El camino del duelo. 2ª ed. Xavier Munoz
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Su fallecimiento había ocurrido a las 20:30 hrs. Después de llamar a uno de nuestros hijos para contarle lo sucedido, y cumplimentar todo el papeleo y trámites pertinentes con una serenidad y frialdad que se me antojaban del todo anormales, me encontré recogiendo como un autómata toda su ropa y enseres. Incluso la habitación del pabellón de paliativos, donde habíamos pasado los últimos cuatro meses, parecía lejana, como impersonal, algo que no va contigo.
A pesar de que su cuerpo seguía postrado en la cama, cada vez que me acercaba para besarla, una extraña sensación me embargaba, como si algo estuviera diciéndome con mucha claridad que ella ya no estaba allí dentro. Aquel sentimiento, junto a la ausencia de reacción alguna por mi parte, me sorprendía una barbaridad. Me observaba de reojo sintiéndome irreconocible para mí mismo, algo así como saberme vivo pero ausente, a la vez que sereno pero al borde de una amenazante explosión incontrolada de sentimientos.
Intuía que aquello no era más que un método de defensa, algo que mi cerebro estaría utilizando para protegerme del inmenso dolor que estaba por venir, pero aún así no dejaba de sorprenderme.
(Sin saberlo, en aquellos momentos me encontraba en lo que los expertos denominan la Primera Fase del Duelo: Shock, insensibilidad y estupefacción.)
Pocos momentos antes, hablando con el médico, a punto estuve de estallar. Mientras éste rellenaba todos los papeles de la defunción y me explicaba los pasos a seguir a partir de entonces, comunicándome que no me preocupara del tanatorio pues él mismo en persona iba a ocuparse de llamarlos y dejarlo todo arreglado, sus lágrimas no me dejaron indiferente. Abiertamente expresaba sus sentimientos, algo que toda la planta sentía por la pérdida de Marta, aquel ser delicioso que a todos había enamorado. Su reacción inesperada me conmovió profundamente, sintiéndome acompañado por un calor muy especial, humano y cercano que nunca podré agradecer lo suficiente. Pero aún así algo me mantenía fuerte y gélido mientras seguía observándome sin reconocerme.
Ya en casa y sin cenar, puesto que la boca del estómago se me había cerrado a cal y canto, me dirigí a la cama temiendo pasar la peor noche de mi vida. Pero, como he comentado al inicio de este capítulo, a la mañana siguiente volví a sorprenderme al comprobar que ni tuve tiempo de cerrar los ojos. No puedo decir que descansara, pero agradecí a mi subconsciente la ayuda que me prestó tomando el mando por su cuenta y riesgo, y permitiéndome no permanecer despierto ni un solo minuto en aquellos duros momentos.
Una vez levantado, mientras dos de mis hijos se encargaban de llamar a familiares, amigos y conocidos, me dirigí al tanatorio con mis suegros. Andaba por la calle como un espíritu sin vida, frío como un témpano de hielo pero a la vez intentando analizar lo que estaba sintiendo, pues seguía sin entender mis propias reacciones. “Reconozco que nunca he sido de lágrima fácil, pero esto ya es demasiado” pensaba incrédulo, aunque prefería mil veces aquello a desmoronarme sin control.
Papeleo oficial, elección del modelo de caja mortuoria, ropa, recordatorios, presupuesto, forma de pago, modelo de urna para sus cenizas,…, todo de la mano de un individuo que realizaba su trabajo con una mezcla de frialdad y cortesía que aún daba un sentido más Kafkiano a mis primeros momentos y decisiones sin ella.
En la capilla ardiente fueron pasando las horas y, pésame tras pésame, la sorpresa iba en aumento. ¿Cuántas veces habría yo estrechado la mano y, con toda la buena intención del mundo, había dicho aquellas palabras tan típicas, lógicas y tópicas? De golpe descubría que ninguna de aquellas frases me llegaba lo más mínimo, algunas de ellas incluso me provocaban náuseas.
