Estética del ensayo. Josep M. Català

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Estética del ensayo - Josep M. Català Prismas

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sus traspasos entre lo orgánico y lo inorgánico. En este punto, el film se transmuta en un ensayo visual que va más allá de la simple constatación documentalista.

      Podemos decir del ikebana lo que he dicho antes de las composiciones de Paul Laffoley, que son procesos de pensamiento convertidos en imágenes. La armonía, o un determinado sentido de la armonía, está presente en ambos como un elemento sustentador y conductor de los procesos mentales contenidos en las imágenes y sus relaciones. En el caso de los diagramas de Laffoley antes citados, las imágenes están relacionadas con conceptos, mientras que en la técnica del Ikebana se relacionan con impresiones estéticas. Pero en ambos casos hay una tradición detrás de esos fundamentos, tradición que se introduce en el proceso y que es analizada por él. Esta vía de preservar el pasado, que consiste en incorporarlo estructuralmente y de manera sistemática en la elaboración del presente, y de la cual el ikebana funciona como la representación de un rasgo cultural japonés, nos lleva a pensar en la posible repetición occidental del fenómeno y su probable relación con los orígenes del ensayo audiovisual que se centraría en el ámbito de las vanguardias y concretamente en la figura de Picasso.

      Hasta hace poco era indiscutible la necesidad que tenía cada generación de traducir, y por lo tanto de asimilar, de nuevo a los clásicos, lo que significaba que los clásicos lo eran precisamente porque ofrecían respuestas renovadas a los problemas de cada época, si bien para obtenerlas era necesario un ejercicio de traducción, de adaptación o de relectura: un ejercicio, en definitiva, de hermenéutica. Pero ello era antes de que se hubiera roto el vínculo con el denominado Canon a través del que se mantenía viva la tradición cultural de Occidente, una ruptura que, como advierten, cada cual a su manera, Harold Bloom y Sloterdijk, conlleva importantes consecuencias. No deja de ser curioso, sin embargo, que esta creencia se refiriera, cuando aún estaba en activo, solo a la literatura y poco o nada tuviera que ver con la pintura, especialmente cuando esta ha conformado una tradición no menos sólida que la literaria durante el mismo período. Quizá sea porque la ruptura vanguardista de principios del siglo XX en general, así como las proclamas de la versión norteamericana del arte abstracto en particular, provocaron una temprana ruptura con el canon visual que luego no ha sido ya discutida. Sin embargo no deja de ser altamente significativo que una discontinuidad con la tradición visual tan drástica como esta se haya asumido con relativa facilidad, cuando una operación similar producida en el terreno literario encuentra fuertes resistencias y provoca aún ahora extraordinarias polémicas. Es cierto que, en su momento, la ruptura vanguardista generó innumerables discusiones, pero de diferente calibre. Por ejemplo, Bloom, que ha asimilado sin problemas a Joyce o a Faulkner, no apunta en sus críticas hacia las fracturas formales de, pongamos por caso, los escritores surrealistas, sino que sus quejas se centran esencialmente en la brusca interrupción de un determinado rasgo espiritual largo tiempo aquilatado. Sin embargo, la quiebra de una tradición formal debería ser considerada igualmente inquietante para los que la juzgan así el cambio en el canon literario, y seguramente lo sería si no estuvieran limitados por las propias características de lo que pretenden preservar. La discontinuidad en la tradición visual se observa como un problema interno de la historia del arte, mientras que la correspondiente ruptura en la tradición literaria se contempla como una bancarrota espiritual.

      En general, podemos decir que el canon que ahora se reivindica ha privilegiado en gran medida el texto y se ha olvidado completamente de la imagen. Como sea que se acostumbra a señalar a la creciente hegemonía de lo visual en nuestra cultura como la principal culpable de la bancarrota del pacto literario, se podría pensar que esta fisura no sería tan grande ni tan traumática si, por lo menos, conserváramos los vínculos con la tradición pictórica, es decir, si cada generación hubiera considerado y siguiera considerando necesario revisitar las obras máximas de la tradición visual para interpretarlas de nuevo de acuerdo con sus intereses. Si como indican los agoreros, estamos perdiendo la palabra, nos quedaría por lo menos la mirada. La obstinada tendencia vanguardista de la modernidad hizo que durante bastante tiempo esta recuperación fuera prácticamente imposible, al patrocinar la idea de que cada generación debía por el contrario inventarlo todo, que cada artista, si quería sobrevivir como tal, estaba obligado a levantar prácticamente de la nada su cosmos visual una y otra vez. Puede que tal pretensión fuese, luego, imposible de cumplir, pero la sola idea de su necesidad impedía cualquier vínculo potencial con la tradición iconográfica. Con los ojos fijos en el futuro, el vanguardista no atinaba a comprender la presión que el pasado ejercía sobre sus espaldas.

