Un mundo dividido. Eric D. Weitz

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Un mundo dividido - Eric D. Weitz

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juez Smith Thompson, que disentía de la decisión mayoritaria del tribunal, defendió sin reservas los derechos de los indios. Según él, los cheroquis reunían todas las condiciones para que se los considerara un Estado soberano. Se gobernaban a sí mismos conforme a sus propias leyes y costumbres y ejercían el “dominio exclusivo” sobre sus tierras. Pese a haber cedido algunas a los blancos en virtud de tratados, no habían perdido su soberanía. Era frecuente, en efecto, que un Estado se aliara con otro más poderoso para que lo protegiera, pero eso no significaba que renunciase a su soberanía.117 El juez Thompson condenó con gran elocuencia y profunda indignación moral las violaciones de la soberanía india por parte del estado de Georgia. Estas acciones, que calificó de “repugnantes”, constituían una “vulneración directa y evidente de los derechos de propiedad”.118 Los “daños” causados a los demandantes (la nación cheroqui) “suponen la total destrucción del derecho de los cheroquis. Los perjuicios son graves e irreparables”.119 En la historia de Estados Unidos han sido muy contadas las personas de alto rango que hayan hecho una apología tan rigurosa de los derechos de los indios como la del juez Thompson y su “hermano”, como llamaba al juez Joseph Story, que también emitió un voto particular discrepante.

      En Worcester v. Georgia (1832), la última sentencia de la Trilogía Marshall, el Tribunal Supremo reiteró que la nación cheroqui formaba una “comunidad clara y definida” en su propio territorio, por lo que no estaba sujeta a las leyes del estado de Georgia. Estados Unidos tenía la facultad exclusiva de negociar con ella.120 Esta vez, Marshall ofreció una larga y elocuente exposición histórica para justificar la decisión del tribunal y, en particular, la idea de que los indios eran soberanos y a la vez dependientes de Estados Unidos. “Tras ocultarse durante siglos –escribió–, la empresa europea, guiada por la ciencia náutica, envió a algunos de sus hijos más audaces a este mundo occidental. Lo encontraron en manos de un pueblo que apenas había hecho ningún progreso en agricultura ni en industria y se dedicaba por lo general a guerrear, cazar y pescar”.121 ¿Por qué tenían esos pioneros derechos superiores a los de los habitantes nativos?, se preguntó Marshall. La respuesta era sencilla: “El poder, la guerra y la conquista otorgan derechos”. En Norteamérica, las tres cosas eran consecuencia del descubrimiento de las tierras: “El derecho procedía del descubrimiento”.122¿Qué ocurría con los pueblos nativos que ya estaban allí? El descubridor tenía el derecho exclusivo de comprar “cuantas tierras estuviesen dispuestos a vender los nativos”.123

      Los indios constituían naciones soberanas, y como tales habían firmado tratados con Gran Bretaña y posteriormente con Estados Unidos. Los cheroquis habían reconocido así que gozaban de la protección de este país. “Protección –escribió elocuentemente Marshall– no implica destrucción del protegido” ni que los indios “renunciaran al derecho a gobernarse a sí mismos”.124 La usurpación de las tierras y la vulneración del derecho de autogobierno de la nación cheroqui por parte del estado de Georgia eran “totalmente contrarias a la constitución y las leyes de Estados Unidos y los tratados que ha firmado”.125

      En las sentencias del tribunal, el juez Marshall adoptaba una “incierta posición intermedia”, que reconocía y limitaba la soberanía de los indios y definía la peculiar condición legal que tenían en Estados Unidos, pero al mismo tiempo permitía que se les siguiera desposeyendo de sus tierras, siempre y cuando fuera por medios lícitos.126

      La Trilogía Marshall pone de manifiesto la complejidad de la soberanía y los derechos, que nunca son absolutos. Hasta una gran potencia como Estados Unidos vio su soberanía restringida en las tierras indias. Las sentencias también se distinguían por hacer mucho hincapié en la posesión de tierras como fundamento de todas las reivindicaciones de derechos. La soberanía y los derechos derivaban de la propiedad, sin ella, los indios se verían casi tan inermes como los pueblos sin Estado de los siglos XX y XXI.

