Estética del ensayo. Josep M. Català
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El propio Adorno se enfrentaría, años más tarde, a este hombre de hechos cuyo perfil delimitaba al escribir sobre el ensayo. Su traslado a Estados Unidos, en un tiempo trágico, le llevaría a encontrarse con Paul Lazarsfeld, director de la Office of Radio Research a la que debía incorporarse Adorno como investigador. Podemos considerar que, a grandes rasgos, el enfrentamiento entre Adorno y Lazarsfeld significaba la puesta al día de una confrontación poco menos que ancestral entre formas de entender el mundo y la ciencia, y en este sentido deberíamos considerar que su enfrentamiento se debía a un problema de comunicación, como lo es también el hecho de que nuestro sistema académico actual descanse sobre un doble e ignorado basamento compuesto por la oposición entre supuestas verdades y la condición histórica de estas.
Por lo que se refiere a ese problema de comunicación entre dos personas, que en el caso de Adorno y Lazarsfeld (los dos provenientes de una misma cultura alemana, pero con planteamientos profundamente antagónicos: uno con posibilidades de amoldarse al estilo práctico del pensamiento norteamericano, el otro condenado a no ser comprendido por esa mentalidad) era también la alegoría de una confrontación más profunda entre dos métodos, dos estilos, dos culturas y dos mentalidades, de la que se puede rastrear su origen en la historia del pensamiento, Heinrich Heine ya se refería al origen de estos arquetipos y los adjudicaba a dos grandes nombres de la filosofía: «¡Platón y Aristóteles! He aquí no solo dos sistemas, sino dos naturalezas humanas distintas, que desde tiempos indeciblemente lejanos y bajo todos los hábitos imaginables se enfrentan más o menos hostilmente».67 Jung, por su parte, en su estudio sobre los tipos psicológicos donde dividía estos en dos grandes ejes dominados por la tendencia a la introversión y la extroversión, se mostró de acuerdo con la afirmación del poeta alemán, añadiendo que «vuelve a tratarse aquí del contraste típico entre el punto de vista abstracto, en el que el valor decisivo se sitúa en el proceso mismo del pensar, y el punto de vista en el que el pensar y sentir se orientan, consciente o inconscientemente, en el sentido del objeto sensible».68 Podríamos incluso encontrar en el estudio sobre la psicología de las concepciones del mundo de Karl Jaspers algún rescoldo de esta atávica dicotomía. Estaría en la división que el filósofo establece entre las actitudes activa y las contemplativa,69 pero solo si consiguiéramos desligar estos conceptos de los planteamientos apriorísticos que nos llevan, sobre todo en la actualidad, a considerar más favorablemente la actitud activa que la contemplativa, cuando en realidad lo único que se distingue con el dualismo, si es llevado al extremo, es la diferencia entre una postura volcada sin reflexión al mundo, y otra decantada a la reflexión sin tener en cuenta ese mundo. Más recientemente también Stanley Fish, en uno de sus estudios sobre la retórica, hacía la distinción entre homo rhetoricus (hombre retórico) y homo seriosus (hombre serio).70 Frente al hombre serio, «que posee un yo central, una identidad irreductible (…) en una sociedad real que constituye una realidad referente para los hombres que viven en ella (la cual) está a su vez contenida en una naturaleza física, ella misma referencial, que está “ahí fuera”, independiente del hombre»,71 se constituye el hombre retórico, el cual «así como manipula la realidad y establece con sus palabras los imperativos y exigencias a los cuales deben responder él y sus semejantes, de la misma forma se manipula o fabrica a sí mismo, y concibe y representa al mismo tiempo los papeles que son primero posibles y luego se hacen obligatorios dada la estructura social a la que su retórica ha dado lugar».72 Fish se plantea cuál de estas dos visiones antagónicas, que coinciden claramente con los que podríamos denominar hombre moderno y hombre postmoderno, corresponde a la naturaleza humana correcta. Su respuesta es claramente retórica, ya que afirma que a la pregunta solo puede responderse desde dentro de una u otra concepción, por lo que «la evidencia de una parte será considerada por la otra como ilusoria o bien como llevar agua al propio molino».73 La naturaleza humana no existe y, como decía Brecht, cada persona es un experimento.
Afirmar, por tanto, que este enfrentamiento denota un problema de comunicación profundo significa reconocer que no se puede resolver mediante apelaciones a un principio de autoridad que determine que una de ellas es correcta mientras que la otra está en el error. La diferencia estriba en la adecuación de una de estas posiciones al pensamiento dominante en una época determinada, lo cual no indica que aquella que mejor se ajuste sea precisamente la más verdadera: lo será para quienes compartan ese dominio, mientras que quienes lo resistan deberán apelar a la otra forma, que para ellos será indudablemente la mejor. Hay que regresar a Heine, a sus palabras sobre la historia de la Iglesia Cristiana (pero que pueden extrapolarse fácilmente a otras épocas) para que esto quede claro, sobre todo en el mapa intelectual contemporáneo, dominado por el pragmatismo economicista de la tecnociencia: «Naturalezas febriles, místicas, platónicas, desentrañan, con reveladora virtud, las ideas cristianas, y los símbolos inherentes a ellas, de los abismos de su espíritu. Naturalezas prácticas, ordenadoras, aristotélicas, construyen con estas ideas y estos símbolos un sistema firme, una dogmática y un culto».74 La apelación a la autoridad de un método científico que ha surgido de impulsos platónicos para acabar desembocando en un aristotelismo de corto alcance no puede resolver en todos su aspectos, ni mucho menos, este problema de comunicación, como tampoco puede resolver los problemas históricos que se le presentan y que tienen que ver tanto con la epistemología como con la política. Pero es necesario saber además que nosotros, en la actualidad, hemos trascendido la dicotomía entre estos dos caracteres, aunque sus tensiones sigan manifestándose en el fondo de una fenomenología contemporánea mucho más compleja. Nuestra cultura hace tiempo que ha dejado atrás la frontera de aquel territorio en cuyo interior se enfrentaban esas dos personalidades arquetípicas. Me temo que, en el nuevo paisaje en el que nos encontramos, Platón y Aristóteles no son necesariamente antagónicos; incluso podríamos decir que ahora ni siquiera lo son ya Adorno y Lazarsfeld, tanto nos hemos alejado de ese paradigma en el que podían plantearse lo que, en este momento, en el páramo intelectual que habitamos, parecerán increíbles sutilezas. Ahora todo funciona como una máquina de crear bienestar en el mejor de los mundos posibles y la única actitud posible parece ser la del salvaje de la obra de Aldous Huxley, enfrentado por su propia heterodoxia al prototípico mundo feliz que no hace más que ocultar una intrínseca falta de significado. Seguimos hablando de personas, Adorno y Lazarsfeld por ejemplo, porque son estas las que encarnan las abstracciones, las que finalmente dibujan, a través del mundo institucional, las líneas de la realidad. Pero ahora el conocimiento no lo gobiernan ni Platón ni Aristóteles (que están siendo ambos expulsados de una academia interesada solo por problemas gerenciales), sino que hace tiempo que de este se han apoderado otras mentalidades ajenas a las específicas necesidades del saber. Es a estas mentalidades cada vez más hegemónicas, y a sus consecuencias anquilosantes para el pensamiento, a las que se enfrenta ahora el modo ensayístico con su pensamiento salvaje. A ellas y no necesariamente al método científico,