Panteón. Jorg Rupke
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Quien así convertía sus acciones en algo especial, a la vez que hablaba con destinatarios especiales y señalaba su importancia ante ellos, al mismo tiempo se dirigía a sí mismo, se garantizaba a sí mismo su propia importancia[46]. Y, como vimos en el capítulo I, ambos lados de una conversación así sin duda se dirigían también a otro público, más amplio, humano. Al inscribir objetos que se destinaban a la comunicación religiosa, ya fuera en los templos o en las tumbas, los primeros usuarios, primero de la caligrafía griega, después de la etrusca y después de la latina, se aprovechaban de una cualidad inherente a las tres escrituras, que consiste en que, como usan tanto las consonantes como las vocales, reproducen el sonido exacto de las palabras. Donantes y objetos fueron así, por lo tanto, capaces de «hablar», pero solamente si podían contar con la cooperación de lectores que respondieran al desafío implícito en los signos fonéticos leyéndolos en voz alta, como era normal en la antigüedad[47]. La famosa inscripción de principios del siglo V d.C. [––] iei steterai Popliosio Valesiosio suodales Mamartei (…como acompañantes de Poplio Valesio, erigimos esto para Marte) procedente de Satricum[48], estaba hecha para ser declamada y debe haber tenido en mente un público así.
Que debía haber un público presente es evidente cuando se abordan otras formas de ritualización. ¿Por qué iban los aristócratas a molestarse en montar carreras de carros o luchas de gladiadores si no hubiera habido un público para verlas? El elemento de sacralización, la referencia a los difuntos o a los dioses, que daba a estos acontecimientos su importancia especial, es un poco más problemático. Los competidores individuales es posible que invocaran por su nombre a deidades en dichas ocasiones, pero la sacralización era más evidente e impresionante si el acontecimiento en su conjunto hacía esa referencia. Los nuevos medios de comunicación religiosos ofrecían diversas soluciones. Una de ellas era la elección de localización. Un acontecimiento podía celebrarse en el Capitolio de Roma, junto al Templo de Júpiter; o se podía construir todo un complejo nuevo para este fin, como Olimpia en el Peloponeso. Otra posibilidad era utilizar estatuas, en cuyo caso debían ser transportadas en procesión desde los templos. Además de los torneos, las pinturas funerarias del siglo VI y tal vez del siglo VII testimonian desfiles y procesiones en las ciudades etruscas; estos figuran, en diversas localizaciones, en el repertorio de motivos diseñados para la representación del prestigio aristocrático. Ya hemos visto los carros de dos ruedas, del tipo que se usaban en las carreras y en las procesiones, figurando en los frisos de terracota de los tejados, su presencia un indicio de que dichos acontecimientos eran comunes en Italia[49]; y pueden verse en Roma en contextos claramente sacralizados desde finales del siglo VI en adelante[50]. Contemplar estos espectáculos, escuchar el clamor de los cascos y las armas, oler el sudor de los caballos y de los contendientes (o del aceite con el que los contendientes se untaban), tal vez incluso correr con ellos: todo esto convertía a meros espectadores en participantes en el ritual[51]. Y provocaba otra transformación, puesto que convertía la actividad aristocrática del «juego» (ludi) en comunicación religiosa, en acción pública. No podía decirse lo mismo de cualquier actividad. La representación aristocrática de una cacería era algo habitual en la Antigüedad y persiste hasta el día de hoy. Dichas cacerías se montaban a enorme escala en la temprana Edad Moderna, y han sido un tema importante en los relatos y las imágenes de todos los periodos, pero apenas fueron sacralizadas hasta que los romanos adquirieron las destrezas organizativas y arquitectónicas necesarias para resituar la caza en el anfiteatro[52].
La ritualización y sacralización de algunas actividades tenía implicaciones que hay que tener en cuenta. En primer lugar, había que designar días concretos del año para estos acontecimientos. También afectaba a los papeles de los actores implicados. Antaño participantes y competidores, ahora los aristócratas tenían que convertirse también en organizadores y promotores. Y las cosas se complicaban aún más cuando había aspectos de una representación que tenían que señalarse como «especiales» para que se pudiera percibir como religiosa: el caballo victorioso en la carrera October equus de Roma era sacrificado y el ganador de la carrera capitolina tenía que beber absenta[53]. Esos excesos tal vez se suprimían cuando un acontecimiento era menos destacado. El baile puede haber sido un elemento habitual, pero solo podemos saberlo de manera indirecta[54]. No solo los niños subían a los columpios en la feriae latinae, las fiestas que atraían a los latinos de las ciudades circundantes a Alba[55]. La ritualización y la sacralización, la caracterización reiterada de una comunicación como «especial», como comunicación religiosa, cambiaba el carácter de lo cotidiano, añadía nuevas formas al espectro de la actividad religiosa y, en muchos sentidos, la hacía más visible, más «pública».
3. RITOS COMPLEJOS
Los grandes ritos requerían una participación nutrida y las partes interesadas acudían en masa a los lugares donde se celebraban para hacer su contribución particular. Incluso aunque los papeles de anfitrión e invitado estaban claramente definidos en cada caso, esos ritos se consideraban como pertenecientes a una ciudad o incluso a una región completa; las ciudades griegas los convirtieron en una completa ocasión diplomática, sin dejar por ello de ser religiosa[56]. En la ciudad de Roma, en continuo crecimiento, el interés aumentaba a la par que aumentaba la población. Los «juegos» empezaron a durar más a partir del siglo II d.C., y se añadieron los «juegos escénicos» (producciones espectaculares). Las ocasiones para celebrar estos juegos también se multiplicaron y se crearon después formas arquitectónicas permanentes para acomodarlos, siguiendo primero el modelo del teatro griego y después modificándolo. Con el tiempo, el teatro y el anfiteatro romanos se convirtieron en un sinónimo de la vida mediterránea y así continuó siendo hasta la Antigüedad Tardía.
Pero esto nos aleja del relato histórico. Las huellas que los ritos han dejado son difíciles de leer. Hasta finales del siglo I d.C. no tenemos una detallada descripción, que nos proporciona Dioniso de Halicarnaso, un griego procedente de Asia Menor, de una procesión de circo, con sus participantes y los dioses caminando hacia el circus (el equivalente romano del hipódromo griego) donde tendrían lugar las carreras[57]. En Italia solamente tenemos las tabulae Iguvinae, las Tablas Eugubinas, unas tablillas de bronce procedentes de Gubbio, cerca de Perugia, inscritas en el siglo II y a principios del siglo I, para hacernos una idea de lo lujosas que podían ser las procesiones rituales en las ciudades más pequeñas. Nos dicen que un ritual, tal vez interpretado para proteger el asentamiento, no podía celebrarse a no ser que dos individuos, trabajando en colaboración, hubieran ambos observado auspicios favorables. Después venía la inspección de las tres puertas, con sacrificios animales a diversas deidades tanto delante como detrás de cada puerta, más una ofrenda adicional. El sacerdote que dirigía, que se distinguía por llevar un báculo, sacrificaba otros tres animales en los santuarios de Júpiter y Coredius, recitando en cada ocasión unas largas plegarias[58]. El uso de la escritura había posibilitado, evidentemente, que los ritos se hicieran más complejos[59].
En Roma también los terratenientes, magistrados y mandos militares celebraban procesiones comparables bajo la forma de circuitos en torno a una localidad. Estas podían implicar a toda la ciudad, a un grupo concreto de