¿Te acuerdas de la revolución?. Maurizio Lazzarato

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¿Te acuerdas de la revolución? - Maurizio Lazzarato

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tan pronto como las luchas obreras y las “crecientes expectativas de las poblaciones” en el Norte, así como las revoluciones antiimperialistas en el Sur, hicieron caer las tasas de rentabilidad de las inversiones, el estado de emergencia y, en determinadas situaciones, el estado de excepción fueron invocados de inmediato. Hacia fines de los años 60, cuando la ruptura subjetiva de los oprimidos se vislumbraba en el horizonte, la “situación de emergencia” tanto como la evolución hacia nuevas formas de fascismo ya podían distinguirse claramente.

      La acción del fascismo no es coyuntural y excepcional, sino que forma parte de las opciones estructurales a disposición de la máquina de dos cabezas capital/Estado, especialmente en Alemania, donde borró la historia y la memoria de la organización obrera más importante de Occidente (“el fascismo desorganizó a la clase obrera, reduciéndola a una clase en sí”).

      Krahl señala que lo que él llama el “Estado social autoritario” se convirtió en el tema de la reforma social para “evitar que las masas asalariadas se organizaran y se asociaran”.

      El Estado “debe intervenir constantemente en el proceso económico”, convirtiéndose así en el “capitalista colectivo ideal”. Esta intervención sistemática fue descrita y organizada por los ordoliberales y analizada por Foucault, pero Krahl captó algo que tanto a Agamben como al filósofo francés parece que se les escapa, a saber, la “normalización” del estado de excepción. A diferencia del viejo Estado liberal, el Estado social autoritario, “para instaurar el fascismo […] ya no necesita pasar por grandes catástrofes naturales en la economía, sino que puede convertirse en un Führer tecnológico y fascista sin tener que recurrir a un Führer personal”.

      Para establecerse, el estado de excepción ya no recurre a rupturas radicales, sino a simples decretos, leyes o actos administrativos. Lo que despliega, fortalece, expande son los poderes de la policía y del Ejecutivo. El Estado social autoritario, a diferencia de lo ocurrido en la primera mitad del siglo XX, es capaz de hacer pasar a la sociedad “a la situación de emergencia definida por Carl Schmitt” sin ninguna “ruptura de legitimidad jurídica y política y sin tener que recurrir a un golpe de Estado”.

      Si es necesario, el Estado puede “destruir las instituciones democráticas […] a través de los instrumentos del Ejecutivo autoritario”, lo que el neoliberalismo hace a la perfección. Esta tendencia a la primacía del Ejecutivo, inaugurada durante la Primera Guerra Mundial, sufrió una aceleración y una estabilización paulatina durante el período de posguerra, y con el neoliberalismo, se radicalizó. De esta manera, otro umbral de integración de la máquina de doble cabeza fue traspasado.

      El estado de emergencia, las nuevas políticas autoritarias, incluso las formas de un nuevo fascismo, racismo y sexismo coexisten con la “sociedad del capital”, porque esta última es incapaz de reproducirse a partir únicamente de su poder de producción y de consumo y de su “poder semiótico e icónico”.

      La declaración del estado de emergencia en Francia durante los ataques terroristas de 2015 (nunca revocada e incluso inscripta en la Constitución) y la declaración del estado de emergencia sanitaria en 2020 –las leyes liberticidas que el presidente francés Emmanuel Macron no ha dejado de promover– fueron votadas por el Parlamento tal como lo describió Krahl: sin trabas, sin tirar un solo tiro, sin crisis política importante.

      El estado de excepción perdió el carácter excepcional, el oscuro y trágico poder de intervención y decisión que le atribuía Schmitt. De puntual y temporal, pasa a ser continuo y permanente, y adquiere la dimensión más banal de la norma y la policía.

