Un mundo dividido. Eric D. Weitz

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Un mundo dividido - Eric D. Weitz

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como los granjeros y comerciantes que tomaron sus rifles, abandonaron sus propiedades y se unieron a los Vengadores de la Frontera u otros grupos.

      El conflicto fronterizo era idéntico en este aspecto a los que surgieron en otras colonias como Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica y la alemana del sudoeste de África.55 En todos estos casos, los pueblos indígenas aceptaban en los tratados ceder tierras a los Estados o a los colonos, que posteriormente usurpaban más. Los nativos eran por lo general ajenos a la idea del derecho a la propiedad privada de la tierra. Creían en derechos colectivos, en la propiedad tribal: una visión radicalmente incompatible con la de los colonos blancos, que pretendían establecer lindes, cercar las tierras de las que se apropiaban las familias de los pioneros, a veces por la fuerza y violando así los tratados. También era muy frecuente que los indígenas desaprobaran o incluso desconocieran los acuerdos a los que habían llegado sus jefes con los colonos, a menudo en beneficio propio, como veremos igualmente en el caso de Namibia. Las usurpaciones de tierras acababan por hacerse insoportables, y se producían rebeliones que terminaban con la derrota de los pueblos nativos y su idea de derechos colectivos.

      Al contrario que Sibley, Pope se oponía a entablar negociaciones.56 Finalmente, el 18 de septiembre de 1862, un ejército compuesto por 1.500 hombres y comandado por Sibley avanzó hacia el norte por el valle de Minesota. Muchas rehenes blancas habían gozado de la protección de los indios “amistosos”; otras habían sido violadas y habían visto morir a parientes suyos a manos de los dakotas.57 El 23 de septiembre, Sibley y sus tropas se enfrentaron a Pequeño Cuervo y los guerreros dakota (cuyo número posiblemente alcanzara el millar) en la llamada batalla de Wood Lake (que en realidad se libró a orillas de otro lago cercano).58 “La pradera estaba plagada de indios”, escribiría más tarde un antiguo combatiente estadounidense.59 Algunos indios querían matar a todos los rehenes, otros eran partidarios de retenerlos como instrumento para negociar con el enemigo. Los dakotas decidieron esperar. Finalmente, más de setecientos arremetieron contra los hombres de Sibley, y los demás se quedaron vigilando a los prisioneros blancos y mestizos. Los guerreros atacaron por tres flancos, pero sufrieron cuantiosas bajas y acabaron retirándose. Acostumbrados a atacar a colonos aislados, se encontraron ahora con el Ejército de Estados Unidos: bien organizado, pertrechado y con experiencia. Los cañones estadounidenses resultaron tan decisivos como en batallas anteriores. Pequeño Cuervo y unos ciento cincuenta o doscientos guerreros huyeron al Territorio Dakota y a Canadá. Otros se quedaron, aun sabiendo que sufrirían represalias.

      Se les castigó muy pronto, con dureza y, en general, indiscriminadamente. Unos treinta mil colonos blancos se habían convertido en refugiados y se encontraban hacinados en fuertes y ciudades. Entre quinientos y mil habían sido asesinados, a veces brutalmente, y sus cuerpos mutilados.60 Las atrocidades cometidas por los indios habían soliviantado a los colonos y las autoridades, que buscaban venganza. No pensaban tolerar ninguna rebelión más, estaban decididos a conjurar de una vez por todas la amenaza india y tomar las medidas necesarias para que el extremo norte del Medio Oeste fuese para siempre una región segura y libre para el asentamiento de los blancos.

      Había que ajusticiar o encarcelar a quienes hubiesen participado en la rebelión. Hasta Sibley (recién ascendido a brigadier general y que, siendo comerciante de pieles, había vivido con los indios y engendrado un hijo con una nativa y estaba a favor de negociar con los dakotas) creía firmemente en la necesidad de ejecutar a quienes hubiesen matado a blancos. “Habiendo visto los cuerpos mutilados de sus víctimas –escribió el gobernador Ramsey–, no puedo ser magnánimo con ellos. […] Si no reprimimos ahora esta insurrección con total eficacia, el estado quedará sumido en la ruina, y esos desgraciados, que, de todos los demonios con forma humana, se cuentan entre los más crueles y feroces, volverán a adueñarse de algunas de las regiones más bellas y las conservarán durante años. […] Los barreré con la escoba de la muerte”.61 Son palabras aterradoras las escritas por el hombre que se había convertido en el primer gobernador de Minesota cuando el territorio fue reconocido como estado en 1858.

