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No olvidemos que Brunelleschi, en otro momento también fronterizo de la cultura occidental, efectúo algo parecido. En la fundación de la técnica perspectivista que abría una nueva visualidad en Occidente, visualidad que habría de durar justo hasta Picasso, el arquitecto y escultor florentino también le dio literalmente la espalda a la realidad y pintó el baptisterio que está frente a la iglesia de Santa Maria de Fiore, el diseño de cuya cúpula le había de hacer famoso, a través de su imagen reflejada en un espejo. El acto inaugural del realismo del occidente se efectúa, pues, buscando lo real en un reflejo. Podríamos aventurar que el pintor, con este subterfugio, establece una distancia con la realidad que le permite conceptualizarla: es la exteriorización de la necesaria distancia interior que funda todo pensamiento. Sin ella, pensar no sería posible, como tampoco la pintura perspectivista sería posible sin la equivalente distancia exterior. Recordemos que el mito de Narciso sitúa el nacimiento de la imagen en otro reflejo que, a la postre, conduce a la tragedia del pobre Narciso ahogado al intentar abrazar en las aguas del lago su propia imagen reflejada. Pero a esta muestra ancestral de desconfianza ante la imagen le podemos oponer la fase del espejo que, según Lacan, supone la entrada del niño en el mundo simbólico. Ahora bien, no olvidemos que esta entrada se efectúa, según el psicoanalista francés, a través de lo imaginario, a través de una identidad ilusoria que todos construimos para poder existir en la cultura. En el fondo, pues, Lacan no está tan lejos de Narciso, si bien lo que en este desemboca en una anulación, en aquel conduce a un renacimiento en el ámbito de lo real imaginario.
Picasso pinta un mundo más cercano al de Lacan que al de Brunelleschi, el cual a su vez está conectado más directamente con el de Narciso. Quinientos años después del artista florentino, añade otro pliegue a su dispositivo especular y, superando con ello el período de la pintura en perspectiva, busca el reflejo de lo real no en un espejo, sino en el pensamiento visual de otros artistas o, para decirlo de otra manera, en la realidad visualmente pensada ya por ellos. Lo busca, pues, en una realidad reflejada, pero reflejada en un espejo interior. Las metáforas inaugurales del realismo mimético occidental, según Alberti, eran la ventana y el espejo. Picasso prescinde de ellas y entiende la pintura como visualización del pensamiento, como plasmación de la realidad subjetivada. Es en el espejo mágico de Lacan, que convierte la realidad en ilusión y la ilusión en realidad, donde fija Picasso sus ojos: un espejo, por cierto, que no sería teorizado hasta mucho después por el psicoanalista francés, pero cuyas consecuencias estéticas el pintor español deja ya plasmadas en sus Demoiselles d’Avigon, donde memoria individual y memoria estética no solo se confunden sino que se retroalimentan.
Cierto que a partir del impresionismo, con los fauves, prácticamente contemporáneos de las Demoiselles y, sobre todo, con Cézanne, la pintura había roto ya con el fetichismo de lo real, pero estos pintores seguían pretendiendo dirigir su mirada directamente hacia el objeto externo colocado ante ellos. El acto fundacional de Brunelleschi había sido internalizado hacía tiempo y, por consiguiente, yacía olvidado en los entresijos de la propia técnica pictórica que, de antiguo, creaba de esta manera espejos en los que se reproducían realidades reflejadas, es decir, reflexionadas. La unidireccionalidad de la mirada no fue subvertida, por consiguiente, hasta Les demoiselles d’Avigon de Picasso. Solo entonces, alguien se decidió a pensar pictóricamente sobre el pensamiento pictórico y, con ello, ayudó a traspasar al exterior, a la imagen, lo que antes había sido puramente interior, la geografía de la psique.
Picasso tenía una enorme facilidad por el dibujo. Basta verle componer sus figuras en el documental de Clouzot (Le mystère Picasso, 1956) para darse cuenta de ello, para apercibirse de que, en cierta manera, para él, dibujar era equivalente a hablar, puesto que la línea surgía del impulso de su mano tan espontáneamente como el habla podía hacerlo de su boca. Mario Brusatin en su Histoire de la ligne hace mención del carácter fundamental de la línea: «la vida es un línea, el pensamiento es una línea. Todo es una línea. La línea relaciona dos puntos. El punto es un instante, y son dos instantes los que definen una línea, la línea en su principio y en su final».52 Contemplando trabajar a Picasso se hace patente esta hibridación del tiempo y el espacio en sus gestos plasmados sobre la tela: «la líneas son ideas que tan pronto siguen un curso tranquilo y se ordenan en ritmos armoniosos como ondas, tan pronto se cruzan en el aire y se enfrentan como flechas».53 Si la línea que traza la forma, que la compone, es una línea temporal, su transcurso es como un razonamiento visible que produce ideas, invirtiendo así el procedimiento del texto, que es también un movimiento visual, aunque aquí el movimiento es el resultado de una idea y no tanto su génesis. Contemplar la obra terminada oculta su genealogía temporal y, sin embargo, las formas que la modelan son formas de tiempo acumuladas en el espacio, y esa acumulación implica una condensación correspondiente de intuiciones estéticas que hablan del mundo, de la representación, de la pintura y del mismo autor.
Merleau-Ponty distinguía entre la pintura y la ciencia a través del hecho de que esta contempla a distancia, por encima, las cosas, mientras que la pintura se sumerge en ellas. Pero cuando el pensador francés hacía esta reflexión estaba pensando ya en Cézanne, en una pintura que exploraba la realidad como fenómeno y que por lo tanto estaba dejando atrás su fase primitiva del espejo mimético: el pintor que Merleau-Ponty tenía en mente ya era capaz de empezar a comprender el lugar que su identidad, su subjetividad, ocupa en la gestación del cuadro, superando así la fase del reflejo, realista, para entrar en la del espejo, imaginaria. No pensaba Merleau-Ponty en una pintura como la perspectivista que, equiparándose a la imaginación científica, contempla el mundo desde fuera, a partir de una distancia exterior que considera equivalente de forma mecánica a la distancia interior.
Picasso, sin embargo, se adelanta a la distinción que hizo años más tarde el pensador francés e incluso la sobrepasa. En su obra, y concretamente en su obra inaugural de la nueva visión, Les demoiselles d’Avignon, distancia interior y exterior se conjuntan sin anularse. Picasso contempla a distancia pero esta es una distancia mental que ocupa el lugar de la distancia física. Solo de esta manera puede reflexionarse mediante la pintura. Cézanne consideraba que pintar era captar la realidad en el momento mismo en que esta acontece: introducía así el tiempo en la percepción pictórica y en su plasmación. Pero Picasso no espera a que lo real acontezca ante él, sino que va en su busca a través de otras imágenes, va en busca de lo real imaginado y lo recompone a través de gestos temporales, a través de su proceso de reflexión pictórica expresada en fuerzas espacio-temporales.
Enfrentarse al ingente estudio sobre Les demoiselles d’Avignon que editó la editorial Polígrafa en 1988, a partir del catálogo del Museo de Picasso de París, publicado el año anterior por Hélène Seckel, produce estupor. Tenemos tendencia a considerar que una pintura es solamente el cuadro que cuelga ante nuestros ojos en la sala de un museo, como si toda la energía del pintor se hubiera concentrado en el espacio de aquella