Violencias de género: entre la guerra y la paz. Gloria María Gallego García
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Los estereotipos de género están tan asentados en las prácticas sociales que no escapan tampoco a las prácticas jurídicas y, muy especialmente, a las prácticas judiciales. En este sentido, el derecho internacional de los derechos humanos ha hecho hincapié en la necesidad de eliminar los estereotipos que vulneran los derechos de las mujeres en la práctica judicial, pues podrían revictimizarlas. Así, en el contexto internacional, la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés), en su artículo 5 recoge que:
Los Estados Partes tomarán todas las medidas apropiadas para:
a) Modificar los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres, con miras a alcanzar la eliminación de los prejuicios y las prácticas consuetudinarias y de cualquier otra índole que estén basados en la idea de la inferioridad o superioridad de cualquiera de los sexos o en funciones estereotipadas de hombres y mujeres7.
En el terreno de las violencias masivas contra las mujeres, los estereotipos han ocupado un rol relevante como se puso de manifiesto, por ejemplo, en el caso del Campo Algodonero, en el 2009, donde la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado mexicano8.
En escenarios de conflicto armado, los estereotipos de género también representan un papel importante pues refuerzan los roles patriarcales. En este sentido, Zillah Eisenstein señala cómo en tiempos de guerra “la violación permite reactivar la continuidad de la definición de género de la mujer como víctima en lugar de agente” (2008, p. 65). Además, sobre todo, se produce una redefinición del territorio, del espacio político, en términos de remasculinización y desmasculinización o feminización. La nación enemiga se desmasculiniza, tras no haber protegido los varones a “sus” mujeres, esto es, por no haberse comportado como “propietarios” de sus cuerpos y, en su lugar, mediante la violación, otros pasan a ser sus dueños, “el cuerpo de la mujer se convierte en la representación universalizada de la conquista” (Eisenstein, 2008, p. 68). En la misma línea, los varones enemigos sometidos a violencia sexual son “feminizados”, despojados en su misma indefensión del estereotipo de masculinidad guerrera. Así pues, la violencia sexual actúa de forma definidora —y decisiva— en el escenario bélico, puesto que “contribuye a definir y crear enemigos, naciones y sus respectivas guerras” (Eisenstein, 2008, p. 68). El enemigo se desmasculiniza y la parte victoriosa se remasculiniza; algo que podemos observar, además, en la simbología asociada a algunos líderes políticos actuales9.
De acuerdo con este análisis, podríamos decir que la violencia sexual es una violencia performativa, es decir, es un tipo de violencia que “crea género”, produce y reproduce líneas de demarcación las cuales, además, en el caso de los conflictos armados, cumplen un papel estratégico fundamental (Sánchez, 2015). Cada vez que una mujer es violada, los roles y estereotipos de género —sumisión femenina y masculinidad violenta— se reproducen y se muestran. De esta manera, tanto en Yugoslavia como en Ruanda las violaciones masivas se utilizaron como arma de guerra con el propósito de exterminar al enemigo mediante el uso del cuerpo de las mujeres y niñas. No obstante, para que la violencia sexual sea realmente “efectiva” en su propósito de aniquilación debe entenderse como “una acción patriarcal cargada de significado dentro de una sociedad patriarcal” (Card, 1996, p. 11). Necesita un marco de interpretación previo —a la ideología patriarcal— en el que las acciones encuentran pleno sentido. Muchos de estos actos transforman los cuerpos de las mujeres en un medio de expresión de los hombres a través del cual un grupo le dice al otro lo que quiere (MacKinnon, 2006, p. 223).
Hablar de la “cultura de la violación” implica hablar de un conjunto de creencias que promueven y legitiman la violencia sexual contra las mujeres10. Poner el foco en la cultura supone encuadrar la violencia sexual como una cuestión estructural, por lo tanto, colectiva y no como un problema individual y privado. Al mismo tiempo, implica examinar cuáles son los imaginarios culturales que nutren esa legitimación cultural y social de la violencia. Nos referimos aquí a las representaciones culturales (textos escritos, imágenes en pinturas, teatro, etc.) que exponen y reproducen los valores sociales patriarcales y los legitiman al presentarlos como creaciones culturales. Resulta especialmente relevante observar cómo la violencia sexual aparece en significativas manifestaciones culturales con respecto a la fundación de la comunidad política, mostrándonos el significado plena y radicalmente político de dicha violencia (Lara, 2021, p. 99-102). Esto se evidencia, por ejemplo, en el mito grecolatino del rapto de las Sabinas. Rómulo y sus hombres, ante la escasez de mujeres en la recién fundada Roma, raptaron a las mujeres de los Sabinos para la reproducción de la ciudad11. La violación colectiva juega un papel político fundamental, condición sine qua non, de la misma fundación política. En otro contexto de fundación patriarcal, María Pía Lara señala —siguiendo a Octavio Paz— cómo la figura de La Malinche12 representa la conquista de México a través de la violación (2021, p. 115). En ambos casos, el dominio violento sobre las mujeres se muestra como parte del pacto entre varones para crear y mantener el poder político. En este sentido, Celia Amorós habla de los “pactos patriarcales juramentados” como un componente fundamental del patriarcado, donde se expresa la violencia. Las mujeres, como objeto transaccional de los pactos entre varones, cumplen aquí una función especial en los rituales de confraternización de los pares, al tiempo que se exacerba la misoginia patriarcal como violencia (1990, p. 12).
C. LA POLÍTICA SEXUAL REVISITADA
Como venimos apuntando, las violencias contra las mujeres se han entendido tradicionalmente como un asunto “privado”, no como una cuestión política. Incluso cuando esta violencia es una violencia masiva, como es el caso del feminicidio o de la violencia en las guerras, sigue pesando la interpretación de “violencia privada”, no como un fenómeno político. Tan solo desde hace unas pocas décadas la violencia sexual se ha considerado jurídicamente un crimen contra la humanidad, en los Tribunales Penales Internacionales de Ruanda y Yugoslavia (Sánchez, 2021). En consecuencia, es pertinente identificar cuáles son las posibles causas, de modo que nos permitan explicar las dificultades a la hora de hacer visibles las violencias políticas contra las mujeres. En primer lugar, la idea de la “privatización” de la violencia se ha extendido a todo tipo de violencia contra las mujeres, invisibilizando el carácter político de estas. El único uso aceptado de “violencia política” relacionado con el género, de una “violencia política contra las mujeres”, tiene lugar en el caso de mujeres que ostentan cargos políticos —diputadas, altos cargos, etc.— que son acosadas o violentadas en razón al cargo que ocupan. Dicho en otros términos, se trata de la violencia que sufren como representantes políticas (Bardall, Bjarnegård y Piscopo, 2019).
Sin embargo, nos podemos hacer la pregunta sobre si, entonces, las violencias masivas contra las mujeres que no entran dentro de ese supuesto no son políticas. Si reservamos el adjetivo “político” al espacio formal de la política (parlamentos, gobiernos, alcaldías, etc.), como hace la literatura académica, volvemos a “privatizar” las violencias contra las mujeres restándoles su significado de dominio violento. En la terminología académica sobre la violencia política (Braud, 2006), se califica como “política” aquella violencia ejercida por el Estado o los gobiernos, o bien aquella que tiene un motivo político. Los ejemplos al uso de violencia política son la revolución, el golpe de estado, la guerrilla, la tortura, el genocidio o la guerra. También se entiende en función de quién la ejerce: agentes estatales o paraestatales. En gran medida, se identifica con una violencia