¡Colombia a la vista!. Francisco Leal Quevedo

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¡Colombia a la vista! - Francisco Leal Quevedo

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del trabajo de manos colombianas. Son objetos que nos acompañan, nos ayudan, nos transforman. Pueden enseñarnos muchas cosas de nuestro pasado y explicar nuestro presente. También nos permiten escribir el porvenir. Luego, inevitablemente partiremos y se los dejaremos a otros.

      Y aparecieron en las pantallas, casi como relámpagos, el balón, la bicicleta, una espada, una ruana, la bandera, un carriel, hileras de mulas, monedas, un escudo, medallas, estampillas, libros, un sombrero, un portabebé, y muchas cosas más, eran tantas que no se detenía mucho en ninguna.

      —Lo vamos a hacer conversando, como ocurre entre amigos que celebran encontrarse. Pueden preguntar o comentar cuando quieran hacerlo. To­das las opiniones serán bienvenidas. Espero que al final de este viaje sintamos la más grata de las experiencias: entender un poco de dónde venimos, sentir que este país es grande y nuestro, y conocer un poco mejor quiénes somos, para dónde vamos y qué nos espera en el próximo futuro.

      »¡Bienvenidos a esta gran experiencia de conocer Colombia en sus objetos! Pueden desabrochar sus cinturones de seguridad. Por hoy el viaje ha terminado.

      Se encendieron las luces. Se disipó completamente el gas carbónico. Salíamos de un mundo desconocido. Nos miramos los unos a los otros, éramos los mismos y a la vez otros, no sé cómo explicarlo mejor, sentí que los viajes reales o imaginarios nos cambian. Me sentí diferente, como si me hubiera quitado una venda de los ojos. Llegamos al jardín con la sensación de que realmente habíamos sobrevolado un país de gran belleza y de muchos contrastes y misterios. La experiencia nos había fascinado.

      Pablo no decía nada, pero tenía los ojos brillantes de la emoción.

      —¡El viaje estuvo increíble! —repetía Isabel, maravillada.

      —Así cualquiera aprende mientras viaja —dijo Mabel cuando íbamos a buscar un refrigerio.

      Con todos ellos estuve de acuerdo: aquello iniciaba a lo grande. Tuve que reconocer que mis temores sobre el curso no tenían fundamento. Era un curso divertido, interesante, y la gente: increíble.

      ¡Claro que iba a continuar! Pero no diría nada en casa, la consigna era clara: guardar silencio unos cuantos días. Si me retractaba muy pronto, mi protesta de aquella noche parecería una tonta pataleta y no lo que realmente fue: la defensa de un derecho.

      5

      El meteorito

      «§»

      Eran las seis de la mañana cuando sonó la alarma. Tras la ventana se veía un día con nubes, ideal para hacer pereza. No me costó trabajo levantarme, te­nía mucha curiosidad por lo que vendría.

      “¿Cuál será el primer objeto? ¿Será que empezamos, otra vez como en el colegio, con las etnias, las carabelas, las joyas de Isabel la Católica, los criminales que vinieron, el grito de ‘Tierra’, para seguir con el cuento de los indios idólatras, que a veces eran caníbales? No. Si es así, me defraudaría. Espero que sea algo muy diferente”, me dije.

      El bus 81, que tomo cerca de casa, me dejó en la avenida. Debía caminar desde allí, por la alameda. En el recorrido me fui encontrando a los compañeros. Casi no reconozco a Isabel debajo de toda esa ropa abrigada que llevaba, parecía un esquimal. El profesor ya nos estaba esperando junto al autobús.

      —Adelante, pueden sentarse donde quieran.

      El asiento junto a Mabel estaba libre. Me pregunté por qué ella me ofrecía la ventana. Sin dudarlo, acepté. Luego supe que le producía algo de vértigo el paisaje en movimiento.

      Me gusta viajar mirando hacia afuera. La ciudad siempre es un gran escenario. Mi asiento era como el palco de un teatro donde estaba ocurriendo un espectáculo de multitudes.

      —Vamos a aprovechar que estamos en Bogotá —nos dijo—, una ciudad con mucha historia. Hoy, como pocas veces, vamos a situarnos a un metro de nuestro primer objeto.

      Teruel nos entregó dos mapas plegables, impresos en policromía, uno del país y otro de la ciudad. El primero tenía las coordenadas geográficas, en una especie de cuadrícula. El de Bogotá tenía señalados 36 sitios turísticos.

      —Los mapas deben guardarlos, nos servirán durante todo el curso. Los vamos a utilizar para varias salidas. Son plegables, resistentes, caben en el bolsillo, les pido que los conserven durante todo el curso. Ojalá lleguen a conocerlos como la palma de su mano.

      Era evidente que nos dirigíamos al centro de la ciudad. Tomamos la avenida El Dorado hacia el oriente, en el horizonte sobresalían los cerros de Monserrate y Guadalupe. La ciclorruta que va por el separador central estaba concurrida. Una nube de motociclistas se escurría entre el tráfico como el agua en medio de los dedos. En los semáforos, unos payasos hacían malabares y acrobacias por unas cuantas monedas. Se oían muchos pitos. Me gustaba el bullicio de la gran ciudad.

      —Bogotá a esta hora parece un hormiguero —le comenté a Mabel.

      —Y las termitas huyen en estampida, como si les hubieran pisado el techo —me respondió.

      Nos reímos. Ella me había caído bien desde el principio, era simpática y chistosa y no hablaba como una cotorra, dejaba pensar. El conductor aprovechaba cada espacio para avanzar con habilidad. Luego, al llegar a la carrera Séptima, desviamos hacia el norte.

      —¿Ven esa edificación antigua, sólida, con muros de piedra y algunos pendones que anuncian eventos? Ese es hoy nuestro destino.

      En grandes letras doradas, sobre la puerta central, se leía “Museo Nacional”.

      —El edificio tiene casi 145 años. Anteriormente fue una cárcel, en 1946 los presos fueron trasladados a la prisión de La Picota y el Gobierno lo destinó para albergar el museo que está aquí desde el 2 de mayo de 1948. Como la construcción reúne grandes valores arquitectónicos, fue declarada monumento nacional el 11 de agosto de 1975. Vamos ahora al contacto con nuestro primer objeto.

      Avanzamos por una galería ancha de techo elevado. En un punto se cruzaba con otra, formando una cruz. Nos detuvimos en la misma intersección. En ese momento las luces formaron un círculo sobre el suelo. El foco central aumentó su intensidad. En esa aureola luminosa sobresalía un objeto que brillaba con visos metálicos, una roca mediana, de formas irregulares y del color de las cenizas del carbón.

      Por su aspecto sólido, aun sin tocarla, sabía que era muy pesada. La miramos con curiosidad. Al menos yo, no recordaba haber visto antes una igual.

      —Lo adivinan sin duda. Este es el objeto inau­gural de nuestro curso. Es el fragmento mayor de un meteorito. Una roca llegada de lo profundo del cielo. Diferente a las rocas de nuestras montañas. Esta sí es extraterrestre.

      »Se calcula que en el espacio sideral hay unos 100 000 millones de cuerpos celestes en sus órbitas: planetas, soles, estrellas, asteroides. Y entre ellos flota una gran cantidad de material disperso: muchas rocas pequeñas, algunas medianas y unas pocas grandes, y polvo cósmico. A esos elementos que se hallan en el intermedio se les llama meteo­ritos y suelen tener un tamaño menor a los diez metros, aunque también hay algunos muy grandes, de kilómetros.

      »Un meteoro o estrella fugaz es

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