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Porque Victoria Kent, que se despojó de tantas cosas y que abjuró de algunas otras de carácter secundario, no dejó de ser nunca republicana. Era su fe principal. La Segunda República se lo dio casi todo. Y ella le fue fiel. Murió en Nueva York en 1987. Neoyorquina, española, y un poco extranjera en todas partes. Una lápida en Redding la recuerda. En ella, debajo del nombre, aparecen las fechas 1897-1987, y su lectura provoca cierta perplejidad: Kent siguió manejando en Estados Unidos que nació en 1897 mientras sus biógrafos mantienen la fecha de 1892. Cinco años de diferencia que encierran un pequeño misterio: o estudió demasiado deprisa si nació en 1897 (obtuvo el título de maestra en 1911) o deliberadamente eligió nacer cinco años después de su alumbramiento.

      4

      Clara Campoamor: la fuerza visionaria

      Ha pasado a la historia por defender —y ganar— el derecho al voto de las españolas en las Cortes Constituyentes de 1931. Una epopeya personal e histórica que la convirtió en un icono del sufragismo y un referente para el movimiento feminista. Nacida en el popular barrio madrileño de Maravillas, Clara Campoamor (Madrid, 1888-Lausana, 1972) fue una oradora incisiva y una diputada independiente e insobornable. Su trayectoria parlamentaria fue aún más breve que la de la República con la que se identificó, pero su estela sobrevivió a su exilio y a su muerte.

      El 1 de octubre de 1931, después de varios días de feroces discusiones parlamentarias, las Cortes españolas aprobaron el sufragio universal. La diputada Campoamor había logrado arrancárselo a sus compañeros más reticentes. Ni se restringía ese derecho, como querían algunos, ni se aplazaba hasta que las españolas comprendieran el alcance de la República y estuvieran preparadas, como había pedido la diputada radical-socialista Victoria Kent. Las discrepancias habían girado en torno al artículo 34 del proyecto de Constitución, que recogía una exigencia histórica: «Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de 23 años, tendrán los mismos derechos electorales, conformen determinen las leyes». Se había redactado de acuerdo con el sentir republicano de no discriminar a una parte de la población en función de su sexo. Pero al leerlo, algunos diputados sintieron vértigo. El diputado radical José Álvarez Buylla, compañero de Campoamor, aseguró que, aunque la mujer tenía todos sus respetos dentro del hogar cantado por Gabriel y Galán, en política era retardataria, y darle el voto equivalía a poner «en sus manos un arma política que acabaría con la República». Era un temor extendido que Campoamor logró vencer.

      Pero después de la votación del 1 de octubre las reticencias seguían y hubo diputados que trataron de retrasar su aplicación para ganar tiempo. Los argumentos eran similares. Fueron desmontados uno a uno por Campoamor y, finalmente, desestimados. El 1 de diciembre de 1931, las Cortes Constituyentes confirmaron la votación del sufragio femenino y conjuraron las últimas escaramuzas. Clara Campoamor, republicana del Partido Radical, había defendido de nuevo en el hemiciclo un voto sin restricciones. Así fue. Un logro que las españolas hicieron efectivo en las elecciones municipales y generales de 1933. Parte de los perdedores, sin embargo, siguieron acusando a Campoamor de haber desafiado la pervivencia de la democracia. Así lo recordó ella con ironía en Mi pecado mortal. El voto femenino y yo.

      Clara Campoamor fue su propio Pigmalión. Su trayectoria no es solo la de una pionera y una autodidacta. Su biografía es una reconstrucción personal de alguien que creía en sí misma y que veía en el porvenir oportunidades para mejorar el presente. Vino al mundo en el barrio de Maravillas (hoy Malasaña) el 12 de febrero de 1888, a una hora que ya expresa cierta diligencia, las diez de la mañana, en una familia sencilla, de clase media-baja: su madre, Pilar Rodríguez, era modista (aunque dejó de coser al casarse) y su padre, Manuel Campoamor, nacido en 1855, fue contable en el periódico La Correspondencia de España hasta su muerte, en 1898, aunque en 1891 figura como cesante. Se desconoce si había cesado en un trabajo anterior o si este paréntesis laboral se produjo en el mismo periódico, al que podría haberse reincorporado después. En su etapa de cesante fue bibliotecario del Casino Republicano Federal de Madrid —en el que ya desde un año antes figura como vocal—, lo que parece indicar que militaba en el Partido Republicano Federal o simpatizaba con sus siglas. Su inclinación a la lectura hace pensar que había notables diferencias culturales entre el marido y su esposa. Vivían en la calle que hoy se denomina Marqués de Santa Ana y, en el mismo edificio, su abuela materna, Clara Martínez, ejercía de portera, aunque vivía con su hija y su yerno.

