Inspiración y talento. Inmaculada de la Fuente
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La aventura de entrevistar a Trotski
Como corresponsal de Europa del Este para ABC, cubrió otro episodio apasionante, la Revolución rusa de 1917. «Al escribir estas líneas se oyen los primeros cañonazos dirigidos a la roja enorme mole del Palacio de Invierno», anuncia al relatar la sublevación de los bolcheviques y el momento exacto en que los disparos del buque Aurora dan la señal para el asalto a la sede del Gobierno de San Petersburgo. La reportera escribía de lo que acontecía pegada al cristal de la ventana de la casa en la que se alojaba en San Petersburgo para ver a los insurgentes y oír sus cañonazos. En otras ocasiones, su pasión periodística la llevó a correr más riesgos, como cuando se camufló junto al público que protestaba contra el gobierno de Kerenski y los manifestantes recibieron una lluvia de tiros. Crónicas marcadas por la inmediatez que el periódico no publicaría hasta semanas después, pero que el lector leería con la viveza con que fueron escritas.
El 2 de marzo de 1918 ABC publicaba los pormenores de su entrevista con Trotski, titulada «En el antro de las fieras». Casanova consideraba que era la figura más interesante del grupo revolucionario, denominado entonces «maximalista». La entrevista se realizó una tarde de diciembre de 1917. Cuatro días antes, cuando decidió ir a entrevistarlo al Instituto Smolny, ocultándoselo a su familia, una nevada «densa y callada» caía sobre San Petersburgo. El tono de misterio que imprime a la entrevista sumerge al lector en una aventura novelesca.
Deseaba y temía ir —por qué no confesarlo— al apartado lugar donde funcionan todas las dependencias del Gobierno Popular. […] Obscuras las calles resbaladizas como vidrios enjabonados y completamente solitarias a aquella hora —cinco de la tarde—, tras muchos tumbos encontramos un iswostchik somnoliento en el pescante del trineo. Extrañado de la dirección que le daba y puesto buen precio a la carrera, atravesamos lobregueces y más lobregueces de barrios extremos, hasta dar en un edificio enorme que sobresale de casucas y callejuelas adyacentes. Entre el portón que da a la calle y el de entrada principal del edificio hay un gran espacio, jardín en otro tiempo donde esperan los automóviles del personal gubernativo.
La reportera no iba sola. Le acompañaba, como en muchos de sus desplazamientos, su criada Pepa, y juntas entraron en el Palacio Smolny, la sede del Gobierno en la que se encontraba Trotski, ministro de Asuntos Extranjeros.
Al anunciar que quería entrevistar al comisario Trotski, los soldados que se calentaban fuera en torno a una hoguera les hicieron pasar al interior y, en una sala contigua al vestíbulo, vieron, a modo de recepción, una mesa con dos marineros, tres soldados y dos chicas judías que estaban escribiendo. Les dieron dos papeles timbrados para subir al despacho de Trotski en el tercer piso y la criada gallega, que desconfiaba de aquella «canalla muy armada», no ocultaba el miedo. Llegaron a la puerta, custodiada por la Guardia Roja y, mientras uno de los centinelas le pasaba al líder su tarjeta solicitando la entrevista, se fue la luz para dar más suspense a la espera. La luz volvió y les hicieron pasar. «Atravesamos una sala grande, sin más muebles que algunas sillas y máquinas de escribir, y a la izquierda, en un gabinete chico, nos esperaba Troski. Me rogó que tomara asiento». El líder se expresó en francés, recordó que había estado en algunas capitales españolas y que conocía a Pablo Iglesias Posse. «Nuestra política es la única que puede hacerse al presente. El mundo está hambriento de paz, y tenemos la esperanza de que se haga no la paz aislada de Rusia, sino la general, la de todos los pueblos combatientes. Ahora mismo acabo de recibir un radiotelegrama de Czernin de conformidad con nuestra iniciativa de armisticio y de gestiones pacifistas. No hemos de detenernos, ni mis compañeros ni yo, en el camino emprendido», declaró. La reportera expresó alguna objeción, pero el político no dijo mucho más. «¿Es simpático Troski?», se preguntó ella en los párrafos finales de la entrevista.
No es atractivo [...]. Podría pasar por un artista decadente, y, sin embargo, yo creo que tiene un valor irreemplazable en la Rusia actual, y que no son las circunstancias precarias las que dan relieve a una medianía, sino que es la personalidad de este hombre la que se impone a aquéllas con actos de un plan político desconcertante y trascendental.
Al igual que sucedió con sus textos sobre la Primera Guerra Mundial, Sofía Casanova aprovechó sus fuentes y el material manejado para escribir después varias obras de más aliento sobre Rusia: De la revolución rusa de 1917; La revolución bolchevista. Diario de un testigo y En la Corte de los Zares. Del principio y del fin de un imperio.
Apoyo a Franco
Sofía Casanova no vivió la llegada de la Segunda República en España con las expectativas de otras mujeres más jóvenes como María Zambrano. Ni con la alegría de su veterana amiga Carmen de Burgos. A la intermitencia de sus ausencias se unía su distanciamiento del ideario de la República. Por el contrario, tras la sublevación militar de julio de 1936, dio su apoyo a los franquistas. Antes de marcharse a Varsovia, en diciembre de 1938, declaró a La Voz de Galicia que la sublevación traería elementos de desarrollo y esplendor a España. Confiaba en el caudillo, a pesar de su pacifismo. La gran paradoja es que desconfiaba profundamente de los alemanes, aliados y valedores de Franco en la contienda española. Aun así, su anticomunismo era más fuerte. Si en el pasado había defendido sus ideas con brillantez, algunos de sus últimos escritos acabaron teniendo un tufo panfletario.
Su mundo se derrumbó al iniciarse la Segunda Guerra Mundial. Le tocaba más de cerca y la sufrió en sus propias carnes, al encontrarse de nuevo en el epicentro del desastre. Su querida Polonia, que había conseguido ser un Estado libre tras la Gran Guerra gracias al juego de alianzas y recompensas de las grandes potencias, volvía a convertirse en un bocado apetecible para el expansionismo nazi y soviético. No en vano la invasión alemana de Polonia fue el detonante que forzó a Inglaterra y Francia a declarar la guerra a Hitler.
Sofía Casanova se acercaba ya a los ochenta años, pero se apresuró a mandar sus primeras crónicas sobre la invasión. Tenía problemas con la vista, pero se esforzaba en escribir con el afán de los viejos reporteros que nunca dejan de serlo. Lo que no se esperaba es que el director de ABC prescindiera de ella. Sus artículos, escritos desde el dolor de quien es testigo y víctima, corrían el riesgo de sufrir mutilaciones: el director del periódico le aclaró que no pensaba publicar nada contra los alemanes. La España franquista, formalmente neutral, respiraba al unísono con la Alemania nazi. No podemos saber si ese veto le hizo comprender que en la España de la victoria no existía libertad de expresión, pero al margen de su interpretación política, la noticia le causó una gran desazón. Se le cerraban las puertas.
La octogenaria Sofía Casanova compartió con otros polacos los terribles días de septiembre de 1939 y los que sucedieron: el terror, las deportaciones, el hambre como exterminio. Unas vivencias que recogió en El martirio de Polonia, firmado con Miguel Branicki y publicado en 1945:
Me estremece el grito de la sirena. ¿Dónde van a sembrar la muerte esas «bombas» que se aproximan? Tengo que correr al sótano. Es la consigna del comité de vecinos. Bajo y subo cinco pisos muchas veces desde que amanece hasta que se hace de noche, y esto me rinde. No es posible dormir ni descansar en continuo sobresalto.
La victoria aliada trajo la paz, pero Polonia volvió a ser repartida entre las potencias vencedoras. Los líderes nacionalistas iniciaban de nuevo un largo camino para recuperar sus fronteras y su condición de Estado. Dentro del tablero de ajedrez mundial, Polonia quedó bajo el paraguas del Pacto de Varsovia y tardaría muchos años —tras diferentes acuerdos con la República Federal alemana primero en 1970, y más tarde, en 1990, con la Alemania reunificada—, en recuperar sus fronteras. Sofía Casanova, prácticamente ciega, sobrevivió hasta 1958, cuando su país de adopción inauguraba un proceso de destalinización y esperanza.