Panteón. Jorg Rupke
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La muestra de ingenio final nos alerta del tema de cómo la legalización modifica la comunicación religiosa. Mientras que tanto la petición a Hércules como las gracias prometidas se integraban en una comunicación plena y duradera, en el contexto de la institución del votum se convirtieron en acontecimientos discretos en el tiempo. Una vez que la obligación en la que se incurría mediante el voto se había resuelto, el vínculo que unía a ambas partes en una responsabilidad mutua se deshacía.
Parece que, en la propia Roma, hasta la época de la Segunda Guerra Púnica, en el siglo III (218-201 a.C.), habría habido solamente dos circunstancias, o quizás tres, en las que se usarían los vota: en la partida de un comandante a la guerra (vota nuncupare), en la construcción de un templo y en la inauguración de los «grandes juegos» (ludi magni). La historia romana de Livio no aporta ningún relato de vota personales anteriores a la finalización de la Segunda Guerra Púnica. Hasta el año 200 a.C. no parece que se haya suscitado el tema de cómo puede vincularse el cuerpo político con actos regulares de comunicación religiosa mediante los vota, y cómo los vota, en general, pueden desvincularse de las causas (y de los recursos) concretos. Los («grandes») juegos votivos eran acontecimientos que se producían de manera periódica y los gastos se relacionaban directamente con el «voto quinquenal» de un cónsul que los precedía[32]. Las comedias que se mencionan en el inicio de esta sección tratan con situaciones de este tipo.
El votum no era la encarnación de la piedad romana, sino más bien una manera especial de garantizar, mediante la comunicación religiosa, unos recursos sustanciales bajo jurisdicción pública. Este dispositivo se colocó a finales del siglo II a.C., y su fin era tratar cuestiones como: ¿cómo se van a pagar exactamente las cien cabezas de ganado prometidas por un tal Escipión en España[33], pero que tienen que matarse en Roma? El contexto para la institución del votum en Lazio, y tal vez más directamente en Roma, era la centralización en aumento del gobierno estatal. El votum también abordaba las disputas que surgían en tipos más comunes de comunicación religiosa. Creaba sin duda problemas nuevos y podía dar lugar al ridículo, pero rápidamente se hizo popular. Ya bajo la República, el empleo del votum se había formalizado hasta el punto de que, en Rímini, Pupio Salvio pudo asumir que todo el mundo entendería que el acrónimo VSLM que lucía su inscripción[34] quería decir: votum solvit lubens merito («cumplió con placer su voto como merecía el dios»).
2. SACRALIZACIÓN
Clasificaciones
Tierra comprada y señalada en el uhturado de C. Vestinius, hijo de V & Ner.Babrius, hijo de T (en la comunidad X), en el maronado de Vols. Propertius, hijo de Ner. & T. Volsinius hijo de V (en comunidad Y). Yo (la piedra) quedo como sagrada (¿señal?)[35].
Con esta inscripción, compuesta en caligrafía latina pero en el idioma umbro, y fechada en el primer cuarto del siglo I a.C., los susodichos magistrados marcaban la linde entre la tierra que poseía una comunidad y las tierras de la comunidad vecina. Sacre (sacer en latín) indica el estatus de la piedra. Es algo que no puede moverse; es una propiedad pública compartida: y, por esta razón, no se menciona el nombre de ninguno de los propietarios individuales de la tierra. No puede haber duda ninguna de que el término tiene su origen en la esfera de la comunicación religiosa en su sentido más amplio. Al igual que donum, encontramos inscrito sacrum en los objetos de todos los lugares, cada vez más, durante el Imperio. De hecho, los dos términos suelen aparecer juntos. Para quienes eran capaces de clasificar cualquier artículo de propiedad –incluyendo los esclavos– resultaba sencillo designar el terreno neutral como una posesión divina[36], aunque su clasificación legal como tal, formulada por primera vez en los libros de texto del siglo II d.C.[37] era otra cuestión, que equivalía a constreñir a los dioses para que encajaran en un esquema que, incluso los juristas romanos que lo crearon, limitaban a los territorios dentro de las fronteras de lo que era «romano» en el sentido más literal de la palabra: la ciudad y su entorno inmediato latino. ¿Qué podría haber significado, en otro ejemplo, que Júpiter poseyera un santuario en Gubbio?[38].
Lo que esto significaba desde el punto de vista de las leyes de propiedad era entonces, como ahora, una perspectiva entre muchas, por muy iniciada o inculcada que pudiera haber estado desde los tiempos arcaicos (o incluso antes) por el lapis niger del Foro Romano[39] y, en otros lugares, por las advertencias de no traspasar la localización. En realidad, la propiedad de los agentes sobrehumanos, las ofrendas que se depositaban en un sitio, por ejemplo, no siempre se quedaban allí tranquilas. En ocasiones podían volver a circular, por así decirlo, gracias a un ladrón, o podían ser «resignificadas» por un cacique político local[40]. Y, como ya hemos visto, cualquiera que creyera que le correspondía mejorar un complejo lo hacía sin dudar a la hora de invadir los bienes previos. Precisamente esos proyectos de construcción, la intensidad con la que se usaban los sitios, y los objetos que en ellos se depositaban eran lo que impulsaba el proyecto de sacralización, determinando tanto el foco como la extensión de complejos que, en su mayor parte, no se circunscribían mediante piedras liminares o muros, o que adquirieron esos rasgos muy tardíamente.
Estrategias
Todos estos pozos, objetos y estructuras formaban parte de una estrategia que buscaba distinguir la acción definida como comunicación religiosa de la acción que, como no adscribía ninguna relevancia a esos actores especiales, no necesitaba afirmar su relevancia respecto a ellos. En este sentido, los objetos y las prácticas comunicativas eran las que otorgaban una presencia concreta a lo divino en una localización específica[41]. Pero había también prácticas precisas de sacralización. El empleo del incienso, cuyo origen se localiza en el Mediterráneo oriental (y que ya era allí un producto de importación) era una de las maneras preferidas mediante las que se podía satisfacer un deseo de distinción, de destacar socialmente, y también, no menos importante, de búsqueda de la sacralización. El «descubrimiento» del incienso fue un rasgo del periodo Orientalizante, cuando llegaron hasta Italia toda una serie de innovaciones e importaciones derivadas de los contactos de ultramar. Los utensilios necesarios para quemar incienso se copiaron a partir de modelos fenicios y se producían de manera local, principalmente en bronce. Las formas que así llegaron experimentaron un desarrollo posterior en el siglo V y los siglos siguientes, hasta que se generalizó un quemador de incienso simplificado en forma de cuenco[42]. A diferencia de Grecia, la asociación de la quema de incienso con las libaciones –ture et vino– se convirtió en una marca dual que designaba las actividades como sagradas; el pyxis etrusco, redondo, o la acerra romana, rectangular, se convirtieron en accesorios que señalaban a un individuo como el portador temporal de un papel religioso[43]. La forma de jarra con dos asas de la olla o de la urna, nada adecuada para verter, se sustituía con frecuencia por la hydria griega de tres asas; no obstante, la forma antigua más engorrosa persistió mucho tiempo en el culto de Italia central, y la empleaban las vírgenes vestales romanas incluso ya bien entrado el Imperio. Las vestales, que eran enormemente visibles en Roma, también usaron durante mucho tiempo para el banquete las formas arcaicas de los utensilios y las vasijas de almacenamiento[44].