Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910. Adriana María Suárez Mayorga
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Como garantía del recto ejercicio de la soberanía popular en el Poder Ejecutivo, la ciencia ha subdividido este poder en político y administrativo, entregado el primero, como más general, más arduo y comprensivo, al gobierno o Poder Ejecutivo propiamente dicho; y el segundo a los Cabildos o representaciones departamentales del pueblo, como más inteligentes y capaces de administrar los asuntos locales que interesan a la justicia inferior, a la policía, a la instrucción, a la beneficencia, a los caminos, a la población, etcétera. (Ternavasio, 1992, pp. 58-59).9
La traducción de estas palabras en una legislación concreta significó otorgarle a las provincias y al Estado nacional las funciones adscritas al primer campo (el político), mientras que a los municipios se les asignaron las funciones adscritas al segundo (el administrativo).10 Hay que hacer hincapié en esta cuestión porque dio origen a un imaginario compuesto por dos formas de representación distintas: a) la que reconocía al ciudadano como el individuo capaz de “ejercer los derechos políticos” (Ternavasio, 1992, p. 59), y b) la que estimaba que el vecino (incluyendo en este concepto a los extranjeros), debía restringir su intervención a la esfera local, despolitizando de esta manera su accionar.11 La justificación dada por Alberdi en relación con esta dualidad se fundamentó en el raciocinio que sigue:
Es preciso no confundir lo político con lo civil y administrativo. La ciudadanía envuelve la aptitud para ejercer derechos políticos, mientras que el ejercicio de los derechos civiles es común al ciudadano y al extranjero, por transeúnte que sea. En cuanto al rol administrativo, que comprende el desempeño de empleos económicos, de servicios públicos ajenos a la política, conviene a la situación de la América del Sur que se concedan al extranjero avecindado, aunque carezca de ciudadanía. Es justo dar ingerencia [sic] al extranjero en la gestión de asuntos locales, en que están comprometidas sus personas, sus bienes de fortuna y su interés de bienestar. (Ternavasio, 1991, pp. 31-32)12
La anuencia con la que se recibieron estas palabras propició que la participación en el entorno municipal empezara a concebirse en estrecho vínculo con los recursos económicos del electorado. Intelectuales de la talla de Vicente Fidel López (1815-1903), Pedro Goyena (1843-1892) o Lisandro de la Torre (1868-1939) coincidieron en proponer que el poder local perteneciera exclusivamente a quienes pagaban contribuciones, afirmación que se sustentaba en la convicción de que solo los mayores contribuyentes eran quienes albergaban los atributos más seguros “para determinar la seriedad de su conducta” y “la seguridad de sus procederes” (Ternavasio, 1992, p. 59).
La imposición del voto calificado para las municipalidades se constituyó de esta forma en un requisito básico para la mayoría de las provincias, hecho que originó que se implementara un modo de representación en el que se favorecía el bien particular sobre el general. El municipio quedó de esta forma ligado a la esfera de lo privado: en adelante se estipuló que el avecindado debía limitarse a abarcar los asuntos locales que afectaban directamente su bienestar particular, condición que le impedía poseer el conjunto de valores que se requerían para ejercer la política.
La plasmación de estas ideas fue tanteada en “la Constitución Nacional de 1853” (Ternavasio, 1992, p. 60); si bien es verdad que este documento dejó “librada a las provincias a través de su artículo 5º la organización de su régimen municipal”, ocasionando con ello un cierto “vacío normativo” en lo concerniente a cuáles debían ser “las funciones, atribuciones y formas de representación a nivel local”, también lo es que al examinar las cartas magnas provinciales y “las leyes orgánicas municipales” argentinas se advierte una tendencia a explicitar la “disyunción entre funciones políticas y administrativas” con miras a otorgarle al municipio “el cumplimiento de estas últimas” (p. 60).
