Apuntes sobre la autoridad. Silvia Di Segni
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No puedo dejar de subrayar el lugar que ocupó el latín como lengua autorizada y autorizante en el ambiente académico. Un ejemplo que he trabajado en otro texto es el de la Psychopathologia Sexualis de Richard von Krafft Ebing, publicado en 1886, fundante de la sexología y de la “normalidad” sexual. Su título se escribió en latín para otorgarle autoridad científica. Utilizar el latín también cumplía otra función que el autor aclaraba en la introducción:
Las páginas que siguen se dirigen a los hombres que quieren profundizar estudios sobre ciencias naturales o jurisprudencia. A fin de no incitar a los profanos a la lectura de esta obra, el autor le dio un título comprensible solo para los sabios y consideró su deber utilizar tanto como fuera posible, términos técnicos. Por otro lado, consideró positivo escribir en latín algunos pasajes que serían demasiado chocantes de haber sido escritos en lenguaje vulgar. (Krafft Ebing, 1886).
“Profanos” eran quienes carecían de educación superior o no eran médicos ni abogados. Sabemos que este argumento constituyó un gran motor para la venta masiva del libro: muchas personas “profanas” quisieron leerlo. Como podía caer en manos de niñxs, adolescentes, mujeres o varones de sectores populares, algunos párrafos considerados peligrosos por el autor y sus pares varones de niveles sociales altos se escribirían en latín, de manera tal de “proteger” a quienes por nivel social, educativo, edad o género no hubieran tenido oportunidad de acceder al idioma del conocimiento. Así se mantenía el poder de la Academia y se instituía un “estigma” desautorizante: desconocer el latín. Por fuera quedaría el “lenguaje vulgar”, la lengua viva, dado que aquel era una lengua muerta. La palabra de los muertos, como veremos más adelante, será autorizada porque no puede modificarse y, quizás, el latín arrastrara ese valor al congelar “verdades” que no podrían ser discutidas. Otro valor de la lengua clásica radicaría en ennoblecer aquello que sería considerado chocante en el lenguaje vulgar. Un claro ejemplo de ello son los términos referidos a la sexualidad: los que usa la medicina, términos técnicos, son de origen grecolatino y autorizados, pero de circulación restringida, difíciles de comprender, fríos, carentes de erotismo. Y los “otros” son los términos “vulgares”, aquellos que todxs hemos aprendido por fuera de la educación formal, los que circulan por la calle y por los espacios privados donde se despliega la sexualidad y que, aun atravesando todos los sectores socioculturales, serán representados como “vulgares”, propios del vulgo. No puedo evitar consignar la definición de la RAE de “vulgo” (2):
Del lat. vulgus.
1. m. Común o conjunto de la gente popular.
2. m. Conjunto de las personas que en cada materia no conocen más que la parte superficial.
3. m. germ. mancebía (casa de prostitución).
adv. vulgarmente (comúnmente).
La primera acepción resulta tan discriminatoria como poco comprensible, pero esa discriminación aumenta cuando otra definición remite a una casa de prostitución.
Una de las motivaciones que llevaron a crear diccionarios provino de la teoría de la degeneración, aquella que en Psiquiatría fue responsable de horribles pesadillas, haciéndole creer a las personas que los padecimientos de las generaciones anteriores se potenciaban en las siguientes. Los diccionarios obrarían como escudos ante la potencial degeneración de la lengua, producto de su vitalidad, de su pasaje a través de las generaciones. Ese pasaje puede ser pensado como imprescindible vitalidad o bien como un temible camino, en el que acecha la degeneración.
Del mismo modo que, viviendo, las personas probaban diferentes sexualidades, se identificaban con diferentes géneros, consumían algunas sustancias o tenían padecimientos mentales –cosas de la vida–, el lenguaje iría transformándose, fagocitando de otros idiomas, creciendo y cambiando. Pero esto no aparecía como positivo para la Academia. Así se expresaba el doctor Samuel Johnson en el siglo XVIII:
Las lenguas, como los gobiernos tienen una tendencia natural a la degeneración; hemos conservado mucho tiempo nuestra constitución, hagamos ahora algunos esfuerzos por nuestro idioma (López Facal, 2010, p. 28).
