Inspiración y talento. Inmaculada de la Fuente

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Inspiración y talento - Inmaculada de la Fuente

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lejos, pero moría en su amada tierra polaca.

      II

      Incisivas. Las políticas de la Segunda República

      3

      Victoria Kent: reformadora de cárceles e icono republicano

      Su rostro serio, casi circunspecto a pesar de su juventud, no impidió que se convirtiera en uno de los personajes más populares de la Segunda República. Una seriedad afable, tranquila, sólida. Su nombre, Victoria Kent, acabó formando parte de la letra de un chotis. Su imagen sobria, sin rastro de coquetería, encerraba cierto empaque. Una veta cosmopolita la acompañó gran parte de su vida, desde su origen malagueño hasta su largo exilio en Nueva York. Su padre, José O’Kean, de origen irlandés, regentaba una sastrería en Málaga y comerciaba con tejidos; su madre, María Siano, era de ascendencia italiana. La familia pertenecía a la burguesía mercantil y residía en el barrio de Lagunillas. La sastrería, situada en la calle Larios permitía a la familia vivir de forma holgada. Los primeros hijos del matrimonio —algunos de ellos sastres como su progenitor— habían sido inscritos al nacer con el apellido O’Kean, pero Victoria (Victoria, Adelaida, Fermina de la Santísima Trinidad era su nombre completo) y su hermana María fueron registradas con el apellido ligeramente modificado, Ken. Es probable que el cambio se debiera a razones prácticas: fonéticamente sonaba casi igual. Con los años, Victoria añadiría una t a su apellido y firmaría Kent. En su árbol genealógico había un bisabuelo marino relacionado con el condado de Kent. Un legado simbólico que ella recuperaría al llamarse, definitivamente, Victoria Kent. Una pirueta lingüística que transformaba sus probadas raíces irlandesas en unas inciertas vinculaciones británicas. En sus papeles privados (depositados en la Beineke Library de la Universidad de Yale) no faltaba un árbol genealógico rastreando el apellido Kent, señal de que apenas quedaba huella en su memoria del olvidado O’Kean paterno.

      Victoria Kent marcó a prueba de fuego su identidad y no solo su apellido. Una labor concienzuda que la llevó a ser la mujer más relevante en el arranque de la Segunda República. Nació en Málaga en 1892 y murió en Nueva York en 1987. Aunque también hay cierta polémica con su edad: a la joven Victoria le gustaba recrear su vida y en algunos documentos firmados ya en Madrid escribe que nació en 1897 (e incluso en 1889), tal vez por motivos académicos o por una sorprendente coquetería. Sus padres tenían ideas liberales, frecuentaban la Sociedad Malagueña de Ciencias Físicas y Naturales, y aceptaron que Victoria, testaruda ya desde niña, estudiara en casa. No le gustaba ir a la escuela ni a los colegios religiosos a los que acudían otras chicas. Aprendió a leer y a escribir con su madre, a la que estaba muy unida, y más tarde tuvo profesores particulares. Le gustaba ir a su aire, pero no le faltaba ambición por el estudio. En 1906 ingresó en la Escuela de Magisterio de Málaga y allí encontró a dos profesoras de ideas feministas que dejaron poso en ella, Suceso Luengo y Teresa Aspiazu. Tras obtener el título de maestra realizó estudios de bachillerato en Madrid y quiso entrar en la Escuela Superior de Magisterio. No lo logró y regresó a Málaga. Pero volvió a Madrid —en una época en que su familia se mudó a Écija y luego a Sevilla— para alojarse en la Residencia de Señoritas y matricularse por libre en Derecho. El padre de Victoria Kent conocía al profesor malagueño Alberto Jiménez Fraud, director de la Residencia de Estudiantes, y eso facilitó que fuera admitida en la de señoritas. Parte del alojamiento lo sufragó encargándose de la biblioteca de la residencia, lo que la convirtió en una colaboradora directa de María de Maeztu. Durante un tiempo, además, trabajó de maestra en el Instituto-Escuela. No le pagaban mucho, pero ese trabajo, sumado a su estancia en la residencia, la conectaba por partida doble con la Institución Libre de Enseñanza y su órbita académica e intelectual.

