Violencias de género: entre la guerra y la paz. Gloria María Gallego García

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Violencias de género: entre la guerra y la paz - Gloria María Gallego García justicia y conflicto

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sociales tejidas en la esfera de la privacidad de los individuos, en realidad no están alejadas del poder y de lo político, se encuentran atravesadas por relaciones de poder, entendiendo aquí “poder” a la manera weberiana como “poder sobre alguien”. “Lo personal es político” cobra todo su sentido, igual que, como veremos más adelante, hablar de una “política sexual” en los términos de Kate Millet.

      Por todo ello, dadas las aristas del tema, el debate dentro de la teoría feminista acerca del valor de la privacidad para las mujeres es complejo y no libre de tensiones. Autoras como Martha Nussbaum, por ejemplo, se preguntan ¿Is Privacy Bad for Women? y señalan cómo proteger libertades importantes bajo la rúbrica de la “privacidad” no representa ventajas para las mujeres. Contrario a esto, aduce que lo relevante para justificar la intervención estatal es si se ha producido un daño —siguiendo en ello a John Stuart Mill—, con independencia de si este ha tenido lugar en la esfera privada o en la pública. Coincide con Catherine MacKinnon, cuando señala que “recurrir a la privacidad es disfrazar un daño y pensar que es un obsequio” (Nussbaum, 2000). Elizabeth Schneider muestra igualmente cómo el concepto de privacidad permite, alienta y refuerza la violencia contra las mujeres (1991, p. 974). Sin embargo, como añade, es necesario encontrar un concepto de privacidad que abarque la libertad, la igualdad, la integridad corporal y la autodeterminación.

      La cuestión, en consecuencia, para algunas autoras (Schneider, 1991; Gavison, 1992 y Álvarez, 2020), no sería desterrar la idea de privacidad, puesto que esta es importante también para las mujeres; sino desarrollar una teoría más matizada donde la privacidad desempeñe un papel que permita el empoderamiento de las mujeres (Schneider, 1991, p. 975). En este sentido, por ejemplo, también para Arendt, lo íntimo sería un “refugio” para determinadas relaciones, como las amorosas, ya que estas no pueden soportar la implacable y constante luz de la esfera pública, donde todas nuestras acciones son expuestas ante los ojos de los demás (1974, p. 76). La intimidad, en consecuencia, se nos muestra de una manera ambivalente: como un espacio tanto de florecimiento personal y autonomía como de violencia, subordinación y ocultamiento de esa violencia e impunidad. Como señala Schneider, en definitiva una idea de privacidad que no enmascare la violencia y que ejerza un rol más positivo en los derechos de las mujeres, tendría que basarse en la igualdad: “La privacidad que está fundamentada en la igualdad y es considerada como un aspecto de la autonomía, protegiendo la integridad corporal y no permitiendo los abusos, se basa en un genuino reconocimiento de la dignidad” (2002, p. 152). Por el contrario, los estereotipos que alimentan un entendimiento patriarcal de la privacidad, tan presentes en todas las culturas, nutren la violencia, la desigualdad y la subordinación.

      Cuando hablamos de violencia contra las mujeres, una de las tesis más conocidas es la del “continuum de la violencia”, enunciada por Liz Kelly en 1987. Según la autora,

      Este concepto intenta poner de manifiesto el hecho de la existencia de la violencia sexual en la mayoría de las vidas de las mujeres, mientras que la forma que esta adopta, cómo las mujeres definen los acontecimientos violentos y su impacto en ellas, varía. (p. 48).

      De acuerdo con Kelly, no se trata de una línea recta que conecta diferentes experiencias. Por el contrario, son múltiples las dimensiones que afectan el significado de la violencia sexual y su impacto sobre la vida de las mujeres y pueden diferenciarse, pero “todas las formas de violencia sexual son serias y tienen efectos” (1987, p. 59). La linealidad del continuum se refiere a la incidencia; hay formas de violencia sexual, experimentada por la gran mayoría de las mujeres como el acoso callejero o las bromas sexuales en el lugar de trabajo. El concepto del continuum centra su atención sobre las muy amplias y extensas formas de abuso que sufren las mujeres, no únicamente en las más extremas. Abarca el abuso constante presente en la vida cotidiana e inserto, en gran medida, en la cultura, los imaginarios populares y, por consiguiente, en la aceptación social de esas formas cotidianas de abuso. Podemos decir, en este sentido, que movimientos feministas actuales como el Me Too o Las Tesis, en Chile, han sacado a la luz ese constante y pertinaz continuum de la violencia, haciendo visibles esos abusos tan presentes masivamente en las experiencias cotidianas de las mujeres. En otro momento de este trabajo, veremos también cómo la tesis del continuum de la violencia se traslada a las situaciones de guerra y paz.