      En este pequeño universo que hace evocar el paisaje vecinal que Rosa Chacel refleja en Barrio de Maravillas, Campoamor creció feliz entre sus padres y sus hermanos. Hay indicios de que el matrimonio tuvo al menos cuatro hijos, aunque solo se conoce la trayectoria de Clara Campoamor y de otro de sus hermanos. Uno de los primeros enigmas que se cierne sobre la futura diputada, ya desde la cuna, es que fue bautizada con el nombre de Carmen Eulalia (el segundo nombre por ser el santo del día) en la parroquia de San Ildefonso el 6 de marzo, mientras que en el Registro Civil, inscrita por su padre a los dos días de nacer, figura como Clara. Esa dualidad podría significar un cambio de criterio familiar o una distinción entre el nombre que deseaban que apareciera en el mundo civil y en el parroquial, pero lo extraño es que, cuando nació la diputada, sus padres tenían ya una hija de unos dos años inscrita como Clara en el Registro Civil —Clara María de las Candelas Carolina en la partida del bautismo—. En aquellos años era frecuente que, al morir un hermano, se pusiera su nombre al siguiente, bien fuera en recuerdo de este o por el interés de los padres en que el nombre permaneciera en su descendencia. Pero repetir el nombre en dos hijos vivos, como hizo Manuel Campoamor, resulta sorprendente. La mayor de las niñas falleció por meningitis un año después de que naciera Clara Campoamor, por lo que, a no ser que estuviera muy enferma, el padre difícilmente podía aventurar su temprana muerte. Se ignora en todo caso por qué el padre apreciaba tanto el nombre de Clara y su continuidad en su estirpe, más allá de llamarse así su suegra, la abuela materna de sus hijos. Es probable que, como indica Luis Español, a la futura defensora de las mujeres, sus padres la llamaran Carmen inicialmente y, poco después, tras morir su hermana, pasara a ser Clara o utilizaran ambos nombres. Como Clara aparece en casi todos los documentos oficiales menos en el de socia del Ateneo madrileño de 1922, en el que figura como Carmen Clara.

      Su hermano Ignacio tenía también dos nombres que usaba indistintamente. Ignacio en el Registro Civil e Ignacio Eduardo en el archivo parroquial; atendía por su segundo nombre en el entorno familiar. En su vida adulta, los nombres de Ignacio y Eduardo se intercalan, aún tratándose de la misma persona, en la documentación que existe de sus actividades periodísticas o políticas. Por eso, es complicado saber el número preciso de hijos que tuvieron Manuel Campoamor y Pilar Rodríguez. En la partida de defunción del padre figuraban como hijos Carmen, Eduardo, Juan Manuel y Felisa. Se cree que Juan Manuel falleció a los veinte años en un accidente, tras volver de una corrida. De Felisa apenas ha quedado rastro.

      Al ser el padre liberal y republicano, los hijos crecieron en un entorno afecto a la República. Sus ideas influyeron poderosamente, al menos, en Clara y en su hermano Ignacio. Desde los primeros años el padre vio que Clara era avispada, y pensó que debía estudiar y sacar provecho de su mente despierta. A la niña le gustaba ir con él al periódico en que trabajaba y que le enseñara la redacción y los talleres. Lo pasaba mejor aún en Santoña (Santander), adonde iban los veranos por ser de allí su padre; la madre era madrileña. Aunque su abuelo Juan Antonio Campoamor era de San Bartolomé de Otur (Oviedo), su abuela paterna, Nicolasa Martínez de Rozas, también era cántabra, de Argoños. Allí habían vivido los bisabuelos paternos, María de Rozas Vega y Miguel Martínez Sainz, este originario de Marrón. Los abuelos maternos eran de Esquivias (Toledo) y Arganda del Rey (Madrid), respectivamente.

      Una profesora reparó en las ganas de saber de la alumna Clara Campoamor y le regaló La mujer del porvenir, de Concepción Arenal. La maestra le dijo que a ella le había ayudado y que esperaba que a Clara también le sirviera en un futuro. Una premonición a la luz de los hechos posteriores. Fue el primer libro de los muchos que leería de trayectoria feminista.

      Cuando

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