Inspiración y talento. Inmaculada de la Fuente
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Aunque tanto el PSOE como el Partido Radical de Clara Campoamor apoyaban el derecho al voto femenino, en sus filas afloraron resistencias. Indalecio Prieto fue uno de los socialistas relevantes que mostró su rechazo. El día de la votación abandonó el hemiciclo para no secundar a su partido y afirmó que conceder el sufragio femenino era «una puñalada trapera» a la República. De aquellos escarceos dialécticos nacería la aversión que Campoamor manifestaría hacia Prieto en La revolución española vista por una republicana. Pero también había disidentes en su propio grupo. Los partidos republicanos, incluido el de Azaña, eran los más reticentes, a excepción de los pequeños grupos republicanos progresistas y la Agrupación de Defensa de la República, además de la Esquerra Republicana de Cataluña, que votaron a favor. Las derechas apoyaron también el sufragio, y no por defender un inexistente feminismo en sus filas, sino por estimar que el voto femenino les sería favorable.
Una parlamentaria incisiva
Su oratoria firme y su retórica nítida arrancaron aplausos y algunos apoyos. Pero los temores de otros hacían presagiar un resultado ajustado en la votación. Así que Campoamor volvió a dirigirse a la Cámara el 30 de septiembre; un debate que continuó el 1 de octubre. El Partido Radical Socialista, partidario de aplazar temporalmente el sufragio, designó a Victoria Kent, su única diputada, para darle la réplica. De modo que fue Kent, en contradicción con su ejecutoria feminista, quien solicitó posponer el ejercicio del voto. No era «la capacidad de la mujer» la que estaba en juego, advirtió, sino «la oportunidad» de ejercer ese derecho. Campoamor se lanzó a rebatirla: «Lejos yo de censurar ni de atacar las manifestaciones de mi colega, señorita Kent, comprendo, por el contrario, la tortura de su espíritu al haberse visto hoy en el trance de negar la capacidad inicial de la mujer». Y agregó con pasión:
¿Cómo puede decirse que la mujer no ha luchado y que necesita una época, largos años de República, para demostrar su larga capacidad? ¿Y por qué no los hombres? ¿Por qué el hombre, al advenimiento de la República, ha de tener sus derechos y ha de ponerse un lazareto a los de la mujer?
Fue una defensa imparable.
El voto femenino quedó aprobado el 1 de octubre de 1931 por una diferencia de 40 votos. Hubo 161 votos a favor y 121 en contra. El artículo de la discordia, que pasaba a ser el 36 de la Constitución, quedaba así: «Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de 23 años, tendrán los mismos derechos electorales». Pero los perdedores iniciaron nuevas maniobras para restringir el derecho a las elecciones municipales o para retrasarlo unos años, lo que derivó en una nueva votación el 1 de diciembre. Volvió a ser aprobado, aunque por una diferencia de votos menor. La diputada Campoamor, las feministas y los ciudadanos que apoyaban el sufragio universal, estaban exultantes. Las mujeres de la ANME y muchas otras anunciaron que harían un homenaje a la diputada.
En una entrevista concedida a José María Salaverría en 1931 que fue publicada en Buenos Aires en Caras y Caretas el 30 de enero de 1932, Campoamor declaró de forma solemne y visionaria que «si la República tuviera que morir por un azar del destino, no sería por las manos de la mujer». Una respuesta que unos años después cobraría fuerza. En la misma entrevista, la diputada denunció que los hombres acostumbran a hablar de la mujer guiados por sus prejuicios. «Creen conocer el alma femenina y no saben nada de nada. Así resultan los eternos engañados». El sufragio femenino no fue su único mérito como parlamentaria, aunque sí el mayor. La diputada Campoamor defendió la ley del divorcio, el reconocimiento de los hijos ilegítimos, la investigación de la paternidad —una lejana reivindicación que ya había solicitado Carmen de Burgos— y la abolición de la pena de muerte.
