Violencias de género: entre la guerra y la paz. Gloria María Gallego García
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En el debate feminista de los años 70 y 80, acerca del carácter de la violación, se insistió en el carácter político de la misma. De esa manera, para Susan Brownmiller, la violación es un fenómeno político, basado en una motivación política de dominación. Las funciones de la violación se insertan en el mantenimiento del sistema patriarcal, asegurar la necesidad de la protección de las mujeres por parte de los varones y ser piezas de un intercambio entre ellos. La violación es “un acto de degradación y posesión violento, deliberado y hostil, con el propósito de intimidar e inspirar miedo” (Brownmiller, 1975, p. 376). Con ello, se afianza la idea de la violencia como un factor determinante en el ejercicio del poder patriarcal.
Sin embargo, esa identificación de la violencia sexual con el poder estaba lejos de ser un terreno no disputado dentro de la teoría feminista. Si mantenemos que la violencia sexual es un acto —performativo— de poder patriarcal, entonces ¿qué papel ocupa el sexo en ello?, ¿por qué se produce una sexualización de la violencia masiva contra las mujeres en escenarios de conflicto armado? Merece la pena que nos detengamos en las distintas respuestas, por su significado relevante para el tema que nos ocupa, analizando distintas posturas dentro de un debate que sigue estando presente en la teoría feminista contemporánea.
Aunque autoras como Brownmiller y otras, mantienen esa identificación de la violencia sexual con lo político, Rita Segato es una de las autoras más relevantes en la actualidad que afirman el carácter político y no sexual de este tipo de violencia13. Podríamos resumir su postura diciendo “no es sexo, es política, es dominación”. Con ello, se marca un claro intento por sustraer la violencia del terreno de la privacidad, de la consideración del sexo como algo que pertenece a la esfera íntima y, por lo tanto, despojado de un sentido político o sistémico. “Mi explicación no es libidinal, es política”, afirma Segato (2018a, p. 76). No hay una motivación sexual en ello, en las “nuevas guerras” se persigue “la destrucción moral del enemigo mediante la profanación del cuerpo de las mujeres” (Segato, 2018b, p. 224). Como señala Joanna Bourke en su estudio sobre la violación, es comprensible la insistencia en esta tesis, toda vez que rechaza los argumentos individualistas y sicopatológicos que refuerzan los estereotipos de género que, precisamente, se pretendían desechar (Bourke, 2007). Adicionalmente, insistir en el carácter sexual comportaría poner la violación del lado de las emociones, de las pasiones y, por consiguiente, del “crimen pasional”, volviendo a situar la violencia sexual en el terreno de la privacidad del cual se había pretendido sacar.
No obstante, otras autoras como Catherine MacKinnon o Joanna Bourke resaltan precisamente el carácter sexual de la violación. MacKinnon, especialmente, defiende esta tesis y plantea varios aspectos. En primer lugar, no tener en cuenta la sexualidad en la violación —entendida como sexualidad violenta— desdibuja el mismo acto. Así, en oposición a Brownmiller, señala lo siguiente:
La violación en circunstancias normales, en la vida diaria, en las relaciones corrientes, cometidas por los hombres sólo como hombres, apenas se menciona. Las mujeres son violadas por las armas, la edad, la supremacía blanca, el Estado y sólo derivativamente, por el pene. (1995, p. 309).
En segundo lugar, cabe preguntarse: si la violación en conflictos armados tiene un propósito estratégico de destrucción del enemigo, ¿por qué no recurrir directamente a la masacre de este?, ¿por qué utilizar la violencia sexual? La respuesta aquí nos conduce ineludiblemente a la misma semántica de la violencia sexual: porque es un acto cargado de significado patriarcal, un mensaje de varón a varón (o de grupo de varones a otro grupo de varones), transmitido a través del cuerpo de las mujeres. Ese mensaje se expresa precisamente no con cualquier tipo de violencia, sino utilizando el sexo, pues condensa el sentido de propiedad de los varones hacia los cuerpos de las mujeres. Por medio del sexo forzado, se produce la muerte social de un grupo. Debido precisamente a su carácter sexual, señala Claudia Card, en una cultura patriarcal la violación tiene un potencial especial para crear una fisura entre la comunidad (2002, p. 129).
