¡Colombia a la vista!. Francisco Leal Quevedo

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¡Colombia a la vista! - Francisco Leal Quevedo

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en la ensalada de frutas.

      —Serán solo cinco semanas, luego vendrán otras tantas para hacer lo que quieras —agregó mi mamá.

      Debo reconocer que esas frases me tranquilizaron un poco. Algo había logrado con mi actitud. Por lo menos aparentaban ser flexibles.

      —Pregunta entre tus amigos quiénes han oído hablar del profesor Teruel y de sus cursos —sugirió ella.

      —Esta noche conversamos, aún el proyecto puede detenerse —concluyó mi papá.

      Se fueron y me puse a llamar a mis informantes, uno a uno.

      —¿Has oído hablar de un tal profesor Teruel?

      Para mi sorpresa más de uno, más exactamente la mitad, sabía de él.

      —Es famoso por sus cursos de vacaciones.

      —Los mejores estudiantes de nuestro colegio fueron a sus clases.

      —Con él descubrí que siempre es muy divertido aprender.

      Eso último lo dijo Carlos, quien es casi el mejor en Sociales. (Después de mí, es obvio).

      Pero cuando pregunté cómo eran esos cursos, nadie pudo dar detalles:

      —Solo te puedo decir cómo fue mi clase, porque siempre es diferente.

      —Tiene fama de hacer todos los años una clase nueva.

      —Es más fácil que un río se devuelva, que el profesor Teruel se repita.

      Esa noche cenamos todos juntos. Poco a poco me iba serenando. Hubiera preferido tocar otro tema, pero hablar del curso era inevitable.

      —Ni siquiera es seguro que puedas asistir, hay pocos cupos, mandamos tus datos y mañana al mediodía nos avisan si eres uno de los elegidos —me informó mi papá.

      Para mí era seguro que la solicitud sería aprobada, mis calificaciones siempre son de sobresalien­te para arriba, pero si el curso era tan famoso como decían, podría haber muchos otros candidatos exce­lentes. Empezó a darme curiosidad saber si me aprobaban.

      §

      En la tarde del tercer día mi papá no llamó. Yo ha­bría podido llamarlo y preguntar, pero quería mostrarme poco interesado. Cuando ellos llegaron del trabajo, yo seguía ocupado en mis cosas, aunque tenía curiosidad y no pensaba en nada más.

      —Te aceptaron —dijo mi papá mientras mostraba indiferencia.

      Noté que había un cierto orgullo oculto en sus miradas.

      —Está bien, iré, pero…

      En ese momento puse una exigente condición:

      —Si después de la tercera clase no quiero volver, nadie va a oponerse.

      Luego me enteré, cuando mi mamá hablaba por teléfono con su mejor amiga, que el curso era exclusivo y carísimo.

      —Vale casi tanto como si nos fuéramos de viaje, pero parece que es sensacional. Y solo aceptan a unos pocos, los mejores. Él se lo merece, es pilísimo.

      3

      El profesor Teruel

      «§»

      Así, esa mañana de lunes, sonó el despertador a las 6:00 a.m. Miré por la ventana. El cielo estaba encapotado. El calor de las cobijas era irresistible. Quise meterme de nuevo en el nido, pero ya me había comprometido. Hice un gran esfuerzo y logré levantarme.

      “Lo inevitable: hay que aceptarlo”, me dije mientras buscaba la ropa en el armario.

      Mi papá iba ese día por esos lados y ofreció llevarme. Pronto llegamos al Jardín Botánico, pues no vivimos lejos. Me bajé frente a la entrada y él siguió de largo. Desde lejos se veía el aviso. Todo sería seguir en línea recta. La puerta de ingreso quedaba a unos cien metros de la avenida, caminé por un sendero custodiado por inmensos árboles. Me agradó el paisaje. Mi respiración formaba una nubecita de vapor, que me empañaba los lentes. El sol se asomaba débil entre las densas nubes, hacía algo de frío, pero soportable. Además, tenía saco y chaqueta.

      “Y la curiosidad también calienta el cuerpo”, me dije.

      Varios caminábamos hacia la entrada. Entre ellos busqué alguna cara familiar. Alguien de mi barrio o de mi colegio, pero no conocía a nadie. Me entró una sensación de desamparo. Todos parecían animados, menos unos pocos. Dos más tenían mi misma cara de desubicado; me acerqué primero a ellos, se llamaban Mabel y Pablo. Más tarde supe que coincidíamos en que nuestros padres trabajaban mucho y no tenían tiempo para nosotros en esos días. Nos sentamos juntos, aunque en ese momento hablamos poco.

      Algunos compañeros se destacaban fácilmente dentro del grupo, como una chica de piel morena, Manuela, con una sonrisa blanca, inmensa. Estaba allí Ramón, de muchos músculos, alto, nos llevaba a todos una cabeza. Rosita, de apariencia frágil, pero en realidad incansable y emprendedora. Sebastián, que no se quitaba la camiseta de la selección Colombia sino para ponerse otra, y hablaba de deportes todo el tiempo. Martín, se veía que el rock era su pasión y lucía cadenas y camisetas de un grupo conocido. Había dos extranjeros que posiblemente se quedarían a vivir unos años en este país: Maricarmen, española, con una voz varios decibeles más potente que las nuestras. Y Antoine, francés, de hablar pausado, creo que su madre trabaja en la Embajada de su país. También me llamó la atención Daniel, de mirada de despistado, daba la impresión de que su cerebro llegaba tarde a todo, pero siempre llegaba. Y Rodolfo, con el clásico aspecto nerd: de gafitas, callado y concentrado, con su morral pesado y con aire de sabérselas todas.

      Había un grupito de unos cinco que parecían tolerar poco el frío, como si vinieran de lejos, de tierras más cálidas. Ricardo quien venía de Medellín. Elsie, cartagenera, simpática e inteligente, parecía casi una muñeca vestida con esmero, todos sus colores armonizaban. Gerardo, de Bucaramanga, seco, un poco hosco al comienzo, pero luego abierto y sincero. Luciano, de Neiva, algo lento al hablar, con un tono de canción, pero con un enorme sentido del humor. En el grupo sobresalía alguien más, una persona que se veía feliz, aunque un poco alocada. Simpatizamos al instante, se presentaba: “Mi nombre es Isabel de los Reyes, pero llámame Isa”. Iba de grupo en grupo conversando con todos, como si los conociera desde siempre.

      Somos 25 en total, 13 mujeres y 12 hombres. Si contamos al profe quedamos igualados. Detrás de él, sin falta, está Victoria, su asistente; menuda, discreta, siempre en movimiento, como si de ella dependiera todo. Y detrás de Victoria, Moisés, su ayudante.

      El famoso profesor Teruel entró saludándonos a todos, uno por uno, por nuestro nombre de pila. No era difícil, nos habían puesto en el pecho una escarapela muy visible. Sin embargo, sabía de qué colegio veníamos, nuestro rendimiento académico y los hobbies que se habían declarado en la hoja de vida.

      —Todos ustedes son especiales. Son los pocos elegidos. Recibimos más de doscientas solicitudes.

      Cuando llegó mi turno me dijo:

      —Dizque sobresaliente en composición literaria, mis respetos —le sonó con gracia, no se estaba burlando.

      Era

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