Estética del ensayo. Josep M. Català
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Walter Benjamin creó el concepto de imagen dialéctica para denominar aquellas configuraciones visuales en las que cristaliza el proceso histórico y las tensiones sociales, es decir, imágenes que son síntoma de algo que está pasando más allá de lo obvio. Adorno no estaba demasiado satisfecho con esta idea, pero no adoptó la misma actitud despectiva de Gombrich ante la propuesta de un mecanismo psicosocial complejo como el que promulgaba Panofsky, sino que pensó, por el contrario, que había que ampliar las dimensiones de lo concebido por Benjamin para evitar análisis excesivamente mecanicistas. Decía que «las imágenes dialécticas son modelos no de los productos sociales, sino más bien constelaciones objetivas en las que se representa la condición social».48 Es decir, que esas imágenes no son el reflejo mecánico de la realidad social, sino un escenario donde esta puede representarse con diferentes disfraces. Habría que preguntarse por qué Benjamin, en lugar de buscar directamente en el arte los ejemplos de estas imágenes dialécticas, las rastreó en ámbitos menos sobresalientes, como las configuraciones urbanas o los anuncios publicitarios. Puede que la respuesta sea que para él el proceso creativo del arte era demasiado consciente, mientras que lo que perseguía era el estudio de formaciones sociales caracterizadas por una cierta espontaneidad. En cualquier caso, la expansión que Adorno hizo de esta idea, su concepto de constelación que se constituye en modelo dentro del que se producen las imágenes dialécticas, puede ser muy productiva a la hora de estudiar la obra artística, especialmente una obra que, como la de Picasso, se sitúa en el crisol de una serie de cambios sustanciales. Si la imagen dialéctica es la destilación espontánea de una serie de tensiones psicosociales que aparecen visualizadas en los diseños artesanales, arquitectónicos, urbanos, etc., la obra de arte podría ser considerada como la representación del marco donde estas otras imágenes se hacen posibles, es decir, la representación de la constelación adorniana que hasta ahora no habría encontrado una ubicación visual clara que fuera capaz de trascender el ámbito de las imágenes dialécticas definidas por Benjamin. Además, de esta manera se solventaría otro problema que denunciaba Adorno y que ha sido consustancial a la tendencia protocientífica de cierta epistemología del pasado siglo: la ausencia del individuo, del sujeto en la producción de conocimiento: «la permanente importancia del individuo, indicaba Adorno, es así un instrumento dialéctico de transición que no debiera desestimarse como un mito, sino que puede ser solo suspendido».49 Se trata solo de suspender la idea de individuo, de autor, pero no de ignorarla como ha hecho toda la epistemología modernista y no Benjamin precisamente. La visualización de una determinada constelación social y la presencia del individuo como catalizador de las tensiones estéticas, sociales y psicológicas del momento es lo que se encuentra precisamente en un cuadro como Les demoiselles d’Avignon, que expone así el verdadero alcance de su complejidad y sirve como instrumento ejemplar a través del que vislumbrar soluciones a tantas inquietudes de la epistemología contemporánea que, situada en el territorio ambiguo de la post-ciencia, solo puede encontrar una salida válida en la estética. O, mejor dicho, la salida válida solo puede encontrarla en el dominio de la post-estética que se forma cuando, convencidos del agotamiento de lo estético, abogamos por una prolongación que, sin abandonar este ámbito, lo transforme. Esta transformación nos induce a contemplar las obras de arte, presentes, pasadas y futuras, como formas de conocimiento que se forman y transmiten estéticamente.