      Sibley creó una comisión militar para juzgar a 16 indios. De hecho, ya se había ahorcado a 20. El brigadier general recibió órdenes de enviar a un grupo de prisioneros a Fort Snelling; a mediados de octubre de 1862, 101 indios con grilletes se vieron forzados a recorrer un largo camino a pie.62 Más tarde llegarían al fuerte 2.000 más. Varios centenares murieron allí en el invierno de 1862 y 1963.63

      Se llamó a testigos y se escucharon sus declaraciones. Los procesos fueron muy rápidos; a veces se condenaba a cuarenta prisioneros al cabo de un solo día de juicio. Hubo quienes protestaron contra estas irregularidades, entre ellos algunos misioneros. En Minesota, sin embargo, la hostilidad contra los reos llegó al paroxismo. El público exigía que se ajusticiara a todos los prisioneros y se expulsara del estado a todos los demás indios.64 Le indignaba especialmente que un gran número de indios “civilizados” hubiesen participado en las masacres. El fiscal del distrito de Saint Paul, George A. Morsey, le expresó así este sentimiento al presidente Lincoln:

      Mientras quede algún indio en los asentamientos fronterizos o sus inmediaciones, ni el más riguroso de los castigos nos pondrá totalmente a salvo. El indio es, por naturaleza, tan poco de fiar como el lobo. Por mucho que uno lo dome e intente civilizarlo y cristianizarlo, la visión de la sangre hará aflorar enseguida los instintos salvajes y lobunos de su raza. Es bien sabido que, entre los primeros sioux en perpetrar masacres, y los más sanguinarios, había muchos ‘indios civilizados’ […] a pesar de que llevaban el pelo corto, vestían como el hombre blanco y vivían en casas de ladrillo que les había construido el Estado.65

      De los 393 indios sometidos a juicio, 75 fueron absueltos y 16 condenados a penas de cárcel, y el tribunal sobreseyó varios casos por falta de pruebas. Fueron condenados a muerte 309 indios.66 Se informó de los fallos al presidente Lincoln, que pidió todas las actas de los juicios; pero el gobernador Ramsey le escribió advirtiéndole de que había que ejecutar las sentencias, porque temía que de lo contrario se produjeran “venganzas privadas”: turbas furiosas que se tomarían la justicia por su mano.67 De hecho, ya se había oído a algunas amenazar a los prisioneros indios, y las autoridades temían no poder salvaguardar el imperio de la ley ni contener a una multitud decidida a asesinar a todo indio con el que se encontraran, y en particular a los que estaban presos.68 Sin embargo, Lincoln y unos cuantos consejeros suyos veían con escepticismo las palabras belicosas que llegaban de Minesota. El presidente creía ante todo en el imperio de la ley. Decidido a formarse su propia opinión sin dejarse influir por las histéricas filípicas de Pope, suspendió las ejecuciones y leyó con detenimiento las actas de los juicios y las sentencias. Los funcionarios y colonos de Minesota se indignaron, querían que se ajusticiara de inmediato a todos los condenados.

      Finalmente, Lincoln redujo el número de ejecuciones a 39, salvando la vida a quienes se habían unido a la sublevación, pero de los que no se había probado que hubiesen participado en ninguna matanza. Dos días antes de la fecha fijada para las ejecuciones, el comandante militar de Mankato, que temía las acciones de multitudes incontroladas, impuso la ley marcial y prohibió la venta de alcohol en la región.

      El 26 de diciembre de 1862 en Mankato, 38 indios (a uno de los condenados se le había conmutado la sentencia) fueron asesinados legalmente, todos al mismo tiempo (véase ilustración de la p. 123).69 El patíbulo era uno de los mayores jamás construidos. Nunca en la historia de Estados Unidos se ha ajusticiado a tantas personas de una vez. Había más de un millar de soldados vigilando que no se produjeran incidentes. El verdugo había perdido a tres hijos suyos en la rebelión, y los dos restantes y su mujer seguían en poder de Pequeño Cuervo.70 Al día siguiente, Sibley telegrafió a Lincoln informándole de que se había dado muerte a los reos. “Todo se desarrolló con normalidad –le dijo–, y los otros prisioneros están a salvo”.71 Era el propio Lincoln quien había firmado la orden de ejecución. El presidente había

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