Inspiración y talento. Inmaculada de la Fuente

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Inspiración y talento - Inmaculada de la Fuente

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en Madrid, daban conferencias en la residencia —y a menudo se alojaban en ella—, por lo que Victoria Kent tuvo ocasión de conocer a mujeres de diversas mentalidades y establecer relaciones intensas con algunas de ellas.

      Una adelantada en un mundo de hombres

      Empezó a trabajar de pasante en el despacho de Álvaro de Albornoz para luego montar su propio bufete —de nuevo fue la primera mujer en dirigir uno— en la calle Marqués de Riscal 5, dedicado a derecho laboral. En la fachada del edificio, el Ayuntamiento de Madrid colocó en octubre de 2017 una placa conmemorativa en memoria de la letrada. En esa calle y otras colindantes había otros despachos de abogados. Entre ellos el de José Antonio Primo de Rivera, del que fue contrincante en dos casos. En calidad de abogada laboralista asesoró al Sindicato Ferroviario y a la Confederación Nacional de Pósitos Marítimos y presidió en 1927 el primer Congreso de Cooperativas de España. Más de un compañero de carrera hubiera deseado una entrada en la abogacía tan brillante como la suya.

      Fue una vida singular la de Victoria Kent, tanto como mujer adelantada en un mundo de hombres como en sus relaciones con otras pioneras. Fue esa experiencia personal, tan diferente a la mayoría de las mujeres de su generación, la que le llevó a no considerarse feminista en su madurez; no quiso entrar en ese debate. Los hombres le habían tratado como a una igual; no le habían puesto trabas. Defendía la igualdad de derechos, pero no el feminismo moderno y sus reivindicaciones concretas en la vida privada. Pensaba que si una mujer no quería tener hijos —tal vez pensaba en sí misma al decirlo—, estaba en su derecho, pero si decidía tenerlos, la familia era lo primero, y ahí salía a relucir el modelo materno que ella conocía. No creía en la guerra de los sexos porque no la había vivido. «No he tenido que empujar ninguna puerta… El progreso se lo debemos a los hombres: lo que tenemos que hacer nosotras es sumarnos», aseguró en una entrevista realizada por Joaquín Soler para RTVE. Y añadió que a ella le gustaba ir de la mano de un hombre en sus proyectos. Esa había sido la tónica en su trayectoria.

      La abogada fue una de las fundadoras del Lyceum Club femenino, creado en Madrid en 1926 al estilo de otros ya existentes en las principales capitales de Europa y Estados Unidades. «La primera persona que vino a hablarme de fundar un Club de Mujeres fue Victoria Kent, a quien no había visto desde sus días de estudiante. Me pareció excelente la idea», reconoció Zenobia Camprubí al aludir al Lyceum en su conferencia de Puerto Rico. Aunque la idea inicial partió de María Martos de Baeza: una norteamericana a la que daba clases de español se lo sugirió. María Martos trasladó la idea a María de Maeztu y esta se planteó que fuera mixto, pero el club siguió finalmente el modelo anglosajón: un lugar de encuentro para mujeres ajeno a toda idea política y religiosa en el que impartirían conferencias los más importantes intelectuales de la época. María de Maeztu fue la presidenta, Victoria Kent e Isabel Oyarzábal fueron nombradas vicepresidentas, y Zenobia Camprubí, secretaria. Aunque desde 1928 quien dirigía el club de facto era Oyarzábal, debido a los múltiples compromisos de María de Maeztu. El club disponía de una surtida biblioteca que, en los primeros años, dirigió María Lejárraga y pasó a ser un referente cultural. En el reglamento introdujeron un artículo, copiado del que regía en el Casino de Madrid, que indicaba que se dejaban fuera las discusiones políticas y religiosas. A pesar de que las asociadas compaginaban su rol clásico de atención a los hijos junto con su emancipación intelectual —y de que muchas de las casadas contaban con servicio—, levantaron suspicacias en los sectores más rancios, y en particular en algunos clérigos que las acusaban de lyceómanas y de desatender a su familia. Victoria Kent y la también abogada y afiliada Matilde Huici se encargaron de la defensa jurídica del club frente a los ataques de sus detractores. Matilde Huici también procedía de la Residencia de Señoritas y, a ojos de Zenobia Camprubí, sí supo aprovechar las oportunidades de estudiar en Estados Unidos con el juez Lindsey y otros especialistas, lo que le permitió enfocar su labor hacia los Tribunales de Menores y a trabajar con jóvenes delincuentes abandonadas o explotadas a través de la Casa-Escuela Los Arcos, situada a las afueras de Madrid.