Algo había ocurrido, pues, entre 1856 y 1937 para que fuera posible representar el mundo de forma tan distinta o, en otras palabras, para que pudiera ser visto de manera tan diferente como la de Ingres y la de Picasso. Por de pronto, en ese año de 1937, Picasso había pintado también el Guernica y hacía ya treinta años que, con Les demoiselles d’Avignon, había revolucionado la visión occidental. Centrémonos en esta última obra, pues: una obra fronteriza que, como una figura de Jano, mira a la vez hacia el pasado y hacia el futuro. Jano es la divinidad de las puertas, de los umbrales; la de los inicios y las postrimerías, y en consecuencia es perfectamente equiparable con esta particular pintura del pintor malagueño, él mismo una figura compleja que engloba varias culturas, multitud de estilos y diversas personalidades. Tratemos de ver esa pintura como si nunca antes la hubiéramos visto o, mejor aún, como si nunca antes nadie hubiera dicho nada sobre ella. Se trata, pues, de un objeto visual datado a principios del siglo XX, en 1907, que aparece ahora ante nuestros ojos como surgido de la nada: ¿qué dispositivos visuales, conceptuales, emocionales, epistemológicos la conforman y la convierten en una propuesta compleja? Decía Georges Poulet que nuestro pensamiento ha de ejercerse ineluctablemente sobre algo, es decir, sobre un objeto, pero que, sin embargo, este pensamiento se produce en un campo determinado, en su interior, y que ello nos permite establecer una distancia con el pensar, distancia que Poulet denomina certeramente distancia interior.50 Ahora bien, si existe esta distancia interior que no solo forma parte de nuestros procesos mentales, sino que determina su fenomenología más íntima, hemos de considerar también la posibilidad de una distancia exterior que articule la plasmación técnica de nuestros pensamientos. Simmel expresaba algo parecido a los postulados de Poulet. Hablando de la filosofía del dinero, el cual plasmaría externamente procesos internos, psicosociales, indicaba que «nuestro pensamiento posee la maravillosa facultad de pensar en contenidos independientes del hecho de ser pensados… el contenido de una representación no coincide con la representación del contenido».51 Esta separación entre el acto y la conciencia del acto permite la formalización de esta conciencia, así como del acto correspondiente y, por lo tanto, abre la puerta para la plasmación exterior, técnica, de esa formalización. Permite en una palabra el acto estético, generador del acto artístico (y de muchos actos más, como por ejemplo el acto propiamente tecnológico, es decir, la confección de instrumentos). El proceso de estetización del pensamiento se produce de manera eminente en la obra artística, la cual se convierte así en el resultado de establecer la operatividad de una distancia exterior, simétrica de la distancia interior correspondiente. En pocas palabras, una obra de arte es, entre otras muchas cosas, un acto de pensamiento visualizado. Y esa obra plasma antes de nada la constelación social que, según Adorno, se constituye en modelo dentro del que, dialécticamente, se producen imágenes que son precisamente eso, dialécticas, es decir, ingredientes de una composición que son, a la vez, fruto y matriz de esta.
Si dirigimos ahora la mirada a Les demoiselles d’Avignon, seguramente veremos la obra con otro ojos, incluso con ojos distintos a los del propio Picasso, ya que las consecuencias de su ruptura visual nos han alcanzado a nosotros y han afinado nuestra mirada de una forma que en el momento de la confección del cuadro era imprevisible. Lo primero que debemos hacer es no quedarnos fuera de la obra, con esa actitud reverencial del espectador, sobre todo del espectador de pinturas que, como la de Picasso, parecen contravenir todas las leyes del realismo, leyes que constituyen las únicas coordenadas que la persona normal y corriente posee para navegar por el arte y que le acostumbran a dejar literalmente fuera de sus frutos más recientes (aunque este improductivo distanciamiento empezó ya con Picasso: fue precisamente él quien se convirtió en el prototipo del desprecio que la persona poseedora de sentido común siente por el «arte moderno»). Una vez efectuada la operación de adentrarse en la obra, antes que una imagen, veremos la forma de esta imagen y, por consiguiente, la propuesta distante, unitaria y absorbida únicamente por la vista, se convertirá en un conglomerado de visualidades y temporalidades organizadas por un marco, por una constelación no solo estética, sino también socialmente preñada. Es el pensamiento de Picasso el que se nos muestra en el cuadro, pero, y ahí reside el carácter genial y al mismo tiempo el germen de la complejidad de la propuesta, es también la sociedad la que piensa a través de Picasso.
Picasso fue, en gran medida, un pintor de pintores, un metapintor, podríamos decir apurando el idioma. Cabe pensar, aunque siempre se encontrarán excepciones, que fue el primero que, en lugar de pintar la realidad directamente, se dedicó a pintar la realidad pintada por otros pintores, es decir, que se enfrentó pictóricamente a otros mundos pictóricos. No estoy hablando de influencias o copias, ni de la moda manierista del cuadro dentro del cuadro, sino de tomar como modelo la reconfiguración de lo real que otros han efectuado antes. Pero no una reconfiguración externa, distante, espectatorial, de esas plasmaciones, sino una mirada