sustancia creada por Dios pueda adherirse a otra creación de Dios a la cual no pertenece, a un lugar donde no es deseada. Con una concepción justa esto no sucedería, ya que ninguna parcela de la sustancia de Dios puede encontrarse colocada en mal lugar».
Un segundo más tarde constatábamos que nuestros vestidos y cuerpos estaban limpios como los de los Maestros. La transformación tuvo lugar instantáneamente en mis compañeros y en mí. Todo indicio de fatiga desapareció y nos sentimos descansados como si acabáramos de levantarnos y tomar un baño. Tal fue la respuesta a todas nuestras preguntas.
Creo que nos retiramos esta noche con el sentimiento de paz más profundo que habíamos tenido desde el principio de nuestra estancia con los Maestros. Nuestro temor respetuoso se transformaba rápidamente en un profundo amor por esos corazones buenos y simples que hacían tanto bien a la humanidad. Ellos llamaban a todos los hombres hermanos y nosotros empezamos a considerarlos como tales. No se atribuían ningún mérito, diciendo siempre que era Dios que se expresaba a través suyo.
«Por mí mismo no puedo hacer nada. El Padre que mora en mí es el que hace las obras».
XVII
A la mañana siguiente, todas nuestras facultades estaban alerta esperando la revelación que ese día nos iba a aportar. Comenzamos a considerar cada jornada en sí misma como el desarrollo de una revelación, y teníamos el sentimiento de rozar solamente el sentido más profundo de nuestras experiencias. Durante el desayuno nos informaron que iríamos a un pueblo situado más arriba, en la montaña. Desde allí iríamos a visitar el templo situado sobre una de las montañas que yo había percibido desde el templo, anteriormente descrito. No sería posible hacer más de veinticinco kilómetros a caballo. Se convino que dos habitantes nos acompañarían esta distancia, para después conducir los caballos hasta un pequeño pueblo, donde los guardarían esperando nuestro regreso. Las cosas ocurrieron como estaban previstas. Confiamos los caballos a los del pueblo y comenzamos la ascensión del estrecho sendero de montaña que conducía a nuestro pueblo de destino. Ciertas partes del terreno eran peldaños tallados en la roca.
Acampamos esa noche cerca de un albergue situado sobre una cresta a mitad de camino entre el pueblo donde habíamos dejado los caballos y el pueblo de destino. El posadero era un anciano grueso y jovial. En efecto, era de tal manera grueso y regordete que tenía más bien un aire de rodar que de caminar, y era difícil afirmar que tuviera ojos. Desde el momento en que reconoció a Emilio, le pidió que lo curara, diciendo que si no seguramente iba a morir. Supimos que ese albergue era atendido por padres e hijos desde hacía cientos de años. Este posadero estaba en su puesto desde hacía unos setenta años.
En sus principios había sido sanado de una tara congénita, incurable, y se había dedicado al trabajo espiritual durante dos años. Seguidamente había empezado a desinteresarse poco a poco y a contar con los otros para sacarlo de sus dificultades. Habían transcurrido veinte años, durante los cuales pareció gozar de una salud impecable. Súbitamente cayó en sus viejos errores, sin querer hacer el esfuerzo de salir de su letargo. No era más que un caso típico entre miles de otros congéneres que vivían sin preocuparse. Todo esfuerzo se vuelve como un fardo insoportable para ellos. Se desinteresan y sus plegarias de ayuda se vuelven mecánicas en lugar de estar formuladas con un sentimiento profundo e íntimo.
Partimos muy temprano a la mañana siguiente y a las cuatro de la tarde habíamos llegado a nuestro destino. El templo estaba colocado sobre una cima rocosa casi en la vertical del pueblo. La pared rocosa era tan abrupta que la única vía