E-Pack Los Fortune noviembre 2020. Varias Autoras
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—Lo sé —dijo él en un tono pausado—. Soy un patán. Pero puedes creerme cuando te digo que no ha habido ni un sólo día desde que llegamos a Red Rock en que no pensara en ti. En nosotros.
Deanna sintió que se le encogía el corazón. Sus palabras eran como flechas en llamas que la atravesaban de lado a lado.
—Debería decirte que no —susurró ella. Debería hacerlo, por los dos.
Sin embargo, saber que la encontraba irresistible resultaba de lo más tentador…
Cerró el puño alrededor de su camisa de seda, se puso de puntillas y se detuvo a un milímetro de sus labios.
—Debería decir que no —repitió en un susurro—. Pero no puedo.
Drew soltó el aire bruscamente y ella sintió su aliento sobre los labios. Entonces, él la apretó contra su propio cuerpo, casi levantándola del suelo, y la besó, despejando así todo rastro de dudas y temores. De repente el mundo empezó a girar a toda velocidad a su alrededor y Deanna sintió que la cabeza le daba vueltas. El corazón se le salía del pecho… Lo único que podía hacer era aferrarse a la única cosa que la mantenía cuerda… él. Entreabrió los labios y se dejó llevar; enredó los dedos en su cabello… El mundo giraba cada vez más deprisa. Sentía su boca en la mejilla, en la frente…
—Empuja la puerta.
Deanna tardó un momento en entender aquel gemido gutural y sus ojos tardaron unos segundos en ser capaces de ver más allá de él. Él la llevaba en brazos, rumbo a la parte de delante del granero. No era de extrañar que la cabeza le diera vueltas. Estiró un brazo y le dio un empujón a la puerta. Sin perder ni un segundo, él entró y la llevó hacia la cálida oscuridad del interior.
—¿Sabes adónde vas?
—Al cielo —le dijo él, apoyándola en el suelo. Se acercó más y más y la hizo retroceder hasta acorralarla contra la puerta.
—Y no veo nada, así que a menos que quieras volver andando a la casa…
—No —Deanna sacudió la cabeza.
Ni siquiera la puerta entreabierta dejaba entrar algo de luz. No podía verle, aunque le tuviera justo delante, pero sí podía sentir el movimiento de su pecho con cada respiración. Si volvían a la casa, entonces tendría tiempo suficiente para echarse atrás; tendría tiempo para empezar a pensar con la cabeza nuevamente, en vez de hacerlo con el corazón.
Se quitó la chaqueta de los hombros.
—Bien, porque yo no quiero esperar.
Drew la agarró de las caderas y metió las manos por debajo de su suéter de punto. Una oleada de deseo la sacudió por dentro, tanto así que tuvo que morderse la lengua para no suspirar.
—Estamos en un granero —murmuró él, rozándole la frente con los labios—. Tranquila.
—¿Hay animales aquí o algo? —le preguntó ella, agarrándole de los brazos. No oía nada que no fuera el estruendoso sonido de su propia respiración y el roce de su falda contra la sólida madera que tenía detrás.
—Sólo yo —le dijo él, deslizando las manos por su cintura hasta llegar a sus pechos—. Tú no eres un animal… No llevas sujetador —le dijo de repente, descubriéndolo por sí mismo—. Eso me hace sentir como un animal.
Ella entreabrió los labios y respiró profundamente mientras él le masajeaba los pechos como si estuviera esculpiéndolos. Deanna podía sentir cómo se le hinchaba la piel. Él deslizó las yemas de los dedos sobre sus rígidos pezones, endureciéndolos todavía más y haciéndola gemir. Ella intentó mirarle a través de aquella negra oscuridad, pero no pudo. Sólo era capaz de sentir su calor, su tacto… Todo era tan intenso como el roce de su dedo pulgar en la base de la garganta; intenso, erótico… Soltó el aliento entrecortadamente y deslizó las manos por sus vigorosos brazos hasta llegar a las muñecas; eran fuertes, musculosas. Mientras las exploraba se dio cuenta de que también podía sentir los latidos de su corazón bajo las yemas de los dedos.
—A lo mejor hay dos animales —le susurró, poniendo sus manos sobre las de él, que a su vez le cubrían los pechos. Apretó las palmas contra ellas y entrelazó los dedos con los de él—. Más fuerte.
Él se detuvo un momento y entonces le apretó los pechos con más fuerza, lanzando flechas de placer que la atravesaban por todo el cuerpo hasta llegar al centro de su feminidad. Y entonces Deanna sintió la cálida humedad de sus labios cerca del pecho. Contuvo el aliento. Él intentaba quitarle el suéter con una mano.
—Quítatelo.
Temblando, ella hizo lo que él le pedía sin vacilar. Apoyó la cabeza contra la puerta mientras él la besaba entre los pechos, en el vientre… Al llegar a la cintura de la falda, se la bajó sin más y siguió adelante.
—Si no llevas nada debajo, me va a dar un ataque al corazón —le dijo él.
—No —dijo ella, riéndose y agarrándole la cabeza. Nunca se había dado cuenta de lo suave que tenía el pelo—. No soy tan atrevida.
—Pensándolo bien, sería una pena —susurró él, besándola en la cadera derecha.
Deanna dio un pequeño salto al sentir ahí sus labios. Él le bajó aún más la falda y ella la sintió por los muslos, las rodillas…
—Levanta el pie —le dijo él, agarrándole la rodilla derecha.
Ella levantó la pierna, y después la otra, y en cuestión de segundos, él se deshizo de la falda.
Hacía calor en el granero, pero sentía frío. No llevaba nada más excepto las braguitas y las botas. Le agarró la camisa.
—Quítate algo tú también.
—Cariño, para cuando terminemos no habrá nada entre nosotros excepto la piel.
Le rodeó las rodillas y la besó en el frente de los muslos. Poco a poco, iba subiendo las manos sobre ella, más y más… Y entonces le agarró el trasero y empezó a explorar las tiritas de la braguita.
—Si hubiera sabido… —le dijo en un tono deliciosamente ronco—. Que debajo de aquellos horribles trajes llevabas esto, que parece sacado de la fantasía de un hombre, nunca hubiera sido capaz de sacar el trabajo adelante en la oficina.
—Me gusta la lencería bonita —le dijo ella, sonrojándose.
—Sí, me di cuenta cuando vi las cosas que habías metido en el cajón, el día que llegamos, cuando se te cayó la toalla —le dijo, enganchando el encaje de la braguita con la punta del dedo y jugando adelante y atrás.
—Si fueras un caballero, no me lo recordarías.
—Cariño, soy un hombre, y ése fue un momento espectacular para mí. ¿Ves? A mí también me gustan las cosas bonitas —murmuró—. Y he estado pensando en ti con esa lencería puesta… y después sin ella… desde aquel día —trazó la línea de las braguitas