La abogada María Telo tenía 16 años en 1931 y se preparaba para entrar en Derecho al curso siguiente en la Universidad de Salamanca. Vivió con emoción el debate y lo siguió a través de las crónicas parlamentarias de Josefina Carabias. Aunque no sabía que años después iba a dedicarse al derecho de familia y que conocería a Campoamor en un congreso internacional, consideró que aquello fue un primer logro para la mujer, y el más básico. Seguía siendo una menor de edad que dependía legalmente del padre y el marido, pero al menos podía elegir a sus representantes. Siempre que hubiera democracia: la victoria franquista supuso la anulación de los logros legales conseguidos por las mujeres durante la República, pero no se derogó el voto femenino, puesto que el sistema democrático quedaba suspendido y los derechos de todos, restringidos. María Telo, desde un enfoque más técnico y menos carismático, tomó el testigo de la letrada Campoamor en los años finales del franquismo y su activa presencia en la Comisión General de Codificación —donde abordó con otras tres juristas los cambios en el derecho de familia—, contribuyó a que la legislación española reconociera la plena capacidad jurídica de la mujer, ya en la Transición. Una reforma que la ley del divorcio de 1981 completó.
La actitud previsora de Campoamor la empujó a optar en 1932, a raíz del decreto de sustitución de las órdenes religiosas en la enseñanza secundaria, a los cursillos de selección de aspirantes para dar clases de francés. Fue admitida, pero luego sería excluida por acumular más de seis faltas de asistencia a las clases. No podía abarcar más.
Las españolas votaron dos años más tarde, en 1933, tanto en las elecciones municipales del 26 de abril como en las legislativas de noviembre. En algunos núcleos campesinos ni siquiera sabían que podían hacerlo y la diputada Campoamor decidió hacer pedagogía por los pueblos madrileños durante la campaña a las elecciones municipales parciales, que afectaban a 54 municipios de la provincia. La abogada recorrió parte de estos pueblos en automóvil, acompañada de una estudiante de Derecho, una periodista y Antoniette Quinche, de visita en España. La diputada conducía el coche. Meses después, en las generales, Campoamor hizo campaña para revalidar su propio escaño de diputada. Ganaron las derechas y algunos agoreros la responsabilizaron a ella. Empezaba el segundo bienio republicano con representantes que iban a rectificar o anular parte de los avances conseguidos. No sería justo concluir que las mujeres actuaron como fuerza retardataria. Campoamor achacó el fracaso electoral de 1933 a que los partidos de izquierda se presentaron a las elecciones divididos. Sin olvidar que los anarquistas pidieron la abstención.
La paradoja es que Clara Campoamor, la triunfadora de las Cortes Constituyentes, no revalidó su escaño en noviembre de 1933 y quedó fuera del Parlamento. Su jefe de partido, Lerroux, le propuso que se encargara de la Dirección General de Beneficencia y Asistencia Social. Campoamor optó por darle al cargo un contenido más social que benéfico: luchó contra la mendicidad infantil y trató de crear la asistencia pública domiciliaria. Entre sus colaboradores contó con Consuelo Berges. Esta, gran viajera y, años después, excelente traductora de autores franceses, trabajaba como bibliotecaria en el Archivo de la Junta Provincial de Beneficencia.
No pretendía enfrentarse a las fundaciones privadas, muchas de carácter religioso, ni controlarlas —aunque, debido a su cargo, fue vocal del patronato encargado de administrar los bienes incautados a la Compañía de Jesús—, pero sí racionalizar sus recursos y su ingente patrimonio. Con este fin presentó un proyecto de ley para que las Juntas provinciales supervisaran las cuentas de las fundaciones privadas. Llevaba la firma del ministro de Trabajo y Previsión Social, José Estadella, y fue publicado en la Gaceta de Madrid del 25 de agosto de 1934. Pero los convulsos días de la Revolución de Octubre, y la sustitución de Estadella en Trabajo por un ministro de la CEDA, provocaron su dimisión y dieron al traste con el proyecto.
Unas semanas antes de la Revolución de Octubre había sido enviada a Ginebra por el Gobierno como delegada suplente ante la Sociedad de Naciones de la delegación española. Y poco antes de la revuelta, el presidente del Consejo de Ministros, Ricardo Semper, la había