      «Esta es una mujer que no se contenta con poco», afirmó Zenobia de Matilde Huici, en oposición a la decepción que le produjo la joven Victoria Kent. Su admiración por Matilde Huici no solo se debía a haber seguido sus consejos de formarse en Estados Unidos, sino a que se ocupaba de los menores desprotegidos, un asunto en el que Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí se involucraron. Poco antes del golpe militar del 36 y de la Guerra Civil, el matrimonio Jiménez llegó a albergar y atender a un grupo de chicos en dos pisos de los que la emprendedora Zenobia Camprubí solía alquilar a extranjeros. Precisamente, una de las preocupaciones del matrimonio Jiménez, al abandonar España camino del exilio, fue asegurarse de que sus chicos quedaran amparados.

      Por el contrario, los comentarios de Camprubí sobre Victoria Kent dejan entrever que no siempre hubo entendimiento y complicidades entre las grandes mujeres que pusieron en marcha el Lyceum Club y otras iniciativas. Pudo tratarse, inicialmente, de un choque de temperamentos: Zenobia Camprubí era resuelta, irónica a veces y muy franca en sus juicios; Victoria Kent era resolutiva, pero de carácter concentrado y reflexivo. No era extraño que surgieran desencuentros y que estos se prolongaran hasta el exilio.

      La llamada de la política

      Kent dejó la Residencia de Señoritas a comienzos de 1930, un año importante en acontecimientos políticos y personales. Se instaló en el piso donde tenía el despacho, separando la zona privada y profesional. Con ella se trasladó durante unos años su amiga Julia Iruretagoyena y su hijo, León Meabe. Julia Iruretagoyena era la subdirectora de la Residencia de Señoritas y había enviudado de Tomás Meabe, cofundador en Bilbao, junto con Indalecio Prieto, de las Juventudes Socialistas. El dolor de Julia Iruretagoyena por la pérdida de su marido coincidió con el duelo de Victoria Kent por la muerte de su madre. El hijo de Julia Meabe, Leonchu, fue para la abogada un soplo de vida y un consuelo desde que llegó a la residencia con cinco años, acompañando a su madre. Él fue la base, según Victoria Kent, de «la amistad fraternal y entrañable» que unió a los tres y que les llevó a convivir y a pasar juntos algunas vacaciones en la sierra madrileña o en Hendaya, cerca de la familia de Iruretagoyena.

      Más allá del Lyceum Club, Victoria Kent creó, con Matilde Huici y Clara Campoamor, el Instituto Internacional de Uniones Intelectuales. Tentada por la política, se afilió al Partido Republicano Radical Socialista y, como responsable del comité del distrito centro, organizó su rama femenina: el Ateneo Femenino Radical Socialista. Escribía artículos, además, en La Voz y en El Sol, y su reputación como jurista crecía. Pero fue su defensa de Álvaro de Albornoz lo que acrecentó su popularidad y facilitó su salto a la política. En 1931 era miembro de la Academia de Jurisprudencia y, en 1933, de la Asociación Internacional de Leyes Penales de Ginebra.

      Manuel Azaña relató que Victoria Kent participó en la reunión que dio origen al Pacto de San Sebastián en agosto de 1930, un encuentro que fijó la estrategia de los partidarios de la República para dar por amortizada la monarquía de Alfonso XIII. Habría sido la única mujer presente en la reunión, pero ni firmó el pacto ni consta que acudiera en las notas de prensa. Es posible que su propia discreción le hiciera aparecer como mera acompañante u observadora de la delegación de su partido. En cualquier caso, estaba en plena sintonía con los autores del manifiesto y su apoyo al Pacto de San Sebastián era inequívoco.

      Al ser acusado Álvaro de Albornoz, miembro del comité revolucionario republicano, de conspirar contra el Estado (tras la fallida rebelión de Jaca en diciembre de 1930), confió su defensa a la joven Victoria Kent. El resto de los acusados —desde Largo Caballero a Miguel Maura— contaron con abogados de prestigio y, desde luego, varones. El juicio tuvo una enorme repercusión, acrecentada por la novedad que suponía que una joven letrada actuara ante un Consejo de Guerra constituido por jueces militares de alto rango debido a la categoría de Largo Caballero, que pertenecía al Consejo de Estado. The New York Times destacó la profesionalidad de Victoria Kent rompiendo «todas las tradiciones y haciendo

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