Nada parecía tener relación con lo que verdaderamente estaba sucediendo, nadie parecía estar a la altura de lo que yo necesitaba en aquellos momentos y que, ciertamente, ni yo mismo sabia reconocer. Era una sensación de no identificación con el lugar, situación, ni personas que iban desfilando una tras otra. Todos aparentemente se mostraban muy afectados, pero me sentía lejos, muy lejos…, en otro mundo, en otra galaxia…
Recuerdo mirar a mí alrededor y sentirme protagonista de algo que no iba conmigo, algo que no podía estar sucediendo. Una película de ficción en la que los actores principales, mi esposa y yo, no deberíamos estar allí ni tan siquiera como espectadores. Incluso aquellos seres tan queridos parecían irreales. Nuestros hijos, mis suegros, mi padre, mis hermanos, nuestros amigos,… ¿Qué hacía yo en un lugar como aquel?
En un momento dado, alguien, sin mediar palabra, se dirigió hacia mí y me abrazó con una ternura muy especial. Fue tal mi reacción que temí por un momento que, en un abrir y cerrar de ojos, se fuera al traste toda mi aparente entereza. Aquel gesto sincero me llenó momentáneamente de un calor indescriptible, burlando todas mis defensas y mostrándome lo falto que de ello estaba todo mi ser. Qué poca utilidad tiene la palabra en aquellos momentos… y cuanto puede llenarte un silencio profundo y cargado de amor y respeto, que no “comprensión”. “Estoy para lo que precises” terminó diciendo al marchar. “Gracias” respondí de corazón, con un ahogador nudo en la garganta, intentando sobreponerme a semejante descarga emotiva.
Más de dos años a su entero cuidado, casi sin salir de casa ni recibir visita alguna, junto a cuatro meses y medio en el hospital, donde nadie parecía haberse dado cuenta de mi existencia, me habían dejado absolutamente seco. Cuanta falta hace en estos casos que algunos profesionales de la salud lleguen a humanizarse un poco más, sabiendo reaccionar considerándote por lo que eres, un ser humano que está a punto de perderlo todo. Alguien que está viendo impotente, día tras día, como la muerte va apoderándose del ser a quién más ama y por quien lo daría todo. En todo ese tiempo sólo en una ocasión, justo la noche antes de fallecer Marta, una enfermera se me había acercado y, poniendo su mano en mí hombro con una ternura que nunca olvidaré, me preguntó si deseaba un café. Nadie puede imaginar lo que aquel simple gesto hizo en mí, creo que ni ella misma era consciente de ello.
Llegó el domingo y, con él, la hora de trasladar sus restos mortales al crematorio. Recuerdo perfectamente la sensación al de ver cómo introducían el féretro en el interior del coche mortuorio. Allí, sentado en mi auto, el espectáculo me era servido en primera fila. Aparcado justo detrás de la portezuela por donde entraban la caja en cuyo interior se encontraba el cuerpo de aquel ser amado, me hallaba yo, mirando... Instantes después les seguía, conduciendo en silencio “nuestro” automóvil, tomando consciencia de que ya nunca más la volvería a ver, ni la vería sentada a mi lado hablando tranquilamente de nuestras cosas.
La visión del féretro a pocos metros de distancia, en cuyo interior se hallaba su cuerpo inerte apartado de mí para siempre, empezó a generar otro nuevo y muy potente sentimiento. Ciertamente aún no acababa de identificarlo pero todo parecía indicar no presagiar demasiados buenos augurios, y yo empezaba a ponerme nervioso de verdad.
Al entrar al crematorio me dirigía, sin saberlo, al momento en que iba a romperme en mil pedazos. Nunca en mi vida había presenciado una ceremonia de cremación. Allí, frente a mí, apareció su ataúd pulcramente colocado delante de la entrada del horno. Abrieron la portezuela y, aterrorizado, vi aquellas dos hileras de llamas esperando. En pocos instantes se cerraba la portezuela metálica y en mi interior se desencadenaba el brusco y violento “despertar a la nueva realidad”, una absurda realidad no querida ni aceptada por mí, pero del todo inevitable e irreversible. Caí con todo mí ser. Me hundí de golpe en un oscuro callejón, rompiéndose cualquier esquema claro que hubiera podido tener hasta aquel preciso instante, y perdiendo todo el significado de mi vida y la vida en general.
Allí empezó un andar solitario, por un mundo absolutamente desconocido y tenebroso del