En tercer lugar, tras el análisis de MacKinnon y otras autoras de las violaciones masivas ocurridas en las Guerras Yugoslavas, se constató la importancia del sexo, del deseo sexual masculino, exhibido públicamente como una representación pornográfica. En Bosnia-Herzegovina, relata Mac-Kinnon, la pornografía se convirtió en un instrumento del genocidio mediante la filmación teatralizada de las violaciones en los “campos de violación” y la posterior distribución de ese material como propaganda de guerra (MacKinnon, 2006 y Salzman, 1998). Con un enfoque similar a la hora de poner el sexo en primer plano en la violencia contra las mujeres, Jean Franco examinó el genocidio en Guatemala y en Perú, poniendo el acento en la masculinidad extrema, en la que “el montaje grupal de una fantasía colectiva desempeña un papel importante” (2016, p. 34).
En cuarto lugar, incorporar el sexo en el análisis de la violencia en conflictos, nos permite también dotar de significado a las violaciones “oportunistas” frente a las “violaciones genocidas” o “estratégicas”. Un debate recurrente al analizar los patrones predominantes de la violación en las guerras, sobre todo en la década de los noventa a raíz de las resoluciones de los Tribunales Penales Internacionales de Yugoslavia (1993) y de Ruanda (1994), fue la asimilación de la violencia sexual con el genocidio, con una violencia estratégica guiada por un propósito genocida (Sánchez, 2021). Esta asimilación posibilitó, desde un punto de vista jurídico, considerar la violencia sexual como un crimen contra la humanidad.
Sin embargo, la exitosa estrategia de reconocimiento e inclusión de la violencia sexual en el Derecho Internacional supuso el silenciamiento de otras violencias sexuales “oportunistas” con una clara motivación sexual, es decir, aquellas no planificadas como arma de guerra genocida, pero que se aprovechan de la impunidad del marco bélico14. El resultado no deseado del énfasis en el genocidio y no en el carácter sexual de la violencia fue el establecimiento de una jerarquía de las violencias sexuales cometidas en escenarios de conflicto entre una violencia sexual (ordinaria, no genocida) y una violencia sexual genocida (extraordinaria), esta última digna de la atención del derecho internacional.
Por último, no podemos olvidar aquellas situaciones históricas en las que la violencia sexual masiva contra un determinado grupo de mujeres sí ha tenido una clara motivación de satisfacción sexual. Se trata de los casos de esclavitud sexual, donde las niñas y jóvenes son secuestradas por las fuerzas militares, paramilitares o guerrilleras para ejercer la prostitución forzada o actuar como “esposas”; aquellos otros casos masivos históricos, como el de las “comfort women” (esclavas sexuales —la mayoría de ellas coreanas y chinas— confinadas por el Ejército Japonés durante la Segunda Guerra Mundial) (Askin, 2001); o las violaciones de las mujeres berlinesas por parte del Ejército Ruso cuando este entró a la ciudad15.
Por consiguiente, parece que desechar el componente sexual de las violaciones en los escenarios armados elimina aspectos relevantes para el análisis. La tesis que aquí defiendo al respecto es que esta violencia debe interpretarse como una política sexual, acudiendo al término acuñado por Kate Millet en 1970. Si la interpretación de Segato, Brownmiller y otras podía resumirse diciendo “no es sexo, es política”, ahora de la mano de Millet, diremos “es política porque es sexo”.
En su obra, Política sexual, Millet indagaba sobre qué papel juega el sexo como instrumento de dominación y si el sexo es un exponente de las relaciones de poder. Su respuesta, acorde con las preocupaciones teóricas del feminismo radical de la Segunda Ola, era la siguiente: “Aun cuando hoy en día resulte imperceptible, el dominio sexual es tal vez la ideología más profundamente arraigada en nuestra cultura, por cristalizar en ella