Un mundo dividido. Eric D. Weitz

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Un mundo dividido - Eric D. Weitz

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los 7.000 dakotas, un total de 1.500 tomaron las armas.43 Se rumoreaba que la nación sioux entera, unas 25.000 personas que poblaban un territorio que se extendía hasta el río Misuri, iba a unirse a la lucha y ya estaban en marcha, y lo mismo se decía de los ojibwa y los winnebago, que vivían al norte.44 El rumor, pese a no ser cierto, exacerbó el pánico de los colonos blancos y las autoridades federales y de Minesota.

      La simple división entre blancos e indios no nos da, sin embargo, una idea cabal de la compleja realidad de la frontera. Esta región era el escenario de un conflicto a veces violento, pero también una zona de interacción.45 Entre los indios y los blancos vivían cientos o acaso miles de francodakotas y anglodakotas: estos mestizos eran fruto de las relaciones sexuales que durante doscientos años habían tenido indios y europeos en la frontera. A veces era una persona “de sangre mixta” quien salvaba a su familia, según contó Samuel J. Brown, hijo de un famoso pionero y agente indio. Cuando se enteró de los ataques indios, la familia de Brown huyó de su casa, pero pronto se encontró con un grupo de indios manchados de sangre por una matanza que se había producido poco antes. La madre de Brown se puso a gritarles en la lengua de los dakotas, les dijo que era de origen sisseton (una de las tribus dakota) y pidió que la protegieran a ella, a su familia y a los otros blancos que huían con ellos. Uno de los indios se acordó entonces de que un invierno en el que se estaba muriendo de frío aquella mujer le había ofrecido albergue, permitiéndole calentarse delante del fuego y dándole de comer. Así que pidió a los otros indios que dejaran en paz al grupo de blancos y mestizos; pero sus compatriotas respondieron que habían jurado matar a todos los blancos y pensaban cumplir su palabra. El indio “amistoso” insistió en su ruego. Los indios, veinticinco en total, se reunieron dos veces para deliberar y al final permitieron al grupo desplazarse al asentamiento de Pequeño Cuervo, donde se les ofrecería protección. En el camino, sin embargo, temieron a menudo por su vida.46

      “Ocúpese de los indios”, le dijo por telegrama el presidente Lincoln al gobernador Ramsey.47 Su exhortación concordaba con el parecer de Pope, el comandante estadounidense, que tomó plena conciencia de la gravedad de la insurrección nada más llegar a Minesota. Graduado de la academia militar de West Point, había participado en la guerra mexico-estadounidense y en otras campañas contra los indios. El gobernador Ramsey tenía ahora por consejero a un oficial de alto rango desacreditado en Washington, pero no en la frontera. A Pope, que tenía línea directa con el Departamento de Guerra, le sería más fácil obtener refuerzos y material bélico, así como evitar que Minesota destinara más soldados y recursos a la guerra civil. El propio Lincoln desoyó las objeciones del secretario de Guerra suspendiendo el reclutamiento de hombres en Minesota, otra señal más de que asegurar la frontera era tan importante para el Gobierno federal como reprimir la insurrección del Sur. Ramsey y Pope no tardaron en nacionalizar las milicias del estado, incorporándolas al Ejército de Estados Unidos.

      Pope envió casi mil cuatrocientos hombres al valle de Minesota (véase mapa de la p. 101) para que socorrieran a la guarnición y los refugiados sitiados en Fort Ridgely, que los dakotas ya habían intentado tomar dos veces. Las fuerzas estadounidenses se dirigieron posteriormente a New Ulm, donde el ejército (apoyado por los colonos) y los dakotas estaban librando una batalla encarnizada. Esta próspera ciudad fronteriza vio arder muchos edificios, se produjeron cuantiosas pérdidas humanas y materiales, pero los colonos blancos lograron finalmente hacer retroceder a los atacantes.48

