Apuntes sobre la autoridad. Silvia Di Segni

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Apuntes sobre la autoridad - Silvia Di Segni Conjunciones

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en la Ciudad de Buenos Aires utilizaba el tú a fines de los años 60. Pero era la “norma culta”; la habíamos escuchado, durante décadas, en canciones, en películas, seguía apareciendo en la televisión y, por supuesto, en la literatura. Era, también, el modo de incorporarse a América Latina y, sobre todo, a la Madre Patria, España; era el modo de respetar a las autoridades de la lengua e, inevitablemente, de desautorizarnos.

      Moliner trabajaba en su casa, fuera de su tarea rentada de bibliotecaria. Era una republicana maltratada por el franquismo, una mujer que sabía que el concepto tradicional de Autoridad fácilmente deslizaba al autoritarismo y que sostuvo otro, un concepto de autoridad popular, amplio, que caminaba por las calles. Le llevó muchos años realizar el texto que terminó, y logró publicar, en 1966. Lo novedoso de su diccionario residía en centrarse en el uso de la lengua definiendo, proporcionando sinónimos y citando expresiones que dieran cuenta de ese uso para quien la estuviera aprendiendo o quisiera disipar dudas. Se propuso hacerlo incluyendo palabras que aparecían en los diarios, palabras recién nacidas. No sería, entonces, un arcón de fósiles sino una colección de palabras llenas de vida que se paseaban de boca en boca provenientes de diferentes generaciones, incluidas las bebés de la lengua. Con esa intención, subrayaba que las palabras las creaban quienes hablaban, no los académicos que las aceptaban, definían o criticaban. Y mostraba, también, que los diccionarios atrasaban irremediablemente ante la velocidad de la vida. En palabras de Gabriel García Márquez:

      En realidad, lo que esta mujer de fábula había emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la vida. Es decir: una empresa infinita, porque las palabras no las hacen los académicos en la academia sino la gente en la calle (López Facal, 2010, p. 77).

      Y al trabajar sobre la lengua viva, la tarea de Moliner se volvía interminable, como debía ser su diccionario: abierto, en constante cambio, como pueden serlo solamente aquellos que están en la web, que no tienen las limitaciones del papel y en los que participan lxs usuarixs constantemente.

      La aparición de enciclopedias y diccionarios libres en la web generó una situación sumamente interesante, tanto para quienes los hacen como para quienes los autorizan. No se tratará ya de Autoridades, como autorxs célebres que sirvieron de apoyo para consagrar el uso de la lengua ni de autoridades que escriben artículos de su especialidad en enciclopedias, sino de un público mixto, en el cual hay simples usuarios inexpertos en el tema, personas que cuentan con saberes y experiencias no académicas, otras que tienen saberes académicos y, seguramente, también algunas dispuestas a estafar la buena fe. Las acciones de este último grupo fueron utilizadas para desautorizar todo saber que circulara por la web, para desautorizar a la web misma. Pero esto, ¿no ocurrió también fuera de la misma? Entre los numerosos ejemplos posibles, me gustaría mencionar algunos que hicieron mucho daño y fueron publicados en papel, rodeados de expertos. Uno de ellos fue el Malleus Maleficarum (El martillo de las brujas, de Sprenger y Kramer) con un falso nihil obstat. Sus autores, monjes dominicos, sabiendo que no conseguirían superar la censura eclesiástica, la falsificaron y publicaron el libro en una ciudad más lejana de su lugar de residencia, artimaña que en el siglo XV resultó suficiente para que fuera publicado y se convirtiera en el manual de tortura y muerte de una cantidad asombrosa de mujeres consideradas “brujas”. No solo era mentira su autorización: también estaba plagado de falsas declaraciones obtenidas bajo tortura. Y no bastaron las protestas de intelectuales y religiosos para frenarlo, porque era funcional a políticas inquisitoriales de la época.

      Otro ejemplo de falsificación tuvo que ver con la consagración de charlatanería en “conocimiento científico” que sirvió para perseguir, maltratar y/o llevar al suicidio a un número importante de jóvenes masturbadores. El ítem Manstupratio de la Encyclopédie de Diderot y D’Alambert fue escrito por el Dr. Tissot, quien copiaba allí parágrafos de su libro (El onanismo, de 1756) el que, a su vez, se había fundamentado (aunque su autor nunca lo reconoció) en un folleto/libro del médico y pornógrafo John Marten, de 1712. Marten era, claramente, un estafador que convirtió al onanismo/masturbación en una enfermedad capaz de originar gravísimas consecuencias (deterioro mental, locura, muerte), con el fin de llevar a cabo su verdadero negocio, que consistía en vender sus pócimas para curarlo. Tissot, en cambio, era un distinguido sanitarista, asesor papal, que decidió sostener la ola de terror que generaba la masturbación y, al incluirla como ítem en la Encyclopédie, logró otorgarle el status de conocimiento científico. Para eso era necesario el respaldo de su autoridad profesional, traducir el término al latín y lograr un sitio en el texto que reunía el conocimiento científico europeo de la época. Si alguien piensa que estos ejemplos son muy antiguos y que hoy no ocurren estos hechos, recordemos que el DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la American Psychiatric Association) incluyó el trastorno de atención dispersa con el que se diagnosticó a buena parte de una generación de niñxs, adolescentes y jóvenes, que terminaron medicados

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