Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego Memorias de Idhún

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hasta aquel mundo. No era posible que alguien hubiese descubierto su verdadera identidad.

      No era posible...

      —Hola, Deeva –susurró una voz junto a ella.

      Un espantoso escalofrío recorrió toda su espina dorsal. Se volvió y vio junto a ella a un muchacho vestido de negro. Dio un respingo y lo miró con desconfianza. No lo había oído llegar. De hecho, pensó, inquieta, ahora ni siquiera se oía silbar a Tom desde el malecón.

      El joven no tendría más de diecisiete años, pero se alzaba sereno y tranquilo, y aparentemente muy seguro de sí mismo. La brisa revolvía su fino cabello color castaño claro, y sus fríos ojos azules estaban prendidos en algún punto en el horizonte.

      —Te has equivocado de persona –susurró ella–. Me llamo Dianne.

      Él se acuclilló junto a Deeva y la miró a los ojos. Ella sintió de pronto una fuerte sacudida psíquica. Los ojos de aquel muchacho se clavaban en los suyos como un puñal de hielo. No había odio en ellos, ni desprecio. Simplemente... una indiferencia total, absoluta... inhumana.

      —No –murmuró Deeva, horrorizada.

      El chico no dijo nada. Su mirada había paralizado a Deeva por completo.

      Fue muy breve. De pronto los ojos de ella se apagaron, y se deslizó hasta el suelo, inerte. El joven de negro se apartó un poco y la contempló con frialdad. Estaba muerta.

      Él no pareció sorprenderse tampoco cuando el cuerpo de la mujer se convulsionó y comenzó a cambiar; su piel adquirió un tinte azulado y una textura escamosa, su cabello desapareció por completo, sus labios y ojos se agrandaron, su nariz se acható y sus orejas fueron sustituidas por dos branquias a ambos lados de la cabeza. Sus manos y sus pies se habían alargado, y entre sus dedos habían aparecido membranas natatorias.

      La mujer del muelle se había transformado en una extraña criatura anfibia.

      Kirtash sonrió levemente y asintió para sí mismo. Una hechicera varu. Los renegados varu eran los más difíciles de localizar en la Tierra, porque tenían todo un océano para perderse en él. Un océano que, en el caso de aquel mundo, era demasiado amplio como para que la mirada de Kirtash pudiera abarcarlo en su totalidad.

      Por suerte para él, aunque los varu fueran criaturas acuáticas, también necesitaban salir a la superficie de vez en cuando, y la mayoría no solía alejarse de la costa. Algo que a Deeva le había costado la vida.

      Kirtash colocó entonces una mano sobre la frente de ella, sin llegar a rozarla, y entrecerró los ojos.

      Hubo un brevísimo destello de luz.

      Después, el cuerpo anfibio desapareció del muelle, como si jamás hubiese existido.

      Kirtash se incorporó con tranquilidad y volvió a clavar su mirada en el horizonte. Su actitud seguía siendo calmosa.

      Permaneció un momento allí, en silencio. Entonces dio media vuelta y se alejó hacia la playa, sin hacer ruido, deslizándose como una sombra sobre el muelle.

      Todavía quedaba mucho por hacer.

      Victoria hizo un giro de cadera y disparó una patada lateral con toda su potencia. Después saltó hacia adelante y encadenó una patada frontal con una de gancho. El chico que llevaba el guante que era el blanco de los golpes retrocedió con cada paso que avanzaba ella, en un movimiento perfectamente sincronizado.

      —Caray, estás en forma hoy –comentó él cuando terminaron el ejercicio, quitándose el guante y frotándose la mano–. ¿Qué has desayunado?

      Victoria sonrió, pero no dijo nada. Cogió ella misma el guante y ocupó la posición de su compañero.

      Apenas hablaba con nadie en las clases de taekwondo; era como si hubiera levantado un muro invisible entre ella y el resto del mundo. Lo que para otros era un hobby, para ella parecía una obsesión. Era la primera en llegar a los entrenamientos y la última en marcharse, y había ido subiendo de nivel con sorprendente rapidez. Estaba ya preparándose para presentarse al examen de cinturón negro. Y solo hacía dos años que había comenzado a practicar artes marciales.

      Claro que ella entrenaba todos los días, y se había matriculado en dos grupos, el de los martes y jueves, y el de los lunes y miércoles, y desde el curso anterior se las había arreglado para que le permitieran acoplarse también a las clases para adultos que se impartían los viernes. No fallaba un solo día, y se tomaba los entrenamientos con tanta seriedad como si le fuera la vida en ello. Sus compañeros siempre la habían visto sola, y por eso más de uno no pudo evitar observar con curiosidad, aunque de reojo, al joven que había entrado aquella tarde con ella, y que se había quedado de pie al borde del tatami para ver la clase. Al principio, algunos habían pensado que se trataba del padre de Victoria, porque tenía el cabello de color gris, pero al mirarlo de cerca se habían percatado de que el tipo en cuestión tendría como mucho unos veintidós o veintitrés años. Era serio y algo siniestro, pero no cabía duda de que él y Victoria se conocían bastante bien.

      Tal vez fuera porque él la estaba observando, o tal vez porque, simplemente, aquel día necesitaba desahogarse; pero el caso es que ella demostró a lo largo de aquella clase que estaba en su mejor momento, esforzándose al máximo, como si quisiera probar hasta dónde era capaz de llegar y cuánto había aprendido. De vez en cuando se volvía hacia el joven que la observaba, como si esperara su aprobación.

      Al final de la clase, la profesora indicó que se pusieran por parejas para hacer un combate; era solo un combate de entrenamiento, pero Victoria dio lo mejor de sí misma y peleó con toda su fuerza. Cuando una de sus patadas alcanzó el estómago de su pareja, al chico se le escapó un gemido de dolor y le indicó que parara. Victoria tardó un poco en reaccionar y se detuvo cuando su pie estaba a escasos centímetros del cuerpo de su compañero. Volvió a la realidad.

      —¿Te he hecho daño? ¡Lo siento mucho!

      —Podrías haber avisado que ibas en serio; me habría puesto los protectores.

      La expresión de ella se endureció.

      —Yo siempre voy en serio.

      —Ya, pues, ¿sabes una cosa? Yo, no. Y llevo ya tiempo entrenando contigo y nunca te había visto con tanta mala leche, Victoria.

      Ella se relajó.

      —Sí. Sí, tienes razón. Lo siento.

      Iba a añadir algo más, pero en aquel momento la profesora señaló el final de la clase.

      Victoria no tardó ni diez minutos en salir del vestuario, ya duchada y vestida con ropa de calle. Alexander la esperaba fuera del gimnasio. La chica se reunió con él, y ambos caminaron en silencio durante unos minutos.

      —¿Qué te ha parecido? –preguntó ella al cabo de un rato.

      —Es una curiosa forma de pelear. Con los pies. No lo había visto nunca. ¿Cómo dices que se llama?

      —Taekwondo. También nos entrenan para dar golpes con las manos, pero los utilizamos menos. ¿Sabes por qué elegí esta disciplina? Por el báculo. No puedo pelear con las manos si he de sostener el báculo.

      —Tiene sentido –asintió Alexander.

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