Conservar, evitar que la vida produzca cambios, se constituye en el eje del concepto de tradición, uno de los puntales de la autoridad clásica. La tradición intentará que la transmisión generacional se realice sin modificaciones, sin el menor cambio; de otro modo, degeneraría. Richard Dawkins pensó que, como los genes capaces de transmitir material genético, existían los memes, fragmentos culturales (canciones infantiles, cuentos, dichos, recetas de cocina, lo que sea) que se heredaban. Y, del mismo modo que podía haber cambios en los genes, también podrían producirse en los memes, a veces dramáticos, a veces minúsculos. La función de los diccionarios, en su origen, sería sistematizar lenguas en formación, pero luego se constituirían en policía del lenguaje para evitar que la gente común, el vulgo, influyera sobre la lengua.
¿Como se autorizaría una palabra? En los primeros diccionarios, el método fue restrictivo, basándose en el uso que hacía de ella un grupo selecto, el de autores (por entonces varones) considerados “autoridades”. La cita de un autor autorizado autorizaba (esta sucesión de términos resulta extraña, pero es imprescindible para el párrafo) el uso del término y así nacieron los “diccionarios de autoridades”. El doctor Johnson fundó la lexicografía de ese modo, un modo que ha variado poco hasta nuestros días. A diferencia de los diccionarios considerados “serios”, la fortaleza de su metodología no se llevaba mal con la ironía y/o la discriminación, como cuando definía “avena”: “Grano que en Inglaterra se le da generalmente a los caballos, pero que en Escocia parece que mantiene a la gente” (López Facal, 2010, p. 29).
La autoridad de Johnson llegó a ser tanta que, cuando Webster emprendió su obra en los EE.UU., temió no estar autorizado a discutirlo: “La cuestión es si a un ciudadano norteamericano le está permitido corregir y mejorar los libros ingleses o estamos obligados a aceptar todo lo que nos den los ingleses” (López Facal; 2010, p. 31). Este temor es bien conocido por quienes hablamos/escribimos en castellano fuera de España, en relación a la RAE. No es un tema menor. El diccionario de la RAE ha dominado la lengua hispana en América Latina aun cuando el habla no respondiera a lo sostenido por sus autoridades. Para paliar esta situación se produjo el CREA (Corpus de Referencia del Español) en 1975. que:
Recoge el léxico actual de España y de la América hispanohablante (al cincuenta por ciento) con todos sus usos regionales (área caribeña, mexicana, central, andina, chilena y rioplatense) y no solo de textos escritos, ya que el diez por ciento de su volumen procede de transcripciones de programas de radio y televisión; es, por así decirlo, un enorme diccionario en bruto (López Facal, 2010, p. 94).
Esta obra no se hace para definir, sino para señalar el uso de los términos recogidos en las diferentes áreas; es un modo de visibilizar a millones de ciudadanxs que hablamos con otros términos o que los empleamos de manera diferente, pero el “auténtico” español/castellano es aquel del diccionario real para todx hispanohablante. No hay proceso alguno de ida y vuelta, a pesar de que un gran número de españolxs viven en América y adoptan modismos y otros tantxs latinoamericanxs viven en España y aportan sus variaciones. Todxs lxs argentinxs aprendimos la “lengua madre” en las escuelas, aun en las escuelas donde la población hablaba quichua, mapuche o guaraní. En nuestro país, el aprendizaje escolar del castellano tuvo ribetes patéticos. Todx estudiante aprendía a conjugar los verbos con la segunda persona del singular, “tú”, y la segunda del plural, “vosotros” aunque nunca las utilizara. Y aprendía en su casa, en la calle, por fuera de la escuela, a conjugar el “vos” y el “ustedes” sin que entraran en el aula o lo hicieran lateralmente, en algún cuento. Esas formas del habla quedaban desautorizadas académicamente, mientras eran autorizadas por el uso constante. Pero se trataba de dos formas de autorización