      El hecho de que el estado de excepción se convirtiera en la norma significa literalmente que se normalizó. Formalmente, se parece mucho más al poder arbitrario, continuo y permanente ejercido en las colonias por los Estados europeos que al poder excepcional de la “teología política” schmittiana. La colonización interna desarrolló a la vez el trabajo gratuito, precario, no remunerado y, necesariamente, una legislación de emergencia, porque esta creciente cantidad de trabajo no está disciplinada e integrada a los sindicatos.

      De la misma manera, la crisis económica se normalizó, y perdió así su carácter de ruptura periódica y relativamente imprevisible, lo cual la vuelve igualmente continua y permanente. Lo que no significa estabilización, sino una inestabilidad más profunda y radical. La crisis ya no es el momento de resolución en el que una fase de acumulación termina para que otra pueda comenzar, sino una técnica de gobierno cotidiano que exige constantemente la urgencia. Ya no determina una ruptura que marca un antes o un después, como la crisis de 1929, sino que produce los grises procedimientos de la política monetaria, al apoyar, a distancia, un crecimiento que no quiere crecer y la triste gobernanza de un escenario hundido en el estancamiento. El regocijo que procura un crecimiento del 0,5% y el miedo provocado por un desempleo de -0,5% son los extraños pasatiempos que animan a nuestras élites.

      La eliminación del enemigo político histórico, la clase obrera, dejó al capital en una posición de fuerza. Pero la eliminación del conflicto controlado por los sindicatos y los partidos del movimiento obrero les quita al capital y al Estado la capacidad de leer la sociedad y de prever lo que pasa en ella, privándolos de la posibilidad de anticipar el conflicto (y seguramente no serán las plataformas digitales las que podrán reconstruir este poder de anticipación). El enemigo no tiene rostro, es imprevisible e inanticipable, a pesar de la movilización de todo el conocimiento estadístico, el cálculo de probabilidades y las simulaciones posibilitadas por las tecnologías digitales.

      La posibilidad de ruptura está siempre presente, pero permanece indeterminada; la posibilidad de un sujeto insurreccional es una amenaza incesante para el poder, pero es imposible de captar antes de su irrupción en el espacio político. La inestabilidad es, por lo tanto, estructural, permanente, continua.

      Las raíces de este cambio en la organización del poder político y económico deben buscarse en el pasaje de la lucha de clases a las luchas de clases. Si este pasaje plantea una serie de dificultades para la construcción de un sujeto político revolucionario, también constituye un rompecabezas para el poder que cree resolverlo con la panoplia de poderes represivos (policía, racismo, sexismo, restricción del espacio público, etc.) o tecnológicos.

      3. LA COLONIALIDAD DEL PODER

      La idea de raza es, sin ninguna duda, el instrumento de dominación social más eficaz inventado en los últimos quinientos años. Producida al comienzo de la formación de América y el capitalismo, durante el pasaje del siglo XV al XVI, se impuso en los siglos siguientes sobre toda la población del planeta, integrada a la dominación colonial de Europa […] Sobre la noción de raza se fundó el eurocentrismo del poder mundial capitalista y la distribución mundial del trabajo y los intercambios que resultaron de él.

      ANÍBAL QUIJANO

      Cuando el saber occidental plantea la cuestión del poder, el Estado y la política, no sale de los límites territoriales del Norte del planeta. Habrá que esperar la afirmación de las luchas de los colonizados y de las mujeres para que comience a surgir un descentramiento del análisis.

      La teoría de la colonialidad del poder, sobre todo en la versión de Aníbal Quijano, a quien debemos la introducción del concepto en 1992, resalta la especificidad de la lucha de clases entre blancos y racializados a partir del racismo y el sexismo.22

      El interés de esta teoría radica menos en la reconstrucción histórica de las relaciones raciales entre clases que en su actualidad. Gracias al proceso de “colonización del centro” iniciado en los años 70 del siglo pasado, pasó a formar parte del arsenal de dispositivos de poder movilizados en los países del Norte para gobernar las clases (una gobernabilidad que escapa a la pacificación

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