      Mientras tanto, el coronel Sibley reunió un ejército numeroso para entablar batalla con los indios cerca del lugar donde se encontraba la Upper Indian Agency (véase ilustración de la p. 113). Era un grupo heterogéneo y desorganizado, compuesto por refugiados blancos y soldados sin apenas experiencia. Sibley y unos cuantos indios intentaron en vano negociar. El coronel estadounidense prometió proteger a los indios a condición de que no mataran a nadie; pero fue duramente criticado por la prensa y los ciudadanos blancos de la zona por no emprender un ataque total e inmediato. Como sucedía a menudo en muchos otros lugares del mundo, los colonos querían sangre, cobrarse su venganza, y se oponían a toda negociación.49 Sibley obtuvo el apoyo de misioneros aliados con aquellos indios que se habían convertido al cristianismo. Fue avanzando poco a poco e intentó de nuevo negociar con los indios, entre otras razones porque tenía la esperanza de lograr la liberación de los casi doscientos cincuenta prisioneros blancos y mestizos (o “híbridos”, como los llaman las fuentes de la época). Le escribió a su mujer diciendo que se impartiría justicia a los indios, pero no pensaba “asesinar a ningún hombre declarado inocente, aunque sea un salvaje”.50

      Otros pidieron sin rebozo que se exterminara a los indios. Como en Grecia en la década de 1820, los nacionalistas aborrecían a quienes se interponían en su camino a la unificación nacional. “Tiene que ser una guerra de exterminio, como en el caso de los sioux”, le telegrafió el secretario de Lincoln, Nicolay, a Stanton.51 El gobernador Ramsey utilizó muchas veces la misma palabra.52 Tras la derrota de los dakotas, Pope escribió a Sibley lo siguiente:

      Las atroces matanzas de mujeres y niños y los escandalosos abusos a las prisioneras siguen vivos [en nuestra memoria] y reclaman un castigo que excede el poder humano. Ningún tratado ni ninguna manifestación de buena voluntad por parte de los indios traerá la paz a esta región. Deseo el total exterminio de los sioux. […] Destruir todos sus bienes y forzarlos a marcharse a las llanuras. […] Se les debe tratar como dementes o bestias salvajes, y en ningún caso como personas con las que se puede llegar a acuerdos.53

      Estas palabras son similares a la famosa “orden de exterminio” dictada en 1904 por el general alemán Lothar von Trotha en el caso de los herero y nama que vivían en el sudoeste de África, como veremos en el capítulo VI. Aún no existía un código de leyes de guerra internacional. El Código Lieber del Ejército estadounidense, en el que se basarían no pocos intentos de definir la conducta aceptable en los conflictos, se redactó un año más tarde; y la primera Convención de Ginebra se celebró en 1864. Había, sin embargo, ciertas normas consuetudinarias relativas a las guerras, pero ni a Pope ni a otros se les ocurrió que pudieran aplicarse al conflicto con los indios.

      De haber tomado Fort Ridgely y New Ulm, los dakotas habrían podido atravesar libremente el valle de Minesota hasta llegar a la capital del estado, Saint Paul, y al río Misisipi. Sus triunfos habrían animado a otros indios a sublevarse. Pero no lo lograron, y en su fracaso estuvo el origen de una derrota aún mayor. Que el país estuviera en plena guerra civil no impediría a los estadounidenses utilizar todo su poderío militar contra los indios. Además de reprimir la sublevación y culparlos de los abusos cometidos por los blancos, Estados Unidos haría desaparecer a todos los dakotas de Minesota, allanando así el camino a los colonos para el pleno ejercicio de sus derechos.

      El Ejército de Estados Unidos entró en la guerra contra los indios y contribuyó así decisivamente a asegurar los asentamientos blancos. En ella también participaron voluntarios, colonos armados con rifles y muy decididos que se incorporaron casi inmediatamente a la milicia estatal. Además de luchar contra los indios, contribuían a guardar los fuertes cuando las tropas regulares entraban en combate, sirviendo así al ejército durante días y a veces meses. Se daban a sí mismos nombres inmodestos como los Vengadores de la Frontera, los Tigres de Le Seur, la Caballería Alirroja y la Guardia Escandinava, y a veces formaban compañías mayores y más regulares (aunque provisionales). Los Gobiernos estatal y federal les daban una paga y compensaban por los daños que sufrían.54

      Como voluntarios y milicianos representaban una importante tradición estadounidense: el ideal democrático del pueblo en armas (expresado en la Segunda Enmienda, que reconoce el derecho de los ciudadanos a portar armas) y la aversión a los ejércitos regulares. Pero esta tradición tomaba ahora un carácter racial, porque era

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