      La posición adoptada por el Tribunal Supremo en la época de Marshall, y que afirmaba los derechos de los nativos y limitaba la capacidad de los blancos para apoderarse de sus tierras, se vería menoscabada ese mismo siglo por el mismo tribunal. Por su parte, el Gobierno federal y los estatales ignoraron las admoniciones de Marshall. Las acciones del estado de Georgia y del Gobierno federal presidido por Andrew Jackson no fueron las únicas violaciones de las sentencias del tribunal, pero sí las más flagrantes. Más tarde, en 1871, el Congreso decretó que no habría más tratados con los indios. El Tribunal Supremo reconoció a Estados Unidos la facultad para revocar unilateralmente los ya existentes, y al Congreso “plenos poderes” respecto a los indios, es decir, la potestad para aprobar leyes que les afectaran directamente. Los tribunales han confirmado repetidamente este principio.127

      Los pueblos indios ya no eran naciones soberanas que ejercían derechos colectivos en nombre de sus miembros, sino “fideicomisarios” del Gobierno federal: este fue el término utilizado en resoluciones judiciales, leyes y panfletos reformistas a partir de la década de 1840. Nunca se llegaron a precisar obligaciones legales del “fideicomitente”.128

      A partir de la guerra de Secesión, sin embargo, los misioneros protestantes y otros reformadores progresistas ejercieron una influencia profunda en la política india del Gobierno federal. Los “amigos de los indios”, como se los llamaba, se compadecían de los pueblos nativos y creían firmemente en el imperio de la ley, pero también en la doctrina del destino manifiesto, según la cual los estadounidenses estaban destinados a expandirse por todo el continente, y el ideal de la civilización, que implicaba que los indios se harían merecedores de la ciudadanía una vez que hubiesen abandonado su nomadismo y adoptado las creencias y costumbres de los blancos, entre ellas el cristianismo, la monogamia y, lo que era igual de importante, la propiedad individual.129 Esta visión condujo directamente a la “época de la parcelación”, que se basó en la ley Dawes, aprobada en 1887 y llamada así por Henry L. Dawes, senador del estado de Massachusetts. Según él, la propiedad comunitaria característica de las tribus indias era una forma de comunismo, por lo que hacía imposible el “espíritu emprendedor” que le impulsa a uno a “hacer su propiedad mejor que la del vecino. No existe el egoísmo en el que se funda la civilización. Mientras no acepte renunciar a sus tierras y dividirlas en beneficio de sus ciudadanos, de manera que cada uno posea la parcela que cultiva, este pueblo no progresará apenas”.130 En 1900, otro reformista, Merrill E. Gates, describió la ley Dawes como “una formidable máquina pulverizadora de la masa tribal”.131

      Tenía razón. La ley promovía la individualización de la propiedad de las tierras como camino a la ciudadanía de los indios. Quienes adoptaran el nuevo régimen de propiedad y otras costumbres “americanas” accederían a la condición ciudadana. La ley, que estuvo en vigor hasta 1934, fue extraordinariamente nociva para la forma de vida y la cultura indias y llevó a una masiva pérdida de tierras. En 1887, los indios tenían unos 554.000 kilómetros cuadrados de tierras en todo el país; en 1934, apenas 190.000.132

      Por lo demás, la promesa de reconocer a los indios como ciudadanos a condición de que aceptaran la propiedad individual casi nunca se cumplió. Volvamos al caso de Minesota: antes de que la región se convirtiera en estado en 1858, sus ciudadanos habían discutido sobre si se les debía conceder el derecho al voto a los indios. Al final, la convención constitucional del estado y las posteriores asambleas legislativas se lo reconocieron a los indios “de sangre mixta” que hubiesen adoptado las “costumbres de la civilización”; a los de “sangre pura” se les exigía además un certificado de un tribunal local que diese fe de que las habían adoptado. Los extranjeros blancos podían votar siempre y cuando manifestaran su intención de convertirse en ciudadanos. A los negros casi nunca se les mencionaba en estos debates, en su caso, como en el de las mujeres, estaba descartado de antemano el sufragio.133

      Sin embargo, el recuerdo de las guerras entre Estados Unidos y los dakotas seguía demasiado vivo, por lo que las autoridades de Minesota pusieron mucho empeño en negar a los indios el derecho al voto.

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