Prevención del delito y la violencia. Franz Vanderschueren
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En las teorías de la criminalidad, los análisis abarcan el mediano y largo plazo y se refieren a grupos sociales y no a individuos. Se trata de comparar por ejemplo la evolución del número de pandillas violentas con los niveles socioeconómicos o el tipo de urbanización. Estos estudios ponen en evidencia correlaciones que pueden ser significativas, pero no siempre con valor universal. Por ejemplo, una comparación entre tasa de inmigración y tasa de criminalidad puede dar resultados contradictorios según los contextos. El tipo de estructura familiar tampoco genera comportamientos delictuales diferentes, sino más bien son las habilidades parentales que influyen mayormente o el valor que los individuos atribuyen a la supervisión parental que varía según los contextos culturales. Del mismo modo la pobreza si bien influye, no parece ser un factor decisivo salvo en determinados contextos que agravan el vivir pobre como por ejemplo en barrios de “desorganización social” o de alta complejidad. En estos casos, sería el grado de anomia que explicaría la criminalidad.
En la mayoría de los casos, las evidencias que derivan de estas teorías adquieren significación para la prevención cuando son contextualizadas. El ejemplo de la correlación entre tasa de criminalidad y desigualdad social ilustra esta constatación. La desigualdad como causa de la criminalidad está presente en el discurso de varios gobiernos latinoamericanos y es evidenciada a nivel internacional como un factor que explica la tasa de delincuencia: “La desigualdad de ingresos y pobreza generalizada son importantes correlatos de crímenes violentos, como amenazas, asaltos y robos” (Junger-Tas, 2012: 330). Las implicancias se pueden resumir en los siguientes términos: si la delincuencia es el resultado de la desigualdad, por ende, habría que centrar todas las políticas de prevención en disminuir la desigualdad y el resto sería simple paliativo.
Sin embargo, esta perspectiva requiere mayor análisis. En efecto, admitiendo que la desigualdad sería una causa remota de mucha delincuencia, hay que explicar por una parte los delitos que no derivan directamente de ella, como los delitos de cuello blanco, las violencias de género transversales a todas las clases sociales, el cibercrimen o la pedofilia. Por otra parte, hay que mostrar cómo la desigualdad se articula con la calidad de vida cotidiana de los habitantes y concretamente cómo se expresa esta desigualdad en términos no solo de ingreso sino de acceso a servicios como educación, salud, vivienda, transporte4 y en general de acceso a servicios urbanos dignos (Kessler, 2014) y cómo se manifiesta en cada territorio porque una mirada territorial muestra la heterogeneidad de las formas de desigualdad y vulnerabilidad. Por ejemplo, los barrios de alta complejidad evidencian condiciones de vida mediocres en comparación al resto de los barrios aún en período de mejoramiento socioeconómico general.
En síntesis, las teorías de la criminalidad contemplan el mediano y largo plazo e indican la importancia de variables que son determinantes para la evolución de la criminalidad, pero sirven sobre todo para que los gobiernos centrales o locales definan políticas sociales sectoriales cuyas consecuencias van a influir a mediano y largo plazo sobre la tasa de delincuencia y la calidad de vida. Requieren de análisis contextual y específico a cada tipo de territorio o grupo social, si no se quedan a nivel de generalidad y arriesgan esquivar las causas de los comportamientos delictuales o violentos. Una de las consecuencias de las teorías de la criminalidad es la obligación en los diagnósticos de seguridad urbana a evidenciar las principales características sociales que influyen en la criminalidad como por ejemplo la segregación espacial, la desigualdad de acceso a servicios sociales o urbanos o la calidad de la enseñanza.
Las teorías del crimen o del acto criminal
Estas teorías focalizan el pasaje al acto delictual intentando explicar porqué un individuo motivado comete un crimen en un momento determinado y en un lugar preciso. No analizan las características psicosociales de una persona sino el impacto de la interacción entre un individuo motivado y un entorno criminógeno.
