Estética del ensayo. Josep M. Català
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Sobre Picasso se ha dicho prácticamente todo, en especial si tenemos en cuenta que la urgencia vanguardista del siglo XX no abonaba precisamente el terreno para las relecturas y por consiguiente era de suponer que todo cuanto hubiera que decir de sustancial sobre un artista se habría dicho ya en su momento: que esto no fuera cierto y las obras vanguardistas siguieran generando teorías, y emociones estéticas, a lo largo de los años no dejaba de ser una prueba de lo insustancial de sus pretensiones negadoras del valor de la tradición. Pero la idea era que a los artistas visuales solo se les podía comprender históricamente, y ya sabemos que la interpretación histórica, o historicista, ha ofrecido siempre poco margen para las innovaciones conceptuales. Habría, por tanto, que aplicarle a Picasso su propio método complejo y acabar así con la idea, o el tópico, de que en la cultura visual el vínculo con el pasado es de carácter positivista, que la evolución de la imagen no es más que un movimiento histórico conectado, en última instancia, a un hecho estético de carácter también históricamente limitado: es decir, abonado tan solo para el recuerdo o para el placer visual inmediato, pero agotado para el conocimiento una vez superada la época a la que cada obra pertenece cronológicamente. Es necesario revisitar Picasso quizá para reinventarlo, es decir, para someter su complejidad a una lectura idóneamente compleja que entienda la historia de una forma no historicista y que, por consiguiente, se preocupe más de las temporalidades que de la historia propiamente dicha: que considere que las capas temporales que, junto a las espaciales, configuran las imágenes continúan activas más allá de la adscripción de estas a una época determinada. Desaparecido el contexto social donde generaban respuestas, las imágenes siguen planteando preguntas. En realidad, una operación como esta convertiría algunas obras de Picasso en imágenes-ensayo que contendrían el germen del imaginario que a la larga da cabida al film-ensayo.
Algunas imágenes de Picasso son reflexiones visuales en el sentido de que parten de un proceso de pensamiento efectuado a través de las formas pero también porque, en algunos casos, este proceso implica una envergadura y una complejidad que las convierten en prototípicos ensayos visuales. Esto sucede, por lo menos, en una de ellas, Las demoiselles d’Avignon, un cuadro que va más allá de la simple ruptura formal para convertirse en el resultado de un experimento casi de laboratorio, como lo prueban los múltiples trazos que han quedado de los procedimientos conducentes a la confección de la imagen.
En el museo Ingres de la ciudad francesa de Montauban se celebró en 2004 una exposición en la que comparaban las obras de Picasso y las de Ingres. Como se sabe, el pintor francés nació en esa ciudad y de Picasso se conoce la admiración que la obra de este le producía. En esa exhibición era posible detectar la capacidad reflexiva del pintor malagueño al poder comparar algunas de sus obras con las fuentes de las que partía. Es cierto que ambos pintores parecen, a primera vista, difíciles de conciliar, pero los nexos existen precisamente porque Picasso elaboró alguna de sus propuestas pictóricas no tanto como copias de su antecesor, sino como traducciones de estas.
En una de las salas del museo se habían colocado, uno al lado del otro, sendos retratos confeccionados por Ingres y por Picasso. Concretamente, el que el pintor francés hizo de Madame Moitessier en 1856 y el de Dora Maar por Picasso, que data de 1937. Viendo juntos estos dos cuadros, era evidente que, además de los años que los separaban, también había entre ellos un tremendo abismo visual. Las similitudes entre las dos pinturas, teóricamente impredecibles, existían, ciertamente, pero su existencia, lejos de acercar ambos mundos, hacía que la separación entre ellos fuera aún más evidente. En todo caso, colocar al lado un Picasso y un Ingres era plantear una reflexión, abrir un proceso de pensamiento que debía efectuarse principalmente a través de la mirada. Algo similar se nos propone en las películas de cineastas como Peter Delpeut (Nitrato lírico, 1991) y Matthias Müller (Home Movies, 1991), donde las imágenes del pasado, provenientes del archivo, cobran vida de nuevo para establecer relaciones entre ellas que nos hacen reflexionar sobre su propia morfología y el ramillete de significados que esta comporta.
El planteamiento museístico de Montauban recuerda una anécdota que se cuenta acerca de las relaciones entre Gombrich y Panofsky, anécdota que permite comprender la diferente sensibilidad con que ambos se enfrentaban al fenómeno artístico, a la par que nos muestra también dos formas prototípicas de entenderlo. Se dice que Gombrich asistía a una de las conferencias de Panofsky en la que este, como era su costumbre, proyectaba diapositivas para ilustrarla. En uno de los momentos de la charla, y después de mostrar primero la imagen de una iglesia renacentista y, luego, la de una iglesia gótica, Panofsky exclamó: «¡Aquí ocurrió algo!». El comentario de su amigo, expresado en voz baja a la persona que tenía al lado, no se hizo esperar: «Claro que ocurrió algo –dijo Gombrich–, ocurrió que se introdujo un nuevo estilo arquitectónico, pero esto no es necesariamente el síntoma de algo más».45
Esta apelación al sentido común de Ernst Gombrich, muy en la línea de lo que Steiner denomina «la endémica liturgia anglosajona del sentido común, de la duda pragmática, que contempla este tipo de proposiciones como simple verborrea»,46 no sirve para nada ante el emparejamiento de un Ingres y un Picasso, tan diversos pero a la vez tan similares, como los que se enfrentaban en el museo de Montauban. Si ese cambio tan drástico de visualidad no fuera, como quería Gombrich, síntoma de algo más, de un mecanismo cultural y estético más profundo, significaría que la introducción de estilos nuevos en el arte sería simplemente fruto de la voluntad personal del artista o, como máximo, de la imposición insustancial de una moda estilística. No creo que el ilustre director del Instituto Warburg, un crítico en otras ocasiones tan perspicaz, estuviera dispuesto a creer, pongamos por caso, que el tránsito, en la historia de la ciencia, del paradigma newtoniano al paradigma einsteiniano (que de hecho coincidió con la elaboración de Les demoiselles por parte de Picasso) obedeciera simplemente a un capricho de Einstein, quien habría conseguido imponer, con la fuerza de su imaginación, una nueva moda entre los científicos. ¿Qué hace que lo que no consideramos adecuado para la ciencia lo tengamos por habitual en el arte, si no es un rutinario desprecio por el funcionamiento de este frente a la proverbial circunspección del método científico? La noción de que una cosa es la invención artística y la otra el descubrimiento científico no tiene en cuenta las veces en que la ciencia ha sido invención y el arte descubrimiento.
Si el paso de la visión del mundo de Newton a la visión del mundo de Einstein estaba enraizada en corrientes culturales profundas, de las que el cambio entre ambos paradigmas era un síntoma, no cabe duda de que tales corrientes no solo alcanzaban a la ciencia de la época, sino a todo cuanto en este período tenía significación social y que, por lo tanto, se hallaba, a través de la estructura de esa sociedad, interrelacionado. Si un cambio científico tiene significaciones profundas, lo mismo debe ocurrir con un cambio artístico. Las imágenes de Ingres, de un realismo armónico y transparente, pertenecen sin duda alguna al mismo paradigma que permitió a Newton concebir su equilibrado universo. Y parece obvio que si hubiera que buscar una concepción visual