Estética del ensayo. Josep M. Català
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Se pueden contar hasta diez configuraciones visuales situadas en el origen de Les demoiselles d’Avignon y que han dejado su huella en la obra, diez ramas del árbol genealógico del que hablaba Palau i Fabre, pero en todo caso solo diez elementos de los muchos que integran la ecología en la que se inserta visiblemente la obra: la Visión de San Juan del Greco (1608-14); El baño turco de Ingres (1862); Les grands baigneuses de Cézanne (diversas versiones entre 1900 y 1906); Les baigneuses de Derain (1907); Nue bleu de Matisse (1907); una cerámica de Gauguin titulada Oviri (1895), expuesta en el Salón de otoño de 1906; cabezas esculpidas ibéricas, robadas del Louvre por Géry Pieret y enviadas a Picasso; diversas piezas de arte africano expuesto en París por primera vez en la época; muestras de arte precolombino expuesto en Barcelona años antes, y finalmente las fotografías sobre «Mujeres africanas» de Edmond Fortier (1906) de las que el pintor tenía conocimiento. Ante esta abundancia de motivos, algunos críticos se ven obligados a escoger, sin contar con que, en el caso del pintor malagueño, no se trata tanto de buscar alternativas, como de comprender que fusionaba distintas formaciones en sus obras. Todas las reseñadas, y algunas más, están presentes en Les demoiselles de una forma u otra, en lo que constituye un verdadero montaje espacio-temporal. Es decir una estructura que está compuesta por capas de espacio cuya articulación expresa temporalidades. Estas fusiones no se realizan solo en la disposición estructural de la obra, como en un collage, sino que se introducen incluso en la propia genética de las figuras, los objetos y el espacio general, los cuales de esta manera expresan en sí mismos una determinada duración, aparte de la que ya conlleva el encadenado de esbozos que los ha precedido. Son así verdaderos objetos espacio-temporales que se insertan en un territorio que es asimismo el resultado de una interacción entre fuerzas espaciales y temporales. En estas vinculaciones del espacio y el tiempo es necesario considerar inscrita la propia memoria del pintor que, en el cuadro de Les demoiselles, recordaba algún episodio de juventud en un burdel de la calle Avinyó de Barcelona. La memoria es el verdadero artefacto espacio-temporal, el lugar donde los tiempos y las imágenes toman la forma de las emociones. Es de esta manera como podemos afirmar que el espacio que Picasso acababa de descubrir con Les demoiselles d’Avignon no era otro que el espacio interior, solo que él lo descubría fuera, en el mundo, y lo hacía a través de la memoria pictórica en la que, como un niño ante el espejo, se veía reflejado. Este universo barroco, de estética psicologizada y espejos enfrentados, no podía exteriorizarse más que a través de una radical complejidad, una complejidad que coincidía con la propia complejidad que el mundo, traspasado el umbral del nuevo siglo, iba adquiriendo y de la que apenas si se iba tomando conciencia. En última instancia, todo gran arte es realista, lo cual, lejos de dar la razón al sentido común, lo obliga a repensar los parámetros en los que se asienta.
Miller, en estudio citado sobre las relaciones conceptuales de Einstein y Picasso, nos recuerda que a este la gustaba el cine y que disfrutaba especialmente con las películas de Méliès. De Méliès se acostumbra a olvidar su complejidad, ya que o bien ha sido comúnmente menospreciado por los partidarios del realismo fílmico o bien ensalzado festivamente por los amantes de los espectáculos de bulevar. Su conexión con Picasso lo puede colocar en el sitio que le corresponde como iniciador de una vía compleja del cine que solo culmina en nuestros días con las imágenes digitales, a la vez que nos ilustra sobre otra de las posibles influencias que presenta la ruptura visual de Picasso.
El establecimiento de una constelación visual en torno a una obra como Les demoiselles d’Avigon nos obliga a considerar la existencia de un cierto movimiento en su concepción, el que le otorga la circulación de la mente del autor por esos diferentes lugares. Puede que sea esto lo que promueve, en primer lugar, la ruptura espacial generada por la citada pintura más que las especulaciones sobre la cuarta dimensión de las que habla Miller y que habrían interesado a Picasso a través de la obra de Poincaré. Refiriéndose al viajero en el tiempo de Welles, que permanece inmóvil sentado en su máquina, mientras el tiempo transcurre rápidamente a su alrededor, indica Miller que «la situación sería bastante similar a la de un observador de uno de los cuadros de Picasso que estuviera de pie en un lugar, mirando a la vez cómo se despliegan en el tiempo muchas representaciones diferentes de un mismo objeto».56 Esto es realmente lo que propone un cuadro como Les demoiselles un despliegue temporal, no solo de diversas representaciones de un mismo objeto, sino también de diferentes concepciones y muestras visuales relacionadas analógica o metafóricamente. El cuadro, a la vez que representa el funcionamiento de la mente de Picasso, pone en funcionamiento la mente del espectador. Picasso había superado la concepción de Poincaré sobre la cuarta dimensión que llevaba a este a promover una serie de diferentes perspectivas sobre un lienzo (si fueran temporalmente sucesivas y excluyentes, podría estarse hablando del cine). Por el contrario, el pintor planteaba una simultaneidad espacial de mayor radicalidad que suponía «la representación simultánea de puntos de vista completamente diferentes, cuya suma total constituye el objeto».57 Con ello superaba también las concepciones bergsonianas, plasmadas por Cézanne mediante una colocación sobre el lienzo, de forma simultánea, «de todas las perspectivas de una escena que se han ido almacenando en su subconsciente durante un largo período».58 Pero la noción de almacenamiento subconsciente no hay que descartarla tan pronto, porque está presente en la forma de trabajar de Picasso, solo que él coloca ese almacenamiento, las propias tensiones de este, sobre el propio cuadro para conferir la forma al objeto, o la imagen que configura. La diferencia entre las propuestas fotográficas de Muybridge, que descompone el movimiento mediante fotografías sucesivas que coloca una al lado de la otra, y las de Marey, que la superpone fluidamente, son un buen ejemplo de estas contraposiciones, a la vez que nos indican el potencial de la propuesta de Picasso. El cine parece encontrarse entre Muybridge (la cámara que descompone la realidad en diversos fotogramas) y Marey (el proyector que los combina para producir un flujo naturalizado). Picasso trascendería el cine (la tendencia clásica de este, que se estaba formando) en el sentido de que convertiría el prototípico movimiento de sus imágenes (que difuminaría a la vez las propuestas de contrarias de Muybridge y Marey) en índices temporales representativos del movimiento mental del pintor y, posteriormente, del espectador del cuadro. Así, una pintura como Las demoiselles tendería a romper el marco en el que está incluida, a través de esa temporalidad y ese movimiento mental que configuran sus componentes visuales. El marco no sería más que una convención, un centro transitorio, a cuyo alrededor se compondría una constelación visual que mantendría la propuesta pictórica en una continua circulación de formas y conceptos. Es lo que más tarde haría el film-ensayo, materializando a través del movimiento la anterior circulación mental. El movimiento que el cine había utilizado para diluir las contradicciones y naturalizar una imagen que se decantaba en otro dirección, como lo prueba Picasso, se utiliza ahora, con el film-ensayo, para recomponer la propuesta del pintor en un ámbito mucho más apropiado para conseguir sus propósitos.
6. Foto-ensayos