La mayoría de estas teorías asumen dos postulados: la racionalidad del autor del delito y su entera responsabilidad. “Su premisa principal es que el delito es una conducta intencional, diseñada para beneficiar de alguna manera al delincuente” (Felson y Clarke, 2008: 200). Esta racionalidad se refiere sea a las consecuencias del acto (costo-beneficio), sea a los objetivos del autor que Cusson ha resumido en cuatro tipos: la acción (el delito como excitación o juego), la apropiación de bienes ajenos, la agresión (defensa o venganza) y la voluntad de dominación (Cusson, 1981; Ouimet, 2015).
Las referencias a la racionalidad de los objetivos del autor reenvían al origen del delito que puede derivar de frustraciones, del aprendizaje social, del impacto del entorno. Por ende, reenvían a las teorías de la delincuencia que enfocan las características individuales y la responsabilidad del delincuente y aquella de la sociedad.
La racionalidad que se refiere a las consecuencias de los actos enfrenta dos objeciones mayores. Por una parte, los costos sobre todo sociales y morales (sanción) son muy variables en función del tipo de delitos, poco elevados en la venta de drogas y en los robos, mayores en caso de crímenes violentos como el homicidio (+/-70 % son sancionados) y muy bajos en las agresiones sexuales en razón de las pocas denuncias (6 %) (Ouimet, 2015).
Por otra parte, este enfoque conduce a aumentar las penas para disminuir la comisión de delitos, lo que ha dado resultados bastante desiguales y a veces opuestos al objetivo buscado. Por ejemplo, el análisis de M. Bergman (2014) muestra que el tráfico de drogas en razón de la inelasticidad de la demanda, no baja en función del aumento de las sanciones, sino que genera un aumento del precio de la droga por los mayores riesgos (aumento de las penas) asumidos por el vendedor, lo que a su vez provoca la venta de drogas de menor calidad y mayor peligrosidad para los sectores populares. Análoga conclusión deriva de la aplicación de la “mano dura” a las pandillas centroamericanas que condujeron a su radicalización en “maras” (Rodgers, 2015). Del mismo modo la baja de la edad de responsabilidad penal juvenil conduce en muchos casos a una entrada en el crimen más temprana. Es decir, estas teorías que apuntan a la racionalidad del autor frente a las consecuencias de sus actos en particular las sanciones, requieren de un análisis más complejo y adecuado para verificar su validez que no es universal ya que el aumento (o disminución) de la sanción sirve en ciertos casos y es contraproducente en otros.
Entre las teorías del crimen se destacan la “teoría de la ventana rota”, la del “patrón delictivo” y sobre todo, el enfoque llamado de “actividades rutinarias” (Felson y Cohen, 1979), que fundamentan la prevención situacional. Para los autores de este último enfoque existiría delito cuando convergen tres factores: un posible delincuente motivado, un objetivo atractivo y alcanzable, la ausencia de un vigilante adecuado (Clarke y Felson, 2008). Estas teorías permiten visualizar espacios y tiempos específicos propicios al delito y modalidades de comportamientos habituales criminógenos como también las carencias de vigilancia. Por consiguiente, la prevención situacional facilitaría la identificación de formas de protección de estos espacios o tiempos. Permite también entender cómo el uso de tecnología puede ser un mecanismo de defensa frente al delito. Por ejemplo, el uso de la red WhatsApp entre vecinos o mujeres puede generar una forma de alerta y protección comunitaria.
Estas teorías ofrecen luces para definir políticas locales de urbanismo, de control social, de uso tecnológico apropiado, de protección de espacios públicos, mientras la del patrón delictivo evidencia la distribución geográfica del delito y la importancia del ritmo de actividad diaria, lo que permite obtener mapas del delito según las horas y los días de la semana y relacionar el delito con las rutas del desplazamiento de las personas. Su estrategia contempla tres aspectos: incrementar la dificultad, aumentar el riesgo y disminuir la ganancia para el delincuente. Su implementación, en América Latina, ha progresivamente añadido la participación ciudadana en la aplicación de estas medidas (Rau, 2018).
Sin embargo, este enfoque situacional no puede evitar los desplazamientos geográficos o a otro tipo de delito, o bien a