Historia de la República de Chile. Juan Eduardo Vargas Cariola
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La imperiosa necesidad de contar con abundante mano de obra, base de una extracción minera muy primitiva y carente de elementos mecánicos que le asegurara mayor eficiencia, impulsó un vasto movimiento de trabajadores hacia los yacimientos de la provincia. Empleados como barreteros y apires, sus remuneraciones, aunque bajas, parecen haber sido superiores a las pagadas en el resto del país. Esto lo justificaba, por cierto, el durísimo trabajo físico que realizaban, en especial los apires. No está de más indicar que en 1866 se contabilizaron en Atacama 199 minas de cobre y 177 de plata en explotación164.
La escasez de operarios que se advertía a comienzos del decenio de 1850 obligó a la Junta de Minería de Atacama a poner en práctica una campaña para atraer a los posibles interesados, con el ofrecimiento de buenos salarios, puntualidad en el pago, alimentación y condiciones de estabilidad y seguridad. La Junta contó con agencias para enganchar a peones en Coquimbo, Valparaíso, Constitución, Talcahuano y Chiloé165. Pero el problema principal radicó no tanto en contratar trabajadores como en retenerlos166. Hay indicios de haberse practicado modalidades de retención de los trabajadores mediante las deudas en las pulperías167.
Sobre la forma de vida de los trabajadores los antecedentes disponibles indican, por una parte, la existencia de elevados salarios, como medio de atraer a la mano de obra, junto a deficiencias en materia de alojamiento y alimentación. Las malas condiciones sanitarias, agravadas por constantes epidemias de viruelas, que, por ejemplo, afectaron a la zona de Ovalle en 1839, 1863-1864, 1871, 1873, 1877-1878 y 1882, eran paliadas en algunos minerales con el establecimiento de lazaretos. Las enfermedades más habituales eran la difteria, la disentería y los cólicos, pero los mayores estragos obedecían a la tuberculosis168. Los accidentes del trabajo parecen haber sido numerosos, aunque se carece de información cuantitativa al respecto169. En los yacimientos coquimbanos los operarios ganaban, en promedio, 30 pesos al mes, con una ración consistente en una telera de pan, frejoles e higos secos. Cada tres o cuatro días el minero pedía un vale de dos o tres pesos para adquirir mercaderías en la pulpería del establecimiento. Cuando recibía su remuneración se dirigía a la placilla, “donde los salones llenos de vistosas damiselas, vestidas con trajes de diversos colores y con blanqueo o coloretes en la cara, esperan a los parroquianos, los que llegan pidiendo un vaso de ponche para refrescarse, y este vaso generalmente es un potrillo”170.
Sin embargo, el broceo de las minas o la reducción del precio de los minerales llevaba a la cesantía a los obreros, a quienes se les abrían pocas opciones: el retorno a sus lugares de origen, la emigración a los países vecinos o, simplemente, el vagabundaje. Son numerosas las denuncias de bandidaje en Atacama en el decenio de 1880, cuando ya habían concluido los ciclos de la plata y del cobre. En enero de 1886 el intendente de Atacama solicitaba al Ministerio del Interior fondos para establecer una patrulla rural en la zona de Freirina, por haber “muchos vagos en los caminos, lo que ha traído desconfianza de la gente para transitar por ellos”171. Y otra petición de auxilio extraordinario aludía con más detalle al problema: “La criminalidad en este Departamento [Copiapó] es extraordinaria, debido en primer término a la decadencia de la industria minera, que deja sin colocación [a] centenares de brazos que, no teniendo centros de trabajo donde ganar la vida, se dedican al pillaje y al asesinato”172. No puede extrañar, en consecuencia, que a los minerales que aún seguían en explotación llegaran personas “más interesadas en ejercer sus perversos instintos”. Este cuadro de la ciudad y de su región es expresivo de la situación que vivía como consecuencia de la crisis de la minería del cobre y de la plata. Una situación parecida se repetía en Coquimbo. El intendente José Velásquez informaba en noviembre de 1886 que en el mineral de Condoriaco se iba formando “no una población ordenada e industriosa, sino un agrupamiento de individuos de costumbres licenciosas, dispuestos a cometer toda clase de desmanes, especulando con el robo de minerales, denominado vulgarmente cangalleo”173.
VALPARAÍSO Y VIÑA DEL MAR
A la inseguridad de la bahía de Valparaíso para las embarcaciones —“tiene fama universal de ser uno de los peores que visitan las naves”, aseguró Alberto Fagalde en 1906174— se añadió el limitado espacio plano que podía utilizarse para la construcción de bodegas, almacenes y casas. La imagen que pudo formarse un viajero y naturalista alemán, Eduard Poeppig, al llegar al puerto a principios de 1827, no correspondió a lo que parecía “prometer su bello nombre”:
Paralelamente a la costa roqueña, y a apenas a una distancia de 200 pies de ella, se elevan por doquier cerros parados, con flancos a menudo perpendiculares como una muralla, y que dejan libre en su base, en la parte occidental de la bahía, un camino que solo está seco cuando baja la marea. En este reducido espacio se encuentra la única calle de Valparaíso, torcida y estrecha; una pequeña plaza inaparente y algunas callejuelas, que constituyen en conjunto lo que allá se llama, específicamente, el puerto o centro de todos los negocios175.
Y al desembarcar, Poeppig, que esperaba encontrarse con “lo curioso de las costumbres nacionales”, sufrió un nuevo desengaño:
Uno recorre la única calle que conduce al mercado, de insignificante apariencia. A ambos lados hay tiendas llenas con los productos de la industria europea, exhibidos en parte con igual buen gusto que en nuestras ciudades mayores. Alternan con las grandes bodegas de las casas comerciales británicas de primer rango y con las tabernas de los marineros, de las que salen sonidos que también se podrán escuchar en Londres o Hamburgo. Es cierto que, excepción hecha de las horas caniculares del mediodía, la gente se aglomera en esa calle de gran movimiento comercial, pero en su mayoría son extranjeros, y casi se oye hablar más la lengua de Inglaterra que los sonidos más sonoros de la península hispana. Los trajes nacionales desaparecen entre el vestuario para mí inexpresivo de la moda del norte de Europa, e incluso los puestos del mercado no ofrecen nada que recuerde las costas del Océano Pacífico176.
El teniente de la Real Armada británica, Hon. Frederick Walpole, se refirió a Valparaíso, hacia 1845, calificándolo como “el agujero más horrible de las costas del mundo”177. Sin embargo, precisaba que en los “barrios respetables” las casas eran “grandes y hermosas”, y que la ciudad había duplicado su extensión en 10 años. “Hacia el lado sur se está levantando, en forma muy rápida, una jurisdicción o arrabal hermoso y grande, llamado el Almendral”178.
La imagen que del puerto dejó una viajera austríaca, Ida Reyer de Pfeiffer, que estuvo en él durante algunas semanas en 1846, no difiere demasiado de las anteriores. Además del aspecto “aburrido y monótono”,