      Otra de las tesis que nos muestran la complejidad y diseminación de la violencia es la del “triángulo de la violencia”, del sociólogo noruego Johan Galtung. Aunque inicialmente se pensó para explicar los conflictos sociales, ha demostrado una gran relevancia y poder explicativo al aplicarla a terrenos como la violencia de género (Confortini, 2006)5. La parte visible de la violencia corresponde, en la explicación de Galtung, con la violencia directa, física. Desde una perspectiva feminista, aquí entrarían el feminicidio, la violencia sexual y la violencia interpersonal; pero también, formas más recientemente “nombradas” tales como el ciber acoso, el acoso callejero o el acoso sexual y laboral. Especialmente interesantes resultan las otras dos violencias, que sustentan y alimentan la aparición de la violencia física: la violencia estructural y la violencia simbólica. En la violencia estructural incluimos las desigualdades económicas leídas en términos de género. Así, por ejemplo, tenemos lo que Saskia Sassen ha denominado “feminización de la supervivencia” o la situación de “brecha salarial” presente en todos los países. La violencia cultural, por otra parte, se refiere a

      […] aquellos aspectos de la cultura, la esfera simbólica de nuestra existencia —materializados en la religión y la ideología, en el lenguaje y el arte, en la ciencia empírica y la ciencia formal (la lógica, las matemáticas)— que pueden ser utilizados para justificar o legitimar la violencia directa o la violencia estructural. (Galtung, 2016, p. 149).

      En esa línea, la violencia cultural sirve de justificación y legitimación, tanto para la violencia estructural como para la violencia directa. Al respecto podemos poner muchos ejemplos insertos en todas las culturas. Me centraré en dos que me parecen especialmente relevantes: los estereotipos de género y la “cultura de la violación” como imaginarios culturales que sustentan las violencias.

      Los estereotipos de género corresponden a “Una visión generalizada o una preconcepción sobre atributos o características de los miembros de un grupo en particular o sobre los roles que tales miembros deben cumplir” (Cook y Cusack, 2009, p. 9). Así, “presumen que todas las personas miembros de un cierto grupo social poseen atributos o características particulares o tienen roles específicos” (Cook y Cusack, 2009, p. 9). Por consiguiente, los estereotipos de género y su aplicación, la estereotipación, re(crean) ideas acerca de cómo deben ser, estar y experimentar el mundo las personas construidas como hombres y como mujeres. Comportarse “como un hombre” o “como una mujer” se define en categorías excluyentes y antagónicas, atravesadas por una estricta norma-tividad de género —sobre todo en el caso de las mujeres— las cuales, en caso de incumplimiento, acarrean sanciones que pueden ir desde la humillación, el desprecio, la exclusión social, la violencia física o la muerte. Si el género, de acuerdo con Joan Scott (1986), indica posiciones asimétricas de poder, los estereotipos de género suponen la consolidación cultural de la normatividad de género, su reificación y radicalización en patrones de conducta exigibles.

      Tal y como expresan Cook y Cusack, una característica particular de los estereotipos de género “es que son resilientes, son dominantes y son persistentes” (Cook y Cusack, 2009, p. 22). En la cuestión que nos atañe, esos estereotipos en sí mismos pueden constituir una expresión de la violencia simbólica, encorsetando a las mujeres dentro de un papel determinado que implica una vulneración de sus derechos. Así, por ejemplo, el estereotipo de la mujer como ama de casa, reproductora en el hogar, cuestiona y viola la igualdad de las mujeres en el mercado laboral. Sin embargo, hay un ejemplo particular de especial significación en esta interpretación, que estamos sosteniendo de la estereotipia como una forma sustancial de violencia simbólica: los denominados

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