La estrategia empleada para conseguir este objetivo fue disponer en las poblaciones de un sistema que privilegiaba “al contribuyente” por medio de “la vigencia del voto calificado municipal”, categoría en la cual generalmente se incorporaba a los extranjeros que reunieran “tal calidad” (p. 60).
Las transformaciones experimentadas en el medio rioplatense a partir de 1860, propiciaron una reglamentación más concreta al respecto; uno de los principales voceros de esa reestructuración fue Vicente Fidel López, quien, siendo coetáneo e interlocutor de Alberdi y de Sarmiento, se dedicó a cuestionar el centralismo administrativo imperante, con la finalidad de defender la autonomía local. El gobierno de lo propio que resultó de sus reflexiones se afincó en la concepción de que el poder comunal, al desempeñar funciones meramente administrativas, únicamente incumbía a los contribuyentes, de manera que la participación en el campo electoral debía restringirse a quienes estuvieran “realmente interesados económicamente en él”, fueran “nativos o extranjeros” (Ternavasio, 1991, p. 37).
La promulgación de “la Constitución provincial de 1873” le confirió a los municipios bonaerenses una jurisdicción territorial que se identificó “con la figura del municipio-partido” (Ternavasio, 1991, p. 67), lo cual significó que en su órbita de influencia entraban tanto áreas urbanas como rurales.13 La médula de los reproches proferidos en contra de esta demarcación giró en torno al carácter político que se le otorgaba a la esfera local, criterio que para un “amplio sector de la clase política provincial” contravenía “la a-politicidad presente en el modelo municipal dominante”, al convertir a “las municipalidades” en “uno de los principales engranajes del acto electoral” (p. 68).14
El otorgamiento de estas atribuciones estuvo acompañado de la sanción de un sistema representativo particular, asentado en que eran electores: a) los que lo fueran de “diputados, estando inscriptos en el registro cívico del municipio”, y b) los “extranjeros mayores de 22 años” que estuvieran domiciliados, pagaran impuesto directo, fueran alfabetos y se inscribieran “en un registro especial” que iba a “estar a cargo de la Municipalidad” (Ternavasio, 1991, p. 69).
La condición de ser elegibles quedó restringida a “todos los ciudadanos mayores de 30 años” que, siendo “vecinos del distrito”, supieran “leer y escribir”; en el caso de ser foráneos, además de estos requisitos debían pagar “contribución directa o, en su defecto”, poseer “un capital de cien mil pesos” o ejercer “profesión liberal” (Ternavasio, 1991, p. 70).
La federalización de la capital argentina, ocurrida en 1880, ocasionó que la potestad de dictar las leyes municipales que en lo sucesivo iban a regir sobre la ciudad quedara en manos del “Congreso Nacional” (Ternavasio, 1991, p. 70). La expedición, en octubre de 1882, de la “Ley Orgánica Municipal de la ciudad de Buenos Aires” legitimó “la noción de un municipio a-político con representación de los contribuyentes” y avaló la subordinación al poder central (p. 70).
Aun cuando en los debates surgidos antes de su aprobación se escucharon voces que se oponían a estos preceptos, el resultado final salvaguardó a grandes rasgos las directrices tradicionales: se adoptó “el sufragio calificado”, de manera que se le concedió “la condición de electores a los vecinos contribuyentes”, fueran nativos o extranjeros, y se mantuvo la representación parroquial en “la organización del Concejo Deliberante”, al fijarse la “cláusula de que el Presidente de la república era quien debía designar —con acuerdo del Senado—, al intendente municipal” (Ternavasio, 1991, p. 71).15
La aceptación de este último postulado generó, tanto que “la legislatura nacional” dictara los reglamentos concernientes a “los asuntos municipales”, como que “el poder ejecutivo local” fuera escogido por dicho mandatario (Ternavasio, 1991, p. 72). Efecto de lo anterior fue que, con frecuencia, el gobierno central suprimió “a las autoridades