      La obra de Picasso se considera el ejemplo prototípico de esta ruptura con la tradición visual de Occidente, una ruptura que, a su vez, podría considerarse como el detonante de la quiebra de la otra tradición, la literaria: no sería cuestión de pensar por lo tanto que una hubiera expulsado a la otra, como ahora se dice, sino que ambas habrían experimentado, prácticamente al unísono, una similar interrupción, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que, como nos recuerda Mario Praz en su Mnemosyne,44 la literatura y las artes visuales han ido subrepticiamente de la mano durante varios siglos. El cuadro de Picasso Les demoiselles d’Avignon, de 1907, sería entonces no solo la obra que inauguraría una nueva forma de ver, como tantas veces se ha dicho, sino también la que pondría en marcha de manera más fidedigna la idea de la revolución continua y la necesidad de dar perennemente la espalda al pasado, tan típica de la modernidad. Pero Picasso no es un pintor fácil que se deje encerrar en los límites de un solo significado. Lo cierto es que Les demoiselles d’Avignon también puede considerarse la obra fundadora de una visualidad compleja cuyo alcance solo años más tarde sería del todo asimilado y que implica lo contrario de cerrar los ojos a las diversas corrientes que confluyen en ella. Aparece aquí una primera paradoja de las tantas que recorren la obra de Picasso y que son precisamente el resultado de su intrínseca complejidad. ¿Qué significa, para nosotros, la complejidad visual sino una constante revisión de las raíces, un replanteamiento continuado del propio proceso de formación: es decir, no un gesto excluyente, sino una firme apertura a la posibilidad de asimilación? Nos encontramos, pues, con que la primera obra visual verdaderamente compleja de la modernidad, es decir, una obra fuertemente vinculada a una reconsideración profunda del pasado, también inaugura, de forma como digo paradójica, un período que parecía claramente destinado a glorificar la simplicidad y superficialidad del presente. Es así como de un gesto, el gesto vanguardista empecinado en dar la espalda a lo anterior, se desprenden los primeros brotes de una profunda actitud autorreflexiva y metarreflexiva que no puede dejar de incluir ese pasado en sus operaciones. Solo una personalidad genial, trabajando en el momento adecuado, podía ser capaz de aunar de manera auténticamente fructífera ambos impulsos. Eso no impide que, hasta ahora, a Picasso solo se le haya reconocido su capacidad para trabajar con uno de estos dos impulsos, el generado por el imaginario de la vanguardia. Para comprender el otro, deberíamos contar con la propia complicación que experimenta la idea de tiempo en la misma época en que Picasso empezaba su revolución visual, complicación que implica una consciencia de su complejidad, atestiguada tanto en la ciencia, con Einstein, como en el arte, con las ideas de Aby Warburg sobre los anacronismos y las supervivencias en la historia de las imágenes. La obra de Picasso sería desde su recuperación del tiempo pasado para reconstruir el presente un ejemplo de esta nueva complejidad temporal que más tarde Benjamin expondría en sus famosas tesis sobre la historia.

      Pero, antes de continuar, conviene que recordemos el papel jugado por Duchamp en el período vanguardista, ya que el espacio conceptual que inauguró Picasso en 1907 es el que luego recoge el artista francés para elaborar sus propuestas. Duchamp plantea a través de sus obras la problemática del arte en su momento de transición entre un paradigma que podríamos denominar plenamente estético y otro industrial y mercantil. El mercado del arte está naciendo en esa época y ello, en lugar de suponer el fin del arte, como se acostumbra a creer, implica tan solo su transformación, equiparable, por otro lado, a la que pudo experimentar cuando dejó de ser, por ejemplo, patrimonio esencial de la iglesia. Duchamp es consciente de estas transformaciones y realiza propuestas a la manera de experimentos que ponen de manifiesto el alcance de los cambios que están ocurriendo: su célebre urinario implica, como se sabe, la revisión del concepto de autor, así como la reconsideración de los espacios donde se exhiben

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