      La primera en todo

      Fue la primera mujer que se matriculó en Derecho, como recordaban sus profesores. El más querido, Luis Jiménez de Asúa. Aunque pronto surgiría una primera hornada de mujeres juristas coetáneas: Clara Campoamor, Matilde Huici y, posteriormente, Mercedes Formica. Victoria Kent se afilió a la Asociación Nacional de Mujeres Españolas y a la Juventud Universitaria Femenina. Fue la representante de esta organización en el Congreso de Praga de 1921 promovido por la Federación Internacional de Mujeres Universitarias. Después vinieron otras organizaciones y alianzas políticas o culturales. Un mundo marcado por la cooperación en el que una joven individualista, y al mismo tiempo ávida de sumar como Victoria Kent, tenía por fuerza que llamar la atención.

      Carmen de la Guardia, autora de Victoria Kent y Louise Crane en Nueva York, un exilio compartido, incluye a la abogada en el elenco de mujeres independientes y modernas que buscaban un nuevo papel social y un destino elegido. Al encaminarse a Derecho y entrar en el círculo de María de Maeztu, directora de la Residencia de Señoritas, Victoria Kent pergeñó lo que iba a ser su trayectoria: el contacto temprano con las élites culturales e intelectuales le facilitaría su acceso a la política. Aunque, como observa con agudeza Zenobia Camprubí, tanto Victoria Kent como las pocas chicas que estudiaban Derecho no sabían si ejercerían algún día esa profesión, eminentemente masculina hasta entonces. En una conferencia sobre las españolas que Camprubí pronunció el 29 de octubre de 1936 en el Club de Mujeres de Puerto Rico, recordó que en los años en que fue secretaria de la Junta para Becas a Mujeres en Estados Unidos (institución presidida por María Goyri y creada por María de Maeztu durante la guerra del 14 a instancias de personalidades americanas) le costaba encontrar candidatas para estudiar en los prestigiosos colleges Wellesley o Vassar. Muy pocas españolas estudiaban entonces inglés, como no fuera para lucirse en sociedad, entre otras razones porque en el bachillerato se impartía francés. Y evocó a una joven Victoria Kent que, a punto de acabar la carrera de leyes, la visitó para solicitar una beca. Pero «esta muchacha, a pesar de su apellido, no sabía inglés», sentenció Camprubí, y no reunía los requisitos. Aun así, la animó a que fuera a estudiar el proceso de los tribunales juveniles del juez Lindsey, célebre jurista norteamericano. Pero «fracasé ante la dificultad del idioma», se lee en Diario de juventud: escritos y traducciones (Fundación José Manuel Lara, 2015, p. 320), obra que recoge el texto de la conferencia.

      Zenobia Camprubí continuó refiriéndose a la joven Victoria Kent en la conferencia para destacar que, a pesar de sus pocos ánimos para aprender inglés, «se había estudiado toda la carrera de leyes sin tener seguridad ninguna de que al terminarla pudiera ejercer», dado que sería la primera jurista. Algo que no le preocupaba demasiado a Victoria Kent, reconoció Camprubí. «Yo tengo fe completa en mis compañeros. Ellos me ayudarán a conseguirlo», le dijo la futura abogada. A Camprubí le pareció una actitud demasiado confiada, ya que lo fiaba todo a su tesón y a la buena voluntad masculina. Pero la conferenciante añadió: «No fue necesaria la ayuda de sus compañeros. En España ninguna mujer ha encontrado oposición de los hombres para participar en actividad intelectual alguna». Con la salvedad de «los prohombres de la Real Academia Española», que, rememoró, «se opusieron sistemáticamente al ingreso de algunas escritoras, como por ejemplo D.ª Emilia Pardo Bazán, que escribía mucho mejor que la mayoría de ellos». Un inciso que introdujo en la conferencia por iniciativa de Juan Ramón, advirtió.

      Lo cierto es que, al acabar Derecho, Victoria Kent estaba en el lugar apropiado para que sucedieran las cosas. Era la joven aplicada que contaba con el beneplácito de hombres y mujeres en los círculos académicos o políticos que frecuentaba. Se licenció en 1924 e ingresó en el Colegio de Abogados de Madrid a principios del 25. Al ser la primera mujer que lo solicitaba, la Junta Directiva abonó su cuota de colegiada y salió a recibirla cuando acudió a la sede del Colegio con su título. Ella lo vivió como «un hermoso gesto de los hombres», los dueños en ese tiempo de todos los resortes profesionales.

      Era una triunfadora a la que solo se le resistía el inglés, a pesar de estudiarlo varios años en el International Institute for Girls de la calle Miguel Ángel, muy próximo a la